Por los caminos de la voz

Prólogo a la novela en edición bilingüe, zapoteco-español, Dxiokze xha... bene walhall/Gente del mismo corazón, de Javier Castellanos (Dirección General de Culturas Populares, Conaculta, colección El Guardagujas, México), de reciente aparición.

HERMANN BELLINGHAUSEN

...”fue nuestro mundo lleno de dudas el que nos animó a poner nuestras manos
y nuestras fuerzas en ese asunto”...

Estamos ante el influjo de una fascinación. O de una fatalidad. Pero ni modo de adelantar la trama de esta fascinante relación de los hechos sin estropearle al lector los reveladores pasajes de la memoria que le aguardan, o los giros de la sorpresa final. Sépase no obstante que el secreto fundamental de Gente del mismo corazón/Dxiokzen, Bene Walhall reside en la voz que nos trae el río de voces. O mejor, nos guía por el camino de voces en marcha transmitidas por el memorioso Miguel Aldón. Discreto, nunca se nombra en la historia aunque a todas éstas, casi a su pesar, es actor y lleva responsabilidad en lo que sucede. Futuras condiciones de confinamiento le permitirán aprender a leer y escribir, tan sólo para contar su historia, que es la de una partida de temerarios, procedentes de varios pueblos de la sierra Norte de Oaxaca al final de las guerras de Independencia, año del señor 1820. Avanzan hacia la “libertad” y el “honor” —que no saben bien qué significan— o hacia el abismo.


Santa Ana Nichi, Estado de México. 2014. Foto: Adrián Álvarez R.

Quizás por insensatos, además de valerosos, los indígenas del grupo liderado por el apócrifo sacerdote Amos (en tiempos de turbulencia quién se detiene en formalidades) se dirigen a su destino sumergiéndose en el pasado.

Si bien envuelta en la acción, o en su expectante preludio, la novela se construye en las conversaciones, en los a veces detallados parlamentos de los personajes, engarzados en el hilo de la voz del que a la postre recuerda todo, más allá del arrepentimiento y sin ningún rencor. El viaje de estas voces nos lleva a los tiempos coloniales de la juventud del narrador, nacido hacia el 1760. Al tiempo de la travesía de “los de un mismo corazón”, él es el más viejo en una expedición cuya mayoría pasa de los 40 años, y cargan la responsabilidad de sus respectivos pueblos. Con ellos avanza a lo que podrá ser una fiesta o una batalla. La guerra terminó, se supone. Sí pero no. Ahora los criollos vencedores disputan el poder, así que guerra hay todavía. Mientras las facciones se arreglan, en el desorden del momento los regimientos realistas se mandan solos. La traición acecha por todas partes.

De los expedicionarios, unos van a causa de sus tierras, otros porque ya estuvo bueno de tanta humillación. O para existir en el mundo y hacer necesario su ruido. Los lleva el deber, que es también lo que los hace cautelosos. Enviados por la voluntad de sus pueblos para acompañar al casi autóctono padre Amos, que anuncia la liberación. Su voz es la del encantador que con sus historias fascina a sus compañeros de aventura y los va llevando, un poco como sucede en El hechizo de Hermann Broch.

Miguel Aldón tiene incontables motivos para confiar en Amos y seguirlo, es su amigo. Es precisamente la historia del religioso la que inicia la novela, cuando herido en una primera escaramuza refiere a los indios sus orígenes judíos (¿acaso estamos ante el Judío Errante?) y nos asoma a otra memoria proscrita, la de los conversos en la católica España vencedora, que le alimenta una convicción inflexible pese a sus pre-románticos tintes liberales, respecto a la religión de Jesucristo y su iglesia: de eso no hay independencia a la vista. Con ambigüedad inquietante, el relato de Amos herido va inculcando en sus escuchas las ideas de la república, siempre en un borde de ilegalidad, subversión o pecado. De ahí la duda que no los abandona. Se encontraban “listos para pasar a otro tipo de gobierno sin saber qué nos esperaba. Así es el pobre ser humano, sólo sabe seguir al que va adelante sin importarle a donde lo lleve, y lo peor de todo es que, lo lleve donde lo lleve, él se acostumbra a ese nuevo padecimiento”.

