Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 2 de agosto de 2015 Num: 1065

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Gabo y la sana malevolencia
Ricardo Bada

Leonardo Sciascia y
las novelas de la mafia

Marco Antonio Campos

Redes virtuales,
blogs y literatura

Fabrizio Lorusso

La Biblia en la
cultura occidental

Leopoldo Cervantes-Ortiz

Música latinoamericana
en las venas de Madrid

Alessandra Galimberti

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Jaime Muñoz Vargas
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 
 
Ricardo Bada
La increíble y triste historia de la periodista clarividente
y su padre clandestino.

Aunque parezca paradójico, existe algo que podemos calificar como la sana malevolencia.

Uno de los mejores ejemplos que se me ocurre fue incluido por Borges y Bioy Casares en su antología Cuentos breves y extraordinarios, y esos dos grandísimos farsantes se lo atribuyeron a un tal John Wisdom bajo el título “De la moderación en los milagros”: “Parece que Bertrand Russell recordaba siempre la anécdota de Anatole France en que Lourdes; al ver en la gruta amontonadas muletas y anteojos, France preguntó: –‘¿Cómo? ¿y no hay piernas artificiales?’”

O pensemos, otro ejemplo, en el episodio de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen (¿y de quién si no?), cuando Lizzy Bennet rechaza la bastante buena propuesta matrimonial del abominable Mr. Collins (aunque ¿qué son sus 500 libras esterlinas anuales en comparación con las más de 10 mil de Mr. Darcy?), y su madre se indigna y recurre al padre para que haga entrar en razón a la indómita, y Mr. Bennet le dice a su hija más querida: “Elizabeth, te encuentras ante un desventurado dilema. A partir de hoy uno de nosotros dos será un extraño para ti. Tu madre no quiere volverte a ver si no te casas con Mr. Collins... y yo no quiero volverte a ver si lo haces.”

Y como no hay dos sin tres, un tercer ejemplo podría ser el de don Antonio Machado en un teatro de Segovia, oyendo un recital de Berta Singerman, la declamadora argentina, la encarnación del verbo hecho fonoplastia. En honor de don Antonio, allí presente, también recitó algunos de sus poemas a su manera melodramática e histriónica. Un amigo se inclinó hacia don Antonio y le dijo al oído: “¿No va usted a protestar contra semejante atentado a su poesía?” Y el poeta le contestó con lo que suele entenderse que fue por bondad: “Es que ella se gana la vida con eso.” [Quienes quieran saber cómo “la divina Berta” recitaba a Machado, ver el siguiente enlace... y prográmenlo en sus computadoras. A los más sensibles les recomiendo proveerse previamente de pañuelos, y a los diabéticos, sencillamente abstenerse.]

Me parecen algunos de los mejores ejemplos de aquello que he nombrado “sana malevolencia”. Piénsenlo bien, y creo que me darán la razón, aunque –desde luego– para ello deben cohonestar la aparente paradoja. Con la cual me volví a tropezar una vez más después de haber leído en su día las memorias, Vivir para contarla, de un escritor colombiano merecidamente famoso que se llama Gabriel García Márquez. Y por cierto que el título es bastante parecido a Vivir para contarlo, la primera gran antología de un poeta andaluz muy vinculado a Colombia: José María Caballero Bonald. Pero esa es otra historia, como diría Rudyard Kipling.

En el capítulo final de dichas memorias, Gabriel García Márquez recuerda su visita secreta al secretario general del Partido Comunista Colombiano, Gilberto Vieira, encontrándose éste en la clandestinidad durante la dictadura de Rojas Pinilla, y describe en detalle cómo llegó hasta su escondrijo:

Era un apartamento con una sala pequeña atiborrada de libros políticos y literarios, y dos dormitorios en un sexto piso de escaleras empinadas y sombrías adonde se llegaba sin aliento, no sólo por la altura sino por la conciencia de estar entrando en uno de los misterios mejor guardados del país. Vieira vivía con su esposa, Cecilia, y con una hija recién nacida. Como la esposa no estaba en casa, él mantenía al alcance de su mano la cuna de la niña