Opinión
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La ley injusta
D

ice la posición oficial, apoyada por los privilegiados de Mexicanos Primero y por la pléyade de autosuficientes opinadores que nunca tienen temor de equivocarse, porque siempre responden a consignas expresas o tácitas del sistema, que las evaluaciones a los maestros son conforme a la ley, que se modificó oportunamente el artículo tercero constitucional, que se aprobaron leyes secundarias y, finalmente, que la Suprema Corte ya definió algo al respecto, respaldando, por supuesto, la opinión de la SEP y del Instituto de Evaluación Educativa.

Ahora quieren, no sólo seguir persiguiendo y amenazando a los maestros, atentando contra la educación gratuita, pública, de calidad y para todos, como deber ser por tratarse de un derecho entre los demás derechos humanos, sino también pretenden convencernos de que la razón jurídica los asiste y la Constitución los respalda. Como en otros campos, atracan a la nación y esperan aquiescencia, aceptación silenciosa y sostienen que la ley los respalda.

Don Rafael Preciado Hernández, en su clase de filosofía del derecho, enseñaba, y los futuros juristas aprendíamos, que los fines específicos del derecho son el orden, la seguridad y, por encima de todo, la justicia; que la ley tiene forma y fondo, y que no puede apartarse de sus fines, porque si esto sucede se convierte sólo en un mandato del poderoso, en un capricho del gobernante.

Para ilustrar la idea, en mis clases de derecho contaba a mis alumnos la leyenda de Guillermo Tell; se trata de que el tiranuelo austriaco que gobernaba en nombre de la casa de Hasburgo el cantón de Uri, tierra del héroe, tuvo la ocurrencia de dictar una ley; él era la autoridad, tenía el poder de legislar e imponer castigos a los infractores, y ese tal Gessler, que ese era su nombre, así lo hizo.

Mandó poner en lo alto de un tilo, sagrado para los montañeses helvéticos, enhiesto en medio de la plaza de Aldorf, su propio sombrero tirolés adornado de plumas de faisán, y ordenó a todo aquel que cruzara por allí poner una rodilla en tierra, despojarse de su propio sombrero e inclinar la cabeza en señal de sumisión; al que no lo hiciera, 50 azotes. Tell se reveló, se negó a la humillación y su actitud digna y valiente inició, según la leyenda, la gran rebelión contra la tiranía, que culminó con la creación de la Confederación Helvética, que es todavía una democracia.

Los críticos de hoy, vociferantes, por momentos hasta la histeria, detractores de los maestros, que a diario escuchamos en la radio y los no menos dañinos de la televisión, si tuvieran que opinar sobre la actitud del arquero de la puntería prodigiosa que era Guillermo Tell, sin duda dirían lo mismo que dicen de los maestros: que cumpla con la ley, que salude al gorro con plumas, que se someta a la evaluación y se deje de protestar, que haga lo que todos, inclinar la cabeza, que obedezca al secretario Chuayffet, que cumpla y no alborote y se forme por la derecha.

Uno de esos vociferantes, hace unas tardes, al borde del infarto, se atrevió a llamar a los maestros rebeldes a la ley injusta, a milímetros del micrófono que lo protege y del que abusa: ¡Hampones!, ¡hampones!, ¡hampones! Por tratarse de la radio no veíamos su cara, pero la adivinábamos descompuesta y enrojecida, los ojos saltando de las órbitas. Los sumisos por naturaleza, los serviciales por interés de conservar privilegios y posiciones, los repetidores de consignas, no pueden soportar que existan personas con dignidad, que con sacrificios, y a veces penurias, defiendan lo que los demás estamos dejando perder ante nuestros ojos y quisieran esfumarlos, o que entraran al redil, que se rindieran. Pero los maestros no se rinden y, a pesar de amenazas y linchamientos mediáticos, se mantienen en pie de lucha.

La ley a la que aluden los defensores del sistema existe, pero no es una ley justa; carece de un elemento esencial, no busca el orden ni el bien común, ni la certeza jurídica; le falta contenido socialmente valioso. Su pretensión es someter a los maestros, que estudiaron pedagogía y tienen vocación de enseñar, a un juicio comprometido de antemano para reprobarlos; los jueces son burócratas no calificados y, aunque lo fueran, sin libertad para juzgar con imparcialidad, porque forman parte de un sistema triturador de personas, que tan sólo busca sujetar, someter, eliminar.

La ley en Uri, si la examinara un juez actual, la encontraría perfecta; cuenta con un supuesto jurídico, el que pase por la Plaza de Aldorf, con una consecuencia, debe humillarse y saludar; y una sanción, el que no lo haga, 50 azotes: supuesto jurídico, consecuencias y sanción para redondear la fórmula. Olvidaría ese juez, como lo olvidan respecto de la ley de evaluación, que falta un contenido socialmente valioso; que la ley punitiva, como bien la han calificado, puede imponerse por la fuerza, pero moralmente no es obligatoria. Tenemos derecho a rechazar la ley injusta.

México, DF, 10 de julio de 2015.