Opinión
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Antes del volcán
E

l azar siempre juega en la vida. Por razones del azar puedo mirar cada día una obra de Gerardo Murillo, el incombustible Dr. Atl. Es un dibujo al carbón que nos muestra el volcán Paricutin en erupción. Un toque de color nos muestra la lava recorriendo, como lengua de fuego, la ladera. Así puedo recordar cada día a Celedonio Gutiérrez, el viejo campesino de San Juan Parangaricutiro, en Michoacán, quien como un nuevo Tiresias me condujo con los pasos de su voz y su conversación por un territorio que en 1943 cambió de sino.

Con el nacimiento del volcán un valle fértil se convirtió en malpais. Cuando pude gozar con el conocimiento del Lienzo de Jucutacato recorrí los caminos que había caminado con don Celedonio en el siglo XX. Quinientos años antes ese mismo valle había sido elegido por una comunidad de hombres y mujeres pues su paisaje estaba lleno de coníferas. Escogieron un lugar. Un valle protegido por dos cerros hacia el lado donde sale el sol. Grande uno, pequeño el otro. Frente a ellos, por el poniente, se extendía un terreno plano que sería bueno para las siembras, aunque ahora, como todos los cerros de los alrededores, estaba muy tupido de árboles distintos. Había, luego lo sabrían, pinos, encinos y oyameles. Otro gran cerro, el más grande que vieron en mucho tiempo, ayudaría a detener la fuerza de la lluvia y de los vientos helados. Allí sí que podrían usar la tarecua (coa) el angaru (hacha) y la tecat’zequa (azada).

Venían desde el oriente en un largo caminar. Habían llegado junto con otros que prefirieron continuar la marcha. Ellos aceptaron esa decisión con suma tristeza. Las separaciones siempre fueron difíciles. Pronto olvidaron cuándo sucedió todo esto. Nunca lo volverían a saber.

Pasado el tiempo, a este lugar de casas dispersas por el cerrito, redondas y construidas de madera y adobe, le llamaron Pantzingo por los muchos huecos que se hacían en la tierra para cocer sobre todo maguey; aunque también cocían ollas y cacharros de arena que sacaban del cerro que estaba donde se levantaba el sol y al que por la cantidad de material alfarero le llamaron Cutzato.

La vida de estos hombres y mujeres no era fácil. Estando a una altura de 2 mil 400 metros, cada amanecer de los meses de noviembre a febrero los recibía con un frío muy fuerte y un piso blanco de escarcha. Conforme se introducía el día, sobrevenía una niebla fría y espesa que se deshacía solamente hasta que el sol estuviera ya alto. Años después fray Diego de Basalenque lo describió así: “el temple… era muy áspero y destemplado por los aires sutiles” que venían del rumbo sur y suroeste. Es probable entonces que en un tiempo cercano a su llegada se dedicaron a la roza y quema, variando a menudo la localización de los campos de cultivo y distribuyéndolos a los cuatro vientos para tratar de mantener el crecimiento de las plantas. Se talaban así secciones de bosque en épocas propicias para secar la vegetación y quemarla. Una vez hecho esto, se utilizaba la tarecua como instrumento plantador para que posteriormente se cuidara el cultivo, limpiando y escardando el terreno con la ayuda de la tecat’zequa. Es casi seguro que los habitantes de Pantzingo se dieran cuenta muy pronto de las ventajas de haber elegido ese entorno como su morada, pues las bondades del clima y de la orografía reducían sensiblemente las temporadas de descanso de sus parcelas pasando a una agricultura de barbecho. Esta reducción del tiempo entre siembra y mayor área de tierras planas crearon lo que se conocería después como llanos de Páreo, Juritzícuaro, Tacadero, Teruto.

El desarrollo de esta agricultura de barbecho y de aprovechamiento de recursos varios permitió la integración territorial de una población que al estar sólo 18 leguas al poniente del lago de Pátzcuaro quedaba dentro de los límites del Irechecua que no era otra cosa que el territorio de la cultura más desarrollada del occidente mesoamericano a partir del siglo XV, la purépecha. Ya para estas fechas la integración cultural estaba tejida para siempre.

En este universo campesino, las comunidades de Paricutín, Angahuan, Zirosto y Parangaricutiro crearon un entramado de relaciones, valores y significados con su espacio. Ese proceso de creación no se dio en un solo día. Es largo. Un largo transcurso vital en el que se trasciende al tiempo. Pero bien lo dijo alguna vez Juan Rulfo, la vida no es una secuencia. Pueden pasar los años sin que nada ocurra y de pronto se desencadena una multitud de hechos.

En el espacio que las comunidades purépechas fueron creando poco a poco durante cinco siglos, el azar, esa fuerza que modula el poder de la naturaleza, cambió el paisaje para siempre. La vida conocida se destejió el 20 de febrero de 1943 cuando nació el volcán Paricutín.

La vida de don Celedonio Gutiérrez y del Dr. Atl darían un vuelco. El primero tuvo que mudar de geografía para mantener sus lazos comunales redefiniendo sus lazos con un entorno nuevo. Al segundo le ofreció un tema fundamental para su obra plástica. El nacimiento del volcán cambió también mi vida. Con los habitantes de esa región aprendí que, como lo expresó Czeslaw Milosz, nadie vive solo: cada uno habla con los que ya han pasado, cuyas vidas se encarnan en él. Ese es alguno de los sentidos que encuentro cuando, cada día, gracias al azar, puedo mirar la obra del Dr. Atl.

Twitter @cesar_moheno