Opinión
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A la mitad del foro

Ábrete, Sésamo

L

a fiesta de la euforia del Partido Revolucionario Institucional (PRI), los tartajeos delirantes del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el debate de Acción Nacional (PAN) frente al espejo, la cosecha temporalera del Verde Ecologista de México (PVEM) y el dilema del Partido del Trabajo (PT). La muerte natural y la eutanasia. O el retorno de las tribus y facciones a la entrada de la montaña que parió al ratoncito de la democracia, sinónimo de capitalismo financiero: Ábrete, Sésamo, decían los 40 ladrones de Las mil y una noches; y los del cambio generacional que selló el momento en que la Revolución degeneró en gobierno. Hoy disputan el botín las bandas que surgieron de la pluralidad que renunció a serlo.

En torno del ladrillo sobre el que se marean los simuladores que hacen como que hacen política y acumulan capitales que nos hunden en la desigualdad; en el marasmo donde los que hace décadas eran bajos salarios son ahora paupérrimos ingresos, inferiores a los de quienes vivieron el desplome del sistema y la pauperización de la economía. Ni hablar de la rectoría del Estado, motivo de la ira reaccionaria, enterrada entre los restos de las instituciones demolidas por los modernizadores que ofrecieron cambio de utopías por dogmas, como el de lámparas nuevas por viejas del cuento de Aladino: 45.5 por ciento de la población, 53.3 millones de mexicanos, vive en la pobreza. Con menos de mil 242 pesos en zonas urbanas y 868 pesos mensuales en zonas rurales.

En la miseria y al borde de la hambruna. Y aparte de esos 53.3 millones, hay 40 millones más en condiciones de vulnerabilidad, en riesgo de verse arrastrados a la pobreza por cualquier contingencia. Y nadie habla aquí de los malabarismos del secretario de Hacienda y del gobernador del Banco de México, para perpetuar la estabilidad sólida, inercial, demencial. Se trata de la desigualdad, del capital acumulado, de activos y rentas en manos de menos del 1 por ciento de la población; capital que crece en progresión cósmica, impensable, incomprensible para la inmensa mayoría. Ese debiera ser el debate político en el sistema plural de partidos que no quisieron serlo.

La fiesta del PRI celebró una mayoría en la Cámara de Diputados de la Unión, que no lo sería sin la suma de votos que aportaron el Partido Verde y el de la colmena, que alguna vez tuvo a la maestra milagrosa como abeja reina. Las coaliciones, las alianzas son parte del sistema electoral vigente. Son irrebatibles esos logros. Pero el desborde de entusiasmo y la oratoria triunfalista parecían reflejos del presidencialismo del priato tardío, los arcos triunfales del cesarismo, del árbitro de última instancia, dueño del futuro de los militantes, pero como imagen ajena a la ideología de origen, al pragmatismo que lo autodefinió como partido abierto, plural, en lugar de partido de sectores obreros y campesinos.

No era falso el entusiasmo de los jóvenes, acarreados, según los obsesionados con la resurrección del PRI y su invencibilidad imaginaria. Hay, como siempre, abundancia de aspirantes a la cercanía con el poder, al primer escalón de lo que imaginan escalafón automático. Y en la fiestecita se expresó el entusiasmo de la inmediatez, ocasión para las selfies, a cambio de la distante oportunidad de lograr una foto con el poder, ilusión compartida de los militantes y aspirantes del común, con los altos empleados, diputados, senadores, gobernadores, que convierten la imagen fija de la instantánea en propaganda del diálogo prolongado y serio entre el señor Presidente y el gobernador o lo que sea el del retrato casual. Enrique Peña Nieto sabe lo que pesa la palabra presidencial, todavía y mientras de ella dependa el frágil equilibrio de los aspirantes.

Esta no es hora de proyectos personales, dijo. Y el silencio se hizo en la explanada del viejo partido. Todo cambia, pero quienes se ilusionen con la candidatura saben que no es lo mismo buscarla desde la oposición que con un jefe de gobierno, jefe de estado y jefe del partido en el poder. Apenas logró el PRI 28 o 29 por ciento de la votación en las elecciones de medio sexenio. Menos que hace tres y hace seis años. Todo cambia, pero todavía pareciera prematuro que el gobernador de Chihuahua se convierta en banquero antes de dejar el cargo. O eludir el peso que adquiere la aportación del voto Verde, con mayúscula, no el campirano, sino el que cosecha Manuel Velasco en Chiapas y otras entidades: suficiente como para recordar lo dicho por César Augusto Santiago a Pedro Joaquín Coldwell, dirigente del PRI, quien incluía el gobierno de Chiapas entre los logros de su partido: ¿que tú militas en el PVEM?

El huracán del hartazgo con los partidos, de la desconfianza y el desprecio por los políticos en pugna por el botín del financiamiento público, el saqueo de las arcas públicas y el llamado moche en complicidad con contratistas y proveedores de bienes y servicios trastocó irremediablemente las posiciones de poder de todos los partidos. Sobre todo del PRD, perdedor en trágicas proporciones; con el agravante de las complicidades puestas al descubierto en asuntos tan graves como el de Iguala, el sol azteca descendió al fondo del supuesto sistema tripartita del imaginario colectivo. Morena alcanzó el registro nacional, y Andrés Manuel López Obrador reclamó lo suyo: aquí no hay más oposición a la mafia del poder que yo; Morena es la salvación y la esperanza.

Carlos Navarrete decidió subirse al púlpito de la pureza, abrir los brazos y ofrecer al PT, que había perdido el registro por la baja votación obtenida, una fraternal llamada de adhesión al PRD. No aceptamos, respondió Alberto Anaya, líder y fundador del PT. Todavía hay clases, hasta en una sociedad sin clases. Las izquierdas ya eran fuerzas dispersas antes del fracaso electoral de 2015. Dante Delgado preservó autonomía y supo sumar al Movimiento Ciudadano cartas ganadoras. De Morena, ni hablar. El peregrinar de López Obrador la mantiene a flote, pero la prédica puritana lo lleva a pregonar la unidad de propósitos con todo enemigo del gobierno de Peña Nieto: convocó a la CNTE a una santa alianza y los líderes de la sección 22 le dijeron que no, que ellos no se aliaban con partidos políticos.

La diáspora. Y el mareo de los que giran al impulso del vendaval y se imaginan rumbo a las alturas y no al olvido. Carlos Navarrete insiste en refugiarse en el pragmatismo de los que saben que la cercanía da influencia. Otros, como Graco Ramírez, se imaginan en trance de órbita espacial. En el Foro de Sao Paulo, que agrupa a líderes de partidos de izquierda de América Latina, el tabasqueño gobernador de Morelos declaró solemnemente: Yo con mucho gusto aceptaría participar en la contienda interna de mi partido y ser candidato (a la Presidencia de la República) para 2018 (...) no solamente del PRD, sino de un conjunto de fuerzas. Están dadas las condiciones en el país, aseguró, para que gane un gobierno de izquierda, dijo.

Graco, el luchador de la izquierda que arrimó su sardina al fuego de Los Pinos, el del halago palaciego a Enrique Peña Nieto, sentenció: En México existe una posibilidad real, si se suman todos los votos de todos los partidos progresistas y de izquierda, son más de los que tiene(n) el PRI y Acción Nacional. Cero más cero de cero, diría un antiguo dirigente del otrora partido hegemónico. Pero hay también números negativos: para sumar todos los votos en favor de Graco hay que incluir el de Andrés Manuel López Obrador, el dos veces candidato a la Presidencia, el que en público y con voz de inconfundible acento tabasqueño, le gritó a Graco Ramírez: ¡Traidor!