18 de julio de 2015     Número 94

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Jóvenes hijos de jornaleros: entre
la discriminación y la mirada crítica

Susana Vargas Evaristo Instituto Jagüey

I know that discrimination motivates me to show that I can overcome
(Chávez, 2013:46)


FOTO: Julieta Martínez

Siendo niños y niñas, una generación de hijos de trabajadores agrícolas viajó con su familia desde el estado de Oaxaca hasta el norte para emplearse en los campos del Valle de Quintín, Baja California, o al Valle Central de California. Cada traslado, significaba un cambio de vida, de escuela, de hábitos, de condiciones de salud y de vivienda, alimentación, lenguaje y organización familiar. La participación económica de los niños y niñas era de suma importancia para la familia, ya fuera en forma de juego o de acompañamiento, o como un trabajo formal en los campos agrícolas del cual obtenían un cheque. Un segmento de esos migrantes oaxaqueños lo conformó una generación que creció como parte del gran contingente migratorio de los trabajadores agrícolas insertos en la agroindustria instalada de uno y de otro lado de la frontera norte.

La memoria de esos hijos de trabajadores quedó impregnada por las experiencias de discriminación vividas en el contexto de precariedad en que crecieron. Detectamos al menos tres líneas de discriminación presentes en sus discursos, las cuales mostramos a través de los siguientes fragmentos con sus propias palabras:

Discriminación laboral:

“Ahorita con lo que vas aprendiendo ves muchas cosas que no estaban bien, ¿no? Antes tú estabas trabajando, desyerbando y te pasaba la araña, las arañas eran unas máquinas que fumigan, te fumigaban y tú agachadito, trabajando te fumigaban tu lonche (almuerzo) todo amarillo cuando tiraban azufre o pasaban los fumigadores con sus bombas, tirando azufre a los tomates y tu salías todo amarillo del azufre ¿no? Y a medio día con tus manitas llenas de tomate y el azufre, y para ti era algo normal, no mirabas que estuviera mal porque no había tanta conciencia”. Entrevista realizada a Mónica (seudónimo), en el Valle de San Quintín, 17/08/10.

Discriminación étnica:

“De niña yo no hablaba mixteco a pesar de que mi mamá sí lo habla. Mi papá le decía a mi mamá que no nos enseñara porque si no, no íbamos a hablar muy bien y vamos a batallar y nos iban a discriminar más de lo que nos discriminan ahorita (en Madera), entonces nada más español para que no batalláramos. No aprendí el mixteco, hasta ahora ya de grande con mis hijos quiero aprenderlo porque quiero que ellos lo aprendan, me da mucha pena saber que me miro como de Oaxaca, pues porque soy de Oaxaca, y que no sepa hablar el idioma, siento que es como decir que los españoles triunfaron, perdimos nuestra lengua, entonces estoy tratando de aprenderla otra vez”. Entrevista realizada a Carmen (seudónimo) en Madera, California, 01/09/2010.

Discriminación escolar:

“La escuela primaria bilingüe de indígenas, no era precisamente de indígenas porque había mestizos y de todo, pero nada más hablaban español y mixteco, entonces para los niños que eran del mixteco sí era ventaja, pero en el caso mío no, ahora ya en ese cambio yo ya tenía que aprender obligatoriamente mixteco, triqui que de ley, y español, entonces yo me quedaba ¡chin! Aprendí muchas palabras en mixteco, y los números del cien hasta el mil eran consecutivos, sólo agregabas una palabra, era como tipo inglés, cuando tu decías one, two, three, hasta el diez, entonces del diez ya viene el once y del veinte, treinta, cuarenta, agregas, agregas nada más, así era el mixteco, y cosa que en triqui no es así”. Entrevista realizada a Alicia (seudónimo) en el Valle de San Quintín, 30/08/10.

Estos fragmentos de historias de vida, muestran el escenario social, cultural, laboral y económico al que se enfrentaron esos jóvenes al llegar a las regiones de trabajo. Las relaciones sociales, impregnadas de discriminación, marcaron sus biografías, dejando también una mirada crítica sobre las condiciones a las que se vieron sometidos ellos, su familia, sus padres, tíos y abuelos.

Entre los jóvenes entrevistados, encontramos una mirada discordante, disonante, sobre su futuro como nueva generación anclada al mercado de trabajo agrícola. Desde su punto de vista, sus abuelos y padres, abuelas y madres allanaron el camino trabajando arduamente en los campos agrícolas. Es una labor que los jóvenes reconocen; sin embargo, de manera crítica, también suscriben la importancia de desincorporarse de este campo laboral, pues coinciden en que aún falta mucho para que represente una fuente digna de trabajo para ellos y los que vienen.