Claro que en aquellos pueblos lejanos se habían conocido las noticias del levantamiento de Miguel Hidalgo nueve años atrás; sintieron las oleadas de Vicente Guerrero, y de José María Morelos hasta sus tropas habían llegado. Luego los años de guerra, los de la aparente derrota. A sus pueblos los rodeó enseguida la contrainsurgencia española, intolerante hasta el fusilamiento. Para vigilar a los indios, el ejército realista se instaló en “una comunidad mixe”, a la cual, en los tumbos del relato, se dirige la expedición. Amos y el criollo Domínguez, que se incorpora a ellos, insisten en decir a los indios que ya son libres. Éstos se proponen averiguarlo.


Santa Ana Nichi, Estado de México. 2014. Foto: Adrián Álvarez R.

El narrador no alberga deseos. En su paz casi taoísta, ya no espera nada más. Tejedor de memorias, recuerda haber escuchado a los compañeros de su viaje: el locuaz joven de Laguinsa, el venerable señor Juan de Guiolina, el sabio compadre Antonio o Nton Bia, los compadres, los vecinos, los rivales; el exasperante, casi ridículo Domínguez, emisario del México naciente, quien reparte dinero entre aquellos indios que considera carne de cañón, cebados con promesas y discursos rimbombantes; los políticos son así:

“Mientras estaba hablando el cura Amos, el extranjero vació su bolsa de dinero sobre un trapo que había tendido en el suelo, era un dinero nuevecito, cómo brillaba, bonito se veía y bonito sonaba, contando moneda por moneda los iba poniendo por montoncitos. Quién sabe de qué está hecho el maldito dinero pero a todos nos cautivó su brillo y su sonido, todos mirábamos lo que hacía este extranjero, creo que para todos era la primera vez que veíamos tanto dinero junto. Cuando terminó Amos de pasarnos al zapoteco lo que había dicho el señor que había llegado con él, cuando vio que ya estaba el dinero allí, nos dijo, riéndose de una manera brutal y burlona:

–No hablé de más ¿verdad? Miren, allí ya están las monedas esperando al soldado de la nueva patria que hoy empieza a nacer.”

La novela se hace al andar, armada de conversaciones y paciencia, La montaña mágica de Thomas Mann en versión peripatética y clave zapoteca. Sólo que aquí los de las voces sí van directamente a la guerra. Los indígenas, a diferencia del cura y el emisario “extranjero”, no discuten ideas políticas sino los hechos de la vida y su significado mientras se encaminan a los inexorables tiempos nuevos. En su “sencillez” rural, los hombres de este camino-novela son complejos, poseen matices, comparten memorias mal enterradas. Mas sólo Amos, “el paisano sacerdote”, es presa de contradicciones, tormentos, zonas oscuras; siendo el más joven, su historia ocupa la mayor parte de la novela. “¿No les digo que ustedes son grandes para mí”, dice a los indígenas, “voy a terminar 28 apenas”. Hombre blanco crecido entre indios, educado, con ciertos ideales expuestos con palabra convincente, ¿es de fiar? Es la duda de los indios mientras se dejan guiar. Pero son juiciosos, reflexivos. Hacen broma o ríen en ocasiones inesperadas: “Quien no conozca cómo somos pensaría que algo demasiado gracioso acababa de suceder, pero así somos nosotros, cualquier cosa aprovechamos para celebrar, para alegrarnos”.

Con las armas de la libre ficción, Javier Castellanos Martínez nos traslada al otro lado del espejo, y vemos sus tiempos iguales pero al revés, registrados desde la perspectiva de unos mexicanos que nadie había contado para contar el cuento de la Historia Patria. Eso es lo que hace a esta novela tan diferente del tradicional corpus indigenista que rifara en el siglo XX mexicano (hasta cierto punto). Los personajes aquí no son indios llorosos, ni víctimas de un destino ciego que los desdeña, ni esos seres inescrutables, trágicos, proverbialmente borrachos. Es turbia la conciencia de su memoria colectiva, recuerdan muy apenas que sus bisabuelos fueron vencidos en un lugar del pasado que pareciera también cubierto por la niebla de las montañas donde habitan. Tras las brumas de la colonización, saben rota su memoria y con el injerto de otras, en la sierra Norte donde transcurre su periplo. Uno que promete abrir para ellos el arco de la historia.

