Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Director: Iván Restrepo
Editora: Laura Angulo
Número Especial agosto septiembre 2015 No 200

Introducción

Nemer E. Narchi
Nueva Generación de Investigadores del Desierto Sonorense
Centro de Estudios en Geografía Humana, El Colegio de Michoacán
Correo-e: [email protected]

Alberto Búrquez Montijo
Nueva Generación de Investigadores del Desierto Sonorense

Benjamin T. Wilder
Nueva Generación de Investigadores del Desierto Sonorense


Mina Iwami Ginzan

En algún momento en la historia de nuestra especie, alguien, un Prometeo paleolítico, logró, consciente o inconscientemente, estrellar la orilla de un pedernal en contra de pirita ferrosa. A partir de entonces y hasta la fecha, la humanidad ha podido satisfacer un sinnúmero de necesidades mediante la explotación minera.

Actualmente, dependemos de los componentes minados para hacer funcionar telecomunicaciones, vehículos, ordenadores, aparatos biomédicos, instrumental quirúrgico. Cualquiera que haya sentido una muela o un diente en mal estado tendría por fuerza que agradecer a quienes explotan las minas de acero y tungsteno, minerales que sirven para hacer las brocas de los taladros con los que algún dentista nos dará alivio. No es menos dramático ir explorando algún servicio de videos en internet para descubrir cómo cambia la cara de los infantes tras oír a su madre por primera vez tras recibir un implante de cóclea.

La minería y la metalurgia son parte tan fundamental de nuestro desarrollo como especie que nuestro andar por el planeta se divide en eras: de piedra, de cobre, de bronce, de hierro, de acero y de sílice.

Lo anterior pone de relieve que la minería no es mala por sí misma. Como claro ejemplo está la mina Iwami Ginzan. Este patrimonio cultural de la humanidad, ubicado en Honshu, la isla principal de Japón, se mantuvo en operación desde 1526 y hasta 1923. Además de sus casi seiscientos pozos y tiros mineros, infraestructura residencial y religiosa y tres antiguos castillos, Iwami Ginzan está en la lista sitio patrimonio mundial de UNESCO por el nivel de preservación de los bosques que rodean este complejo minero. Es bien sabido que la minería de plata previa a 1900 requería grandes cantidades de madera para la construcción de sus túneles y alimentación de sus hornos. Sin embargo, el manejo de los productos forestales periféricos a Iwami Ginzan resultó en una mina que podía coexistir con la naturaleza.

Lamentablemente, en los tiempos actuales la conservación que se hace alrededor de los complejos mineros dista mucho de los decretos de protección del bosque característicos de Iwami Ginzan. El avance tecnológico actual, que permite la extracción desde cantidades minúsculas de mineral hasta montañas enteras, se ha mezclado con un capitalismo cuya lógica de expansión se basa en borrar las regulaciones legislativas en materia tributaria y ambiental. Esto ha hecho de la minería una empresa poco amigable con las personas y el medio ambiente donde se establece.

En estos tiempos neoliberales, el conflicto con las sociedades y las personas no se limita al mal manejo de los residuos mineros, ni al tamaño de los terrenos minados. Con el avance de la liberalización del sector citado se incrementaron las concesiones para la explotación del mineral. En la pasada década las empresas mineras –nacionales y trasnacionales– obtuvieron concesiones para la explotación de una quinta parte del territorio mexicano: 56 millones de hectáreas.

Ante una expansión minera tan enorme y acelerada, la debilidad de los marco legales normativos, y el fuerte arraigo de las prácticas y pactos informales dentro de nuestro sistema legal, político y económico, sería lo más lógico esperar que desastres como el ocurrido en el río Sonora el 6 de agosto de 2014 se vuelvan el escenario cotidiano de las operaciones de esa industria en el país.

Es por ello, o más bien en contra de ello, que en este número de La Jornada Ecológica hablamos de la minería, resaltando la manera particular en la que se conduce dentro de un nuevo esquema de crecimiento a ultranza consolidado en México.

El texto de Octavio Aburto, Jaime Rojo y Exequiel Ezcurra describe los procedimientos y prácticas que actualmente se siguen para conseguir una onza (28.34 gr) de oro. A la vez, el texto señala de manera puntual y clara las consecuencias ambientales que estos procedimientos y prácticas traen a colación.

