Opinión
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Otra vuelta de torniquete
L

o que sucede en Grecia es ejemplar. Un partido –Sy­­riza– gana la mayoría agitando su programa de Salónica que se oponía al ajuste, a la llamada austeridad (léase superexplotación) y a la corrupción de los otros partidos y del Estado. Lejos de aplicar una serie de medidas radicales, deja en sus puestos en el Banco Central y en la banca en general a los culpables del desastre, reconoce y paga la deuda y sus intereses hasta el último euro disponible y sólo deja de pagarlos porque no tiene ya con qué y adopta algunas medidas sociales muy limitadas (reabre la televisión pública, retoma funcionarios estatales, no cobra la luz a los más pobres, por ejemplo) sin ir a la raíz de los problemas. Después, ante el chantaje del FMI, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea, convoca un referendo sobre la aceptación de la llamada austeridad que gana con una enorme mayoría (61 contra 38). Sin embargo, a pesar de la actuación muy limitada de Syriza y de la aceptación del marco del gran capital europeo por el primer ministro Alexis Tsipras y la mayoría de su partido, los representantes de ese gran capital desconocen dos elecciones de un país soberano, la democracia formal y la independencia de un Estado y hacen de todo para humillar y destituir a un gobierno legal en Europa misma, como si fuese una ex colonia africana.

El gran capital entiende la superación de la crisis que causaron los grandes bancos internacionales como una reducción brutal de los salarios reales de los trabajadores, la liquidación de las viejas salvaguardias y conquistas de civilización que equivalían a ingresos indirectos (medicinas para las enfermedades graves o crónicas en los hospitales, reducción de la jornada laboral, prohibición del trabajo dominical, del trabajo femenino en las labores insalubres, derechos de los inmigrantes atraídos a Europa en los 60 para suplir la carencia de mano de obra). Para eso elaboró una serie de leyes que fueron restringiendo incluso la posibilidad de los estados de mantener una política monetaria, fiscal, diplomática, militar o laboral propia y últimamente, para salvar a los grandes bancos que provocaron la crisis con sus aventuras como prestamistas, llegan al extremo de obligar a Grecia a vender todos los bienes públicos, a colocarlos bajo el control extranjero, a anular las leyes sociales mínimas aprobadas por Syriza y someter a aprobación de la troika cualquier nueva legislación.

Al mismo tiempo, en Bolivia, en Ecuador, en Venezuela, en Brasil hay claros intentos ilegales desestabilizadores de gobiernos que cuentan con mayorías y han sido elegidos constitucionalmente, pues, ante la crisis, al capital financiero internacional no le basta con las concesiones de los gobiernos asistencialistas y distribucionistas llamados progresistas y, al no poder lograr victorias electorales, quiere imponer por la fuerza un cambio de políticas y de gobiernos para rebajar los ingresos de trabajadores y jubilados y seguir privatizando los recursos públicos. En México, las autoridades espurias reprimen sangrienta e incesantemente, venden por nada los recursos públicos, quieren aplastar a las autodefensas michoacanas o guerrerenses y a los maestros oaxaqueños de la CNTE mientras permiten la fuga de los capos del narcotráfico.

Tras estas experiencias, ¿puede alguien en su sano juicio creer que el gran capital efectuará elecciones limpias, aceptará que gobierne quien no sea su siervo incondicional? ¿Son realistas AMLO y Morena cuando, ante la defensa de la sección 22 de la CNTE, en vez de organizar una gran movilización nacional solidaria en defensa de los derechos sociales y de la educación, se limitan a darles solidaridad verbal y a proponerles un pacto electoral para elecciones futuras que están apenas en veremos?

Los derechos y las conquistas sociales son el subproducto de las luchas políticas heroicas en el pasado que atemorizaron al capital y obligaron al Estado a ceder reformas. Hoy el capital financiero internacional y sus agentes nacionales intentan anular esos derechos, junto con la soberanía y la democracia formal; por eso hay que defenderlos a toda costa.

Pero, cuando anula las soberanías –e incluso las elecciones formales como forma de resolver las disputas entre los diversos grupos capitalistas– ¿quién es utópico? ¿el que apunta a la organización popular, en un proceso largo, duro tortuoso de acumulación de fuerzas y de conciencia, de construcción de la unidad de los oprimidos en la lucha por defender los bienes comunes, los derechos humanos y democráticos, de las conquistas civilizatorias en peligro para cambiar este régimen inhumano?, ¿el que cree que el capitalismo es inaceptable, insoportable, como dice el mismo Papa?, ¿o quien, como Tsipras, Podemos y tantos otros no creen que sea posible hacer política fuera del marco fijado por el gran capital financiero y custodiado por el Estado opresor y esperan que les permitan llegar al gobierno para iniciar desde él un cambio gradual?

Realismo es luchar por lo que es necesario, pero hoy es transitoriamente imposible dada una relación de fuerzas y un escaso nivel de conciencia popular que hay que modificar. Utópico es desconocer la realidad, esperar que el capitalismo cambie su naturaleza, que desaparezca la dictadura de unos po­cos, que los detentadores del poder re­presivo estatal, criminales y aliados del crimen organizado, entreguen ese poder avergonzados por el repudio popular.

Si se quieren derechos democráticos, hay que estar dispuestos a un duro combate para conseguirlos. Si se quiere eliminar la pobreza y la opresión, hay que eliminar el sistema que las origina. Si se quiere defender la soberanía, hay que imponer el poder popular. La defensa de la sección 22 de la CNTE y de las autodefensas es urgente para posibilitar la autoorganización democrática, la autogestión, la autonomía de los movimientos sociales en esta nueva fase en que el capitalismo va por todo, como en Grecia.