Una explicación oída en la infancia de Amos de un señor Ricardo, de alta consideración para su padre, se expresa así del pasado y de los dioses olvidados:

“Esas cosas sucedieron en un tiempo que desde aquí ya no se ve dónde empieza, como para poderlo contar, compañero mío, eso ya desapareció. Ahora, el cuento que existe dice que cuando entró la palabra diciendo que venía el tiempo de cambiar cosas, aunque nadie sabía qué era, el miedo a lo nuevo hizo que nuestros antepasados empezaran a construir sus casas dentro de la tierra, para allá se fueron y así fue como desaparecieron los que vivían en ese tiempo, los que ahora llamamos gente vieja de la nube. Eso es lo que cuentan, si esto fue así, quiere decir que nosotros no somos exactamente descendientes de aquellos que vivieron en esos tiempos, porque ellos fueron los que tuvieron su propia religión y cuando ellos se enterraron, con ellos también enterraron lo que era de ellos, por eso ya nadie sabía de esto cuando llegaron los conquistadores españoles, quienes ya traían muy ordenado su discurso sobre su religión y les resultó fácil enseñárnosla y para nosotros, como que era la primera vez que oíamos hablar de esto, fácil la aceptamos”.

Con esta partida de indios surcamos la turbulencia de un parteaguas histórico. Desde su mirada escéptica pero siempre dispuesta a creer, los zapotecas lo intuyen. La historia real, la que se cuenta después, constata que el resto de aquel siglo XIX los pueblos de la montaña permanecieron fuera de los beneficios de la Nación, aislados en las que la antropología futura describirá como “regiones de refugio”.

Allí vive la trama de Gente del mismo corazón. ¿Hubo otros dioses antes del cristiano? Puede ser, nadie sabe, los mayores se hacen tontos ¿por no sentir vergüenza? Oculta al principio, la historia personal de Miguel Aldón, originario del pueblo de San Cosme Yalao, se va develando y nos conduce a sus mocedades de orfandad y felicidad inesperada en el hogar de la Dunaxhe Gustinha Yan, madre adoptiva, a su modo amorosa, mujer de conocimiento que le transmitirá saberes espirituales, una cierta magia clarividente, casi a su pesar.

Mas no se alarme el lector que aquí no acecha ningún “realismo mágico” a la moda. Sencillamente, el relato nos cruza al otro lado del espejo, otro mundo también aquí, atrapado entre la rueda de la historia y la piedra que la muerde. A semejanza del narrador, el lector puede pensar que no entiende; pero bien que verá lo que se siente, allí donde sólo la memoria salva.

En Gente del mismo corazón encontramos las perplejidades que, al precipitarse, sacude la historia. Domínguez, el “extranjero” emisario del México naciente reparte dinero cual Progresa primordial, hipnótico. Cerca del desenlace, la voz de la dignidad, que se revela como base de todo buen gobierno según lo entienden los pueblos, anuncia el retiro de uno de los grupos: “Salió de atrás el señor que era gobernador de la república de Guiolina, su nombre era Juan, un hombre alto, fuerte, la ropa que traía puesta ya casi eran puros pedazos, la de casi todos nosotros era así, pero como la de este señor no había otra: no había una parte entera, ni en la espalda, un hombro o una pierna que no estuviera rota, dejando ver por todas partes su morena piel, con lentitud se dirigió hacia el lugar donde se paraba el cura Amos, y ya estando allí, se quitó de un jalón el trapo con que se amarraba la cabeza y empezó a hablar, moviendo siempre un dedo frente a él, como si nos estuviera golpeando con cada palabra, al menos así sentí yo:

“–Hermanos que están presentes aquí, yo no sé qué van a hacer ustedes sobre el ofrecimiento de esta persona que vino a meterse entre nosotros, si lo aceptan o no. Yo por mi parte, aunque me gustara su palabra no puedo aceptarla, porque yo aquí no valgo como persona, yo aquí no estoy por mi gusto, yo vengo aquí porque hoy soy la cabeza del pueblo de Guiolina. No puedo hacer nada por mi voluntad, es el pueblo quien me mandó para se haga lo que ellos necesitan que se haga, no estoy contento por ocupar este lugar, ustedes bien saben que mi pueblo no tiene nada de valor que haga que este cargo lo peleemos, como se hace en algunos pueblos, lo que tiene valor, casi todo nos lo quitó el español que vivía en Tagaba, y Tagaba se ha quedado callado, esperando que algún día todo pasara a ser de ellos y que hoy, parece que ese día está cerca, esa es su inteligencia. Nosotros siempre tuvimos en la cabeza este despojo y por eso, yo y mis paisanos que siempre hemos estado con ustedes, aceptamos hacernos uno con todos los que tenemos problemas con Tagaba, pero hoy las cosas de pronto cambiaron, si yo tuviera el dinero que trae este señor, les diría vénganse conmigo les doy lo mismo, pero de dónde voy a traer para decirles eso, lo único que yo puedo hacer es llevarme a mis ciudadanos, no podemos hacer más, hagan grande su paciencia, gente del mismo corazón que el nuestro”.

Ya antes nos ha llevado Javier Castellanos Martínez al otro lado de ese mundo-contenido-en-éste, como cuando narró el destino excepcional del hijo del Relámpago en Relación de las hazañas del hijo del Relámpago/Gaa ka chhaka ka ki. Como buena parte de su obra, esa narración se orienta con la brújula de la memoria, pero también se orienta con el  corazón de su lengua, para crear una reivindicación que desafía a los gusanos de la desesperanza y los pronósticos (siempre frustrados) de su desaparición.

Cuando el autor recibió el premio de letras en lenguas indígenas Rey Nezahualcóyotl en 2002, lamentaba que la mayoría de los 17 mil 400 hablantes de su variante de zapoteco no podrían leer sus obras, porque no saben ni escribir ni leer en lengua. Es más, tampoco podrían hacerlo los 500 mil zapotecos que en el mundo viven, pues “la lengua está tan fragmentada que resulta ininteligible” para unos u otros. Sin embargo, confiaba en que “aún es tiempo de revertir la situación” y “volver útiles las lenguas indígenas”. Ellas implican toda una manera de ver y nombrar al mundo y de situarse ante él como “alternativa a otras formas de vida”. Su obra expresa fidelidad sostenida a este principio de verdad.

En Castellanos Martínez encarna uno de esos admirables Diógenes que hoy escriben cuesta arriba en alguna lengua mexicana distinta del castellano, domando los demonios y las riquezas de su lengua materna, en busca de lectores por existir. De día cultiva los campos de la lengua, sube la loma, palabra por palabra transcribe lo que significa ese mundo lleno de dudas y portentos de donde viene su palabra, y por las noches resiste a los fantasmas de la extinción. Como su Aldón memorioso allá por 1824, Castellanos Martínez en el siglo XXI busca servir de eslabón entre este continuo hoy-casi-mañana que amenaza a los pueblos indígenas, y los mundos fértiles de su pasado.

Hombre de responsabilidades públicas, laboró en la Dirección General de Culturas Populares de 1979 a 2010, y desarrolló proyectos importantes en favor de su lengua y su cultura originarias, como el Diccionario zapoteco-español, español-zapoteco de la variante xhon, en la cual escribe (Ediciones Conocimiento Indígena, 2003), y como miembro la Coordinadora para la Lectoescritura del Zapoteco de la Sierra Norte, el Comité para la creación de un alfabeto único zapoteco y la Asamblea de hablantes del zapoteco xhon. Desde los años ochenta ha realizado grabaciones y conciertos con el grupo musical Bexhjolli, Banda Regional “Amigos de la Música”.  Entre sus publicaciones recientes se cuentan las novelas, también bilingües, El corazón de los deseos/Laxdao yelazeralle(2010) y Cinario el que despertó/Cinario, bi bseban bxile (2011), y los relevantes ensayos de Semillas para sembrar/Dxebeja Binne (2012), que aportan una lectura apasionada y nada complaciente de la literatura indígena contemporánea en México, sus debilidades y retos.Dramaturgo, recolector de la tradición oral de su tierra, traductor de y al zapoteco, es también el poeta de Mi pueblo y mi palabra/Yell chia Ihen xtilla (1999). Se considera que con Cantares de los vientos primerizos/Wila che be ze Ihao (1994) escribió la primera novela en su idioma.

Por sus aportaciones a la educación, la promoción y la defensa del legado ancestral de sus pueblos, y sobre todo por su obra de creación y su escritura teórica, en Javier Castellanos Martínez tenemos a uno de los escritores más sólidos y completos de la proteica y sorprendente literatura moderna en lenguas indígenas de Oaxaca y de México.