Sergio E. Uribe nos presenta un artículo fundamental para entender la manera en la que las mineras, a pesar de la mala reputación que les precede, logran establecerse en nuevas zonas a lo largo y ancho del país. Tomando como ejemplo lo que sucede en Zacatecas, Uribe resalta que el pasado minero y de bonanza de los pueblos de esa entidad genera un arraigo minero, un remanente nostálgico que es utilizado por las mineras como vehículo para hacer llegar su proyecto a la comunidad.


Contaminación en el río Sonora

El pujante colectivo Jóvenes ante la Emergencia Nacional rescata algunas de las ideas que plasmó Uribe para describir lo oscuro y profundo de las alianzas políticas y económicas que por tres décadas han extendido sus tentáculos en la negociación de las concesiones mineras. El texto da cuenta de que estas alianzas no solo capitalizan a grupos ya desde antes privilegiados, sino que también despoja a aquellos de condición más vulnerable.

Jeanneht Armendáriz Villegas y Alfredo Ortega Rubio hacen ver que el despojo antes descrito va más allá de arrebatar tierras y propiedades a las comunidades rurales. Al señalar el traslape existente entre las concesiones mineras y las áreas naturales protegidas del país, el texto de Jeanneht y Alfredo nos previene del despojo de recursos biológicos y servicios ambientales del que ahora son víctimas las generaciones futuras, que poco o nada pueden influir en decisiones tomadas en un tiempo en donde estas generaciones todavía no existen.

Finalmente, presentamos dos textos de un mismo problema: el proyecto minero Don Diego, en Bahía Magdalena, Baja California Sur. Entre otras cosas, pretende dragar el fondo marino de Bahía Magdalena –una de las zonas pesqueras más ricas del país– durante 50 años, con el fin de obtener 350 millones de toneladas de arenas fosfáticas cribadas. En el caso de aprobarse el proyecto, sería el primero en su clase en México, razón por la cual los dos textos, aunque paralelos, resaltan consecuencias distintas del problema.

Por un lado, y utilizando nociones oceanográficas, la Sociedad de Historia Natural Niparajá nos hace ver que los efectos físicos del dragado que pretende el proyecto durarán varias décadas y tendrán consecuencias irreparables para la vida de la zona, sobre todo para los animales que viven en el fondo y que irremediablemente serán removidos, desnudándose así una parte de la vida que sustenta la producción pesquera del lugar.

Por su parte, Mónica Franco nos brinda un valioso documento al rescatar las voces de la sociedad civil al mismo tiempo que describe las consecuencias que el proyecto representará ecológica y socialmente para una zona que no solo está llena de vida, sino que ha servido, exitosamente, como santuario para algunas de las especies más carismáticas y fascinantes del planeta.

Deseamos advertir que este número de La Jornada Ecológica no pretende convencer al público de adoptar posiciones radicales en contra de la minería. Pero sí hacer ver que, en el esquema reinante, no es ni será ecológicamente sustentable. Y esto es así porque se favorece al proyecto minero por encima de los intereses de conservación y la garantía de servicios ambientales de calidad a largo plazo. Se busca mostrar que en este esquema la minería no es socialmente responsable, pues genera empleos que requieren alta capacidad técnica y muy probablemente no serán ocupados por los pobladores de las áreas afectadas.

Se trata de evidenciar cómo la minería divide a las comunidades haciendo un uso discursivo del arraigo minero y la negociación en la clandestinidad. Y, finalmente, no resarce los daños a la sociedad ni a su territorio, entendido este último como el espacio vivido. Por último, se discute que la minería, como actualmente se lleva a cabo, no es benéfica para el bien común. En tanto no haya cambios a la política “desarrollar ahora, averiguar después”, solo podemos esperar la destrucción de varios y diversos hábitats como consecuencia de la puesta en marcha de nuevos proyectos mineros.

La minería a cielo abierto, industrial y masiva promueve la supresión de las prácticas culturales locales al restringir acceso a puntos geográficos y materiales biológicos específicos, promoviendo así una acelerada fragmentación de comunidades indígenas y rurales.

Mientras exista un soporte institucional desequilibrado en favor de la minería a gran escala, se ponen en riesgo las fibras más sensibles del tejido biocultural de las regiones en donde el proyecto minero penetra. Será solamente con una visión más clara de los impactos y peligros que ha legado una era de minería descontrolada como podremos comenzar a reequilibrar y priorizar el valor que, en pos de sociedades sanas y ecosistemas funcionales, puede generar una minería socialmente responsable en la práctica y no solo en discurso.

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