Opinión
Ver día anteriorMiércoles 15 de julio de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Estado y claustro
L

a lógica que sostiene al concepto de Estado, casi por necesidad, separa a sus oficiantes de los ciudadanos comunes. Partidos, cámaras, magistraturas, ejecutivos y agrupaciones organizadas a su derredor se ven urgidas a buscar canales de negociación que sean supletorios y efectivos. La exigencia de menores desgastes entre sus miembros se torna consigna y modo de operación. La formalidad misma del Estado lo convierte en un claustro que resguarda, por ineludible celo, a todos los diversos actores que lo integran. Es, por su definición misma, una representación de la nación. El encadenamiento de esa lógica representativa hace que, por ejemplo, los diputados le den cuerpo a la soberanía nacional, los senadores hagan lo mismo con el pacto federal, el presidente sea ungido como jefe de Estado y los partidos sean un trampolín, de uso cotidiano, para aquellos que buscan el poder público.

La relación entre la formalidad de los poderes constituidos y el ciudadano queda, en verdad y de manera por demás creciente, afectada. Puede incluso llegar a su enajenación o divorcio completo. El trato, los cuidados, el respeto mismo a las jerarquías o las consideraciones que se hacen entre los actores principales del Estado, respecto de los asuntos generales que les afectan, corren el riesgo, cada vez más preocupante por su normalidad, de vaciarse en sus contenidos reales. El divorcio entre estos polos –poderes y pueblo– se convierte entonces en un problema de la mayor importancia para el desarrollo armónico de la convivencia. En su lejanía o, visto de manera positiva, en la cercanía, se dirime, en los hechos, el grado de legitimidad de las distintas representaciones de cada uno de los citados componentes del Estado.

Las facilidades –eficiencia las llaman– que conllevan los tratos entre los actores principales del Estado adolecen de riesgos evidentes. Es mucho más fácil para un gobernante lidiar con un puñado de sujetos distinguidos (grupos de presión) que someterse al tardado, difícil, a veces tedioso o ríspido contacto con las múltiples asociaciones de colonos, los difusos organismos civiles, con los practicantes de diversos credos religiosos o con simples ciudadanos preocupados por sus apretadas necesidades y posturas. El asiduo trato entre las élites evita, sin duda, que se tenga la sensación de gastar tiempo y energías lidiando con incontables facciones de ciudadanos, organizados o no. Pero es por esa sensación eficientista que se van separando las dos esferas de la ecuación básica de un Estado: la institucionalidad y el pueblo. El cauce y trato que se abre entre estas dos instancias varía en su mensura e intensidad, pero también, y sin duda, se erige en una de las cuestiones trascendentes de estos tiempos. En tales intensidades y diversas distancias radica, hoy por hoy, la capacidad de gobernanza y legitimidad de que se goce, tanto de mandantes como de las instituciones mismas.

Bien se puede argüir que, dado el tamaño del Estado, en especial aquellos de gran tamaño, complejidad, desarrollo o pluralidad, no sea posible llevar a cabo continuos contactos entre poderes y ciudadanos. Se argumenta, de manera creciente, que las técnicas modernas de pulsar a la llamada opinión pública tienden puentes que subsanan tales distancias, malos entendidos o divergencias. Pero el que se usen con mayor frecuencia y sean cada vez mejores sus aproximaciones a eso que también se cataloga como promedios generales no elimina la imperiosa necesidad del contacto directo entre el gobernante y el gobernado, entre el legislador y su votante, entre el orientador y sus auditorios.

La política moderna entonces no puede entenderse, tal como hoy en día se entiende, como un rejuego cupular entre las élites. Tal rejuego es una manera de simplificar la representación que la formalidad del Estado acarrea con frecuencia. Pero el uso no elimina el imperativo de exponer a dichas élites a un roce continuo e íntimo con los ciudadanos en sus diversas individualidades o grupos. El político moderno no es, como ahora y con ignorancia o mala fe se le pretende definir: un facilitador de complejas decisiones. O, más vulgarmente, como el conciliador de intereses en pugna o como aquel o aquellos duchos en evitar el conflicto, los comunes pleitos y constantes desavenencias. Esos políticos así apreciados son abridores de puertas, acomodadores de oficio, litigantes de pasillo, limadores de asperezas y no mucho más que eso. Los políticos modernos, en cambio, son aquellos capaces de hacer del trasteo directo con los ciudadanos un modus operandi continuo. Ir, buscar, exponerse y atender lo que por ahí se dice, lo que de variados modos se vive y piensa no tiene atajos o substitutos fáciles. Ese es el político moderno: el que nunca deja de exponerse ante la presencia ciudadana. El que, a la misma vez, puede usar los medios de comunicación modernos, sin canjearlos o sustituirlos por los mensajes de viva voz, de ojo a ojo, de ademán a saludo.

La oposición, si quiere ser captada por los ciudadanos como tal en su acomodo dentro de un Estado, debe conservar su independencia y su manera de concebir y buscar el sentir popular. La colaboración con los poderes constituidos conduce, casi ineludiblemente, a confusiones que borran diferencias. Pero, en aras de no aislarse ni caer en posturas irreductibles, se tiene que perseverar en el trato directo con las bases ciudadanas. En México sólo hay un político con estas características (AMLO) que, sin embargo, requiere, en su continuo trajinar por la República, de una técnica adicional: disponer de tiempo para escuchar y procesar lo oído. La fase siguiente sólo consiste en darle una formulación, a la manera de conceptos integradores, que se deben actualizar de manera constante.