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La cruz de su parroquia
E

l pasado 25 de julio el PRI celebró el encuentro Unidad para continuar con la transformación de México. Con ese motivo tuvo lugar una reunión magna y de grandes vuelos en la que la dirigencia, legisladores, gobernadores, funcionarios, simpatizantes, curiosos –que nunca faltan– y otros más escucharon del presidente Enrique Peña Nieto un discurso en el que intentó reconciliar dos identidades contradictorias: se presentó como heredero del partido histórico de las grandes mayorías, y como enemigo jurado del populismo. El Presidente negó así la cruz de su parroquia, y es que un priísta es siempre heredero de la muy noble tradición populista que ha hecho de Lázaro Cárdenas el gran mito nacional al que se acoge el PRI cada vez que quiere acercarse a las grandes mayorías. Sin embargo, no se puede reclamar una herencia y al mismo tiempo repudiarla. La contradicción que está en el corazón del discurso presidencial revela que el partido no ha podido salir de la crisis de identidad que vive desde 1982, que no sabe qué pensar ni qué creer, y mucho menos hacia dónde va.

En el vocabulario político mexicano el populismo se volvió una mala palabra cuando se utilizó para bautizar una política económica de gasto público excesivo, endeudamiento desorbitado y decisiones presidenciales arbitrarias, nacidas de la politización de la economía. El gobierno de Luis Echeverría y el segundo trienio de José López Portillo ilustran esta penosa experiencia que dejó una huella perdurable en la conciencia de quienes vivimos esa época de dispendio, de euforia aperturista primero, y petrolera después, que nos hizo creer que íbamos hacia arriba y adelante, como prometió Echeverría, para, luego, administrar la abundancia. Sin embargo, en lugar de prosperidad lo que sobrevino fueron más de tres décadas de inestabilidad monetaria, políticas de ajuste, inflación, recortes presupuestales y aplicación de todas las medidas que dictaba el Fondo Monetario Internacional en los años 80, para sanear la economía. A este deterioro se le ha asociado con la tradición populista mexicana, aunque ésta es más política que económica, porque el presidente Cárdenas siempre respetó las reglas de la responsabilidad fiscal, y los sobregiros de los años 70 fueron obra de presidentes que tenían otro calado. Además, sólo Echeverría quiso identificarse con Cárdenas, aunque López Portillo trató –desganadamente, por cierto– de equiparar la expropiación bancaria con la petrolera, pero nada más podía hacerlo forzando la comparación. Basta recordar que tomó esa decisión al final de su sexenio.

Hasta donde sabemos, el populismo cardenista es uno de los episodios más ricos de la historia contemporánea; un momento intensamente vital, en el que obreros, campesinos y burócratas se sintieron miembros de pleno derecho de la comunidad nacional. Hubo quienes se sintieron excluidos, y lo fueron, pero eran los menos y, además, nunca perdieron la posibilidad de reintegrarse a esa comunidad, aunque en términos diferentes a los del pasado. Entre las muchas definiciones de populismo, unas más viejas y otras más nuevas, como lo recuerda Gibrán Ramírez en el blog de Nexos, hay diferencias importantes, pero lo que tienen en común es el lugar que ocupan el bienestar y los derechos de los muchos –llámense pueblo, mayorías o como se quiera– en el interés, las preocupaciones y los programas de los políticos. Es, como dice Ramírez, una forma de relación política, pero que el PRI ha olvidado. En cambio, se ha dejado convencer por quienes han hecho de un cierto tipo de política económica un trauma nacional, similar al que dejó la hiperinflación alemana de 1923 o el crack de 1929 en Estados Unidos; pero, la verdad, creo que exageran.

Visto el populismo como una política económica, que así lo ven los jóvenes funcionarios hoy en el poder, los instrumentos que se han utilizado para remediar los males de nuestra economía únicamente han servido para acentuar tendencias sociales de largo plazo, en primer lugar, la desigualdad. Hace más de 30 años que se nos aplican políticas antipopulistas, pero los datos del Inegi sobre pobreza y desigualdad y el informe de Oxfam elaborado por Gerardo Esquivel nos muestran que estamos peor que antes. Las reformas neoliberales han provocado un trauma a muchos. ¿Cuánto tiempo nos vamos a tardar en superarlo?

Cuando decretó la expropiación de la banca, López Portillo nunca imaginó que su decisión se convertiría en el principal argumento en favor del largo imperio del Consenso de Washington y de Margaret Thatcher en México. No pudo prever que sería utilizada para erradicar de las bases del Estado una de sus tradiciones más profundas, para destruir el canal de comunicación que necesita todo gobierno con los ciudadanos, ese canal que el PRI cegó. Después de más de 30 años de vivir bajo el terror paralizante del regreso del populismo, como si se tratara del hombre de las nieves, ya es hora de hacerlo a un lado y ver para adelante. A la mejor hay que mirar hacia la cruz de la parroquia.