*Los relatos que aquí se muestran fueron tomados en una estancia de campo realizada por la autora en un periodo de 2010-2011, en las regiones del Valle de San Quintín, Baja California, y Madera, California. Se solicitó a un grupo de jóvenes la historia de su vida desde el momento en que salieron de su pueblo hasta la vida actual. De esta manera, los fragmentos de entrevista aluden a una parte de la vida infantil de su biografía.


Guerrero

Indígenas migrantes,
una realidad en México

Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan


FOTO: Édgar Lima

En el estado de Guerrero, al sur de México, se ubica el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (CDHM) Tlachinollan, una organización de derechos humanos que trabaja desde 1994 en la región Costa-Montaña. La oficina central está en la ciudad de Tlapa de Comonfort (región Montaña), y hay una oficina regional en el municipio de Ayutla de los Libres.

La Montaña está conformada por más de 600 comunidades y 19 municipios de los cuales 11 están catalogados como de alta marginación; son las demarcaciones municipales más pobres de México. El Centro Tlachinollan realiza el grueso de su trabajo en esta región, que concentra la mayor parte de la población indígena del estado de Guerrero. Aquí se ubican los territorios de los pueblos indígenas na savi (mixtecos), me’ phaa (tlapanecos) y nauas.

De esta manera, Tlachinollan ha documentado que la situación de los derechos humanos de las y los migrantes indígenas jornaleros agrícolas de la región Montaña es una de las más graves y menos atendidas, tanto por las autoridades gubernamentales como por los organismos internacionales. Muchas familias indígenas migran temporal y permanentemente a 17 campos de cultivos agrícolas que se encuentran especialmente en los estados de Sinaloa, Sonora, Baja California, Baja California Sur, Chihuahua, Nayarit, Colima, Zacatecas, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, San Luis Potosí, Hidalgo, Morelos, Estado de México y Querétaro, así como en Ciudad Altamirano (en la parte de la región de Tierra Caliente, entre el estado de Guerrero y Michoacán). Una migración que se ha convertido en una estrategia de sobrevivencia.

Lo anterior se observa en los mecanismos de contratación, en el traslado y/o trayecto del lugar de origen hasta los campos agrícolas, así como en las condiciones de trabajo y de vida en los predios.

La situación de la población jornalera en nuestro país generalmente no forma parte de la agenda pública en materia de migración y de derechos humanos. Más bien se ha visto limitada a un discurso de responsabilidad social empresarial, de erradicación del trabajo infantil agrícola y de la entrega de distintivos agrícolas y/o certificación de la mano de obra migrante; lo que permite la reproducción de la sistemática violación de los derechos humanos de esta población que combina sus ciclos migratorios con los ciclos de cultivo.

Tlachinollan conjuntamente con el Consejo de Jornaleros Agrícolas de la Montaña (CJAM), hemos documentado desde 2007 la migración de más de 66 mil jornaleros y jornaleras.

A partir del registro de la migración de miles de familias jornaleras de la Montaña a los campos agrícolas de México, el Centro ha documentado la persistencia directa o indirecta del trabajo infantil a pesar de las prohibiciones que establece la ley. En algunos zonas, la actividad laboral de niñas, niños y adolescentes menores de 15 años de edad no está sujeta a un salario, es decir que dentro de la jornada de trabajo que realizan los adultos, ellos tienen que recolectar el producto e integrarlo al de sus padres, al de algún familiar o un conocido. Su actividad es un complemento del salario que perciben los adultos.

En ese sentido, la presencia de niñas, niños y adolescentes en los campos agrícolas también está relacionada con las estrategias productivas y de administración laboral de los agricultores que han hecho un uso extensivo de esta mano de obra. Si bien en años recientes la problemática del trabajo infantil ha cobrado visibilidad, las políticas públicas impulsadas en este renglón parecen concebir que el problema se resuelve prohibiendo el ingreso de niñas, niños y adolescentes a los campos. Pero mientras el salario de los padres siga sin ser remunerador, no se amplíe la red de estancias infantiles y escuelas, no mejoren las condiciones laborales y de vida y no se garanticen los derechos laborales, esta prohibición es insuficiente y sólo traslada el trabajo infantil a los campos que están en la informalidad, esta situación pone en riesgo la salud, la integridad e incluso la vida de estos pequeños.

De enero de 2007 a junio de 2015, el Centro Tlachinollan ha documentado la muerte de al menos 44 infantes y dos adolescentes originarios de la Montaña de Guerrero. Son fallecimientos ocurridos en los campos agrícolas de Sinaloa, Sonora, Zacatecas, Guanajuato, San Luis Potosí, Chihuahua, Michoacán, Jalisco, Zacatecas, Morelos y Estado de México. Las causas han sido diversas: accidentes por riesgo de trabajo, al ser atropellados por camiones recolectores o camionetas que circulan dentro de los predios; falta de atención o negligencia médica; accidentes durante los traslados del campo a sus viviendas; picaduras de animales ponzoñosos; desnutrición crónica, y partos prematuros que no recibieron atención médica oportuna.

