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¿La Fiesta en Paz?

El desafortunado toro posmoderno

Pamplona, entre la mansedumbre y la entrega

Aquí vemos pasar el tiempo

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SAN FERMÍN. El torero francés Sebastián Castella (centro) y el español Alejandro Talavante (derecha) fueron dos de los participantes en los festejos de este año en la tradicional fiesta de San Fermín, en Pamplona, EspañaFoto Reuters
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n fantasma recorre la fiesta de los toros en el mundo, donde el taurineo o manejo oscuro del espectáculo se enquistó hace décadas: la mansedumbre de las reses que se lidian por las exigencias y comodidad de los diestros que figuran aunque no llenen las plazas. Se podrá argumentar que el toro es un animal de comportamiento variable y reacciones impredecibles, no una máquina de embestir, y que por tanto la bravura, ese lujo de la naturaleza, siempre ha sido más bien escasa.

Sin embargo, la apuesta seudomercadológica y antitauromáquica de pretender criar un toro para el toreo bonito, de una estética predecible y repetitiva a cargo de toreros prácticamente clonados o despersonalizados, es decir, sin capacidad de reflejar y transformar el corazón del espectador, es lo más opuesto al dramatismo del encuentro sacrificial entre dos individuos, hasta devenir en una tauromaquia líquida, como diría Zygmunt Bauman si fuera taurófilo, a una concepción del toreo sin transgresiones a la lógica, dentro de una bravura modernizada, globalizada, globalizonza. Esto que algunos podrían suponer nostalgia, es mucho más grave: pérdida gradual de interés del público en el toreo, tan desinformado en lo taurino como sobresaturado en lo demás. Esta bravura cada día más excepcional en las plazas, ha hecho que las emociones, no la diversión, por favor, sean cada día más raras, si no es que olvidadas, y que la tauromaquia se haya reducido a unos cuantos apellidos que lidian mesas con cuernos.

Este año Pamplona transcurre en la misma preocupante tónica de Madrid: con encierros muy bien presentados, de amenazantes cornamentas pero escasa o nula bravura, así como la confirmación de la solidez tauromáquica de algunos diestros. En primer término, el extraordinario novillero peruano Andrés Roca Rey, que donde lo anuncian triunfa, precisamente porque logra emocionar incluso con los toros malos. En la novillada inaugural de la feria, con el peor lote de Parralejo, volvió a sacar agua de las piedras y sedujo a los pamplonicas con su variado repertorio capotero, incluidas gaoneras, caleserinas y tapatías.

Roca Rey con la muleta es un portento de cabeza, sentimiento y estructuración, en esa gozosa cercanía que es lujo de los privilegiados. Dejó una estocada fulminante y lo que debieron ser dos orejas quedó en una, exhibió las carencias de sus alternantes y escuchó indiferente la fenomenal bronca del público al juececito. Otros buenos toreros sin toros han sido Diego Urdiales y Saúl Jiménez Fortes, sin memoria del cornadón en el cuello, frente al deslucido encierro del Tajo de la Reina. Tres orejas de feria consiguió López Simón, aún en proceso de maduración, con los mansurrones de Jandilla y dos Miguel Abellán ante los de Fuente Ymbro.

Tiempos hubo en nuestro país en que se sabía dar espectáculo, inclusive taurino. Ningún empresario exigía autorregulación para poder montar funciones porque había implícito, además del reglamento, un código de ética profesional que incluía conocimientos en la materia, observancia de la ley y respeto por el público. Después, en abierta connivencia de cartas abiertas y alcahueterías recíprocas, autoridades y monopolios fueron cediendo a la tentación de hacer como que hacían, con las consecuencias por todos padecidas más dos agravantes: mayor escasez de pan y menos imaginación para dar circo, al tiempo que vecinos hiperactivos han saturado de incruentas pelotitas las pantallas de televisión.

Transcurridos dos años de inexcusable desperdicio de una camada de toreros jóvenes que luego de sus triunfos en España tenían todo para convertirse aquí en figuras con verdadero imán de taquilla, generadores de partidarismos y repunte definitivo del espectáculo –Joselito Adame, Arturo Saldívar, Juan Pablo Sánchez, Diego Silveti, Sergio Flores y Brandon Campos, más una docena de buenos diestros mexicanos capaces de rivalizar con ellos, dispuestos a enfrentar al toro con edad y trapío y a apasionar en serio–, todo quedó en especulaciones, amiguismos e inmovilidad… mientras con cinismo se responsabilizaba a los antitaurinos del debilitamiento de la fiesta.

Así, el toreo parece condenado a tocar fondo, y no precisamente por los argumentos de demagogos partidos verdes y viscerales protectores de mascotas, sino por la falta de visión, unión y disposición de los sectores de la aletargada fiesta y de sus pacifistas críticos –lleva la fiesta en paz, aunque se la lleven entre las patas– en tanto unos empresarios, limitados de imaginación y sin idea de cómo atraer público, siguen jugando a promover su estrecho concepto de tauromaquia y de servicio.

Influidos o determinados por un figurismo de escaso porvenir, estos promotores se niegan a entender que la gente, condicionada su afición a tres o cuatro apellidos y a ver torear bonito embestidas predecibles, sigue a la inconfesada espera de emocionarse con la insustituible emoción de la bravura a cambio de lo que paga.