Respecto de la educación que se debe de impartir a la niñez indígena jornalera, sólo se observan las acciones concretas en el corto plazo que intentan mitigar los bajos niveles educativos presentes en las zonas más marginadas de México, en particular las indígenas y a nivel primaria. La educación secundaria, media superior y superior no han sido objeto de preocupación por parte de la política educativa de nuestro país, ya que las acciones del Estado se han centrado fundamentalmente en la atención de estos niños, niñas y adolescentes en la educación preescolar y primaria.

La población jornalera está expuesta a riesgos físicos. Es recurrente que enfermen por alguna intoxicación por el contacto con los plaguicidas, agroquímicos, pesticidas o fertilizantes. A todo esto se suman mordeduras o piquetes de fauna nociva, así como salpullido, fracturas, caídas, quemaduras de piel, insolaciones y otros males por la exposición cotidiana al sol, entre otras.

Esta población no accede a esquemas de seguridad social y por tanto hay una nula cobertura para los casos de accidentes y decesos por riesgos de trabajo. En algunos estados se han reportado decesos que no son atendidos a cabalidad. En estos casos, con frecuencia los agricultores no asumen la responsabilidad de cubrir los gastos y las indemnizaciones respectivas, además de la falta de cobertura institucional.

Cabe mencionar que en algunos campos agrícolas las viviendas donde habitan no cuentan con instalaciones dignas ni con servicios básicos y adecuados. En algunos estados, las familias jornaleras rentan bodegas abandonadas o casas en obra negra o en ruinas, donde llegan a vivir en promedio de 20 a cien personas. Ante este escenario, las autoridades no supervisan y no garantizan que los empresarios u agricultores asuman su responsabilidad y no dan la atención debida.

Estos patrones de violación a derechos humanos son constantes ante una política pública en donde el Estado mexicano se ha limitado a crear programas para atender la situación de la población jornalera, como es el Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas (PAJA), de la Secretaría de Desarrollo Social; el de Movilidad Laboral, del Servicio Nacional de Empleo, o los educativos como los del Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), entre otros. Sin embargo, estos programas carecen den un enfoque integral, lo que impide que las causas estructurales del éxodo de las familias indígenas sean atendidas de raíz. Iniciativas y propuestas existen, sólo es necesario asumirlas, y hacerlo con un enfoque de respeto a los derechos laborales de este sector de la población.

Guerrero

La vida de los jornaleros
de Atzacoaloya

Martín Tonalmeyotl

Pertenezco a una familia de campesinos. Mi padre es campesino, yo soy campesino y casi toda la gente de Atzacoaloya y sus alrededores lo es también. No todos somos jornaleros agrícolas. Pero mis primos por parte de mi papá, la familia de los Márquez, los vecinos de apellido Patricio y los Chalma, entre otros tantos apellidos, sí son jornaleros. Cada temporada de trabajo se reúnen en familias completas para ir a trabajar a los campos de Sinaloa, de Sonora o de Baja California.

Mi primo Zacarías fue varias veces a la casa a invitar a mis papás para que nos alistáramos y fuéramos a ganar un poco de dinero. Nos decía que, como éramos siete hermanos, ganaríamos lo suficiente para hacer una casa de material en menos de un año. Que allá no era necesario estudiar. A mí también me decía que convenciera a mi padre. Que yo saldría ganando, no cargaría cosas pesadas porque tengo la secundaria terminada, que sólo sería el anotador y hasta ganaría más que los que se queman la cara al sol. El ejemplo clave era él, comenzó a llevar a sus hijos a los campos de Sinaloa desde los cuatro años, lamentaba de vez en cuando el tener niños tan pequeños porque decía que allá de seis a ocho años se les comenzaba a pagar un incentivo ya sea alimenticio o en especie. Que eso era bueno porque los niños aprendían a laborar desde pequeños, y conforme iban creciendo, la paga iba aumentando. Algunas veces llegué a pensar en convencer a mis padres porque en verdad hacía falta ese dinero en la casa. Además, en ese entonces ya estaba en el primer año de la prepa y el dinero para ir a la escuela apenas alcanzaba para mis pasajes. Mi madre, la más ambiciosa de la familia, estaba dispuesta a ir a trabajar para ganarnos un poco de dinero, pero como en la casa la última palabra la tiene mi padre, se negó a ir porque ha tenido experiencias no gratas en ese tipo de trabajos y su conclusión fue: “mientras tengas a un patrón enfrente, las cosas nunca son como te las pintan”. Total, mi primo no pudo convencer a mi padre y nos quedamos trabajando en nuestras pequeñas parcelas.

Al regreso de unas temporadas mis primos volvieron a visitarnos a la casa con la misma intención de llevarnos a Sinaloa, y fue aquí donde mi prima, enfrente de su esposo, dijo que no creyéramos todo lo que nos contaba Zacarías, porque la realidad allá es cruda y diferente a como se suele contar. La gente se levanta a las 4:00 de la mañana para preparar el almuerzo porque a las 5:30 o 6:00 de la mañana pasa la camioneta que lleva a los trabajadores a los campos donde laboran. Y seguía ella: “había días donde se almorzaba a gusto, pero en otras ocasiones sólo se comía lo básico para aguantar la jornada”. Además, esta familia, junto con todos sus hijos, no comía carne de manera constante porque allá llega muy poco y lo que llega es una carne embolsada y muy cara. Para ahorrar un poco, generalmente comían salsa de jitomate en todas sus variedades: jitomate con huevo, salsa de jitomate, queso con salsa de jitomate… y otras derivaciones del chile y los jitomates, productos de mala calidad que no pasaban la prueba para su exportación.

Mi primo Zacarías, soñador y optimista, decía que “sí sale”, pero uno tiene que limitarse a comer cualquier cosa. De vez en cuando les llegaban a vender ciertos productos pero con un precio muy elevado. Recalcaba que aprovechar todas las horas extras de trabajo es lo que más deja dinero. Comentó que a sus niños los comenzaron a apoyar para que estudiaran, pero allá los hijos de campesinos como él no iban a la escuela porque los chamacos preferían ir al campo donde se les paga un poco y no a la escuela donde se gasta más de lo debido.

La vida de mi primo con idas a los campos de Sinaloa comenzó hace más de diez años. Durante este tiempo ha hecho su casita de material. Su hijo mayor se casó con una jornalera hace aproximadamente dos años y siguen yendo a trabajar cada temporada. Su hija segunda se juntó con un jornalero de Oaxaca y sigue la misma rutina que el padre. Ninguno de sus hijos mayores tiene estudios, si acaso están por terminar la primaria los dos hijos más pequeños. Si se les preguntase cuál será su destino, estos pequeños dirían que sueñan con dejar de ser chiveros para apuntarse e irse a trabajar a esos campos agrícolas donde los padres laboran. Por ende, el futuro de estos niños está encaminado ya hacia esos campos donde la gente se enferma y hay poca o nula atención médica, donde hay patrones de caras regañonas, donde se vive en galera y de montones, donde se come cuando no se tiene hambre y donde las señoras cocinan a sus esposos, sus hijos y demás personas que no llevan a sus parejas, para ganarse un poco de dinero. Donde pocos niños tienen ganas de estudiar y donde el tiempo de descanso sólo se da cuando hay revisión de ciertas autoridades que de vez en cuando llegan a pararse por ahí.

Los jornaleros llegan al pueblo un poco diferentes. A veces se integran a los trabajos comunales y otras veces no se integran. Traen otras dinámicas de trabajo, sus hijos dejan de hablar el náhuatl y hasta les resultan raras las costumbres existentes en el pueblo. En ocasiones, los niños no saben si pertenecen a esas tierras donde crecieron trabajando o son de las comunidades donde los padres regresan a descansar después de las temporadas de trabajo.

La vida agrícola de mis primos parece justa porque es un trabajo honesto, aunque ellos no saben que algunos de sus derechos fundamentales les son violentados, y no sólo los de ellos, sino también los de sus hijos, que tienen derecho a recibir una sana alimentación y una educación de calidad sin tener que trabajar.

El caso de mi primo es particular; sin embargo, así como él hay cientos de casos de jornaleros agrícolas de los estados de Guerrero, Oaxaca, Chiapas y Puebla. Eso habla de que la gente de nuestras comunidades, los niños de nuestras comunidades y las mujeres de estos lugares, no cuentan con los recursos mínimos necesarios para tener una vida digna y por eso migran a lugares como Sinaloa, Baja California y Sonora, estados con mayor producción agrícola tanto para los mercados mexicanos como para los de Estados Unidos. También son los estados donde los acaparadores de personas y los pequeños y grandes empresarios agrícolas explotan y condicionan a la gente a vivir de una forma miserable, mientras que ellos viven decorosamente en las ciudades y ni siquiera van a pararse a esas tierras enormes donde la gente es mal pagada y esclavizada por el trabajo. Desgraciadamente, la gente de los pueblos originarios, que es donde yo pertenezco, sigue sin enterarse qué es eso de la esclavitud y sigue reproduciendo y generando más hijos para ser trabajadores agrícolas.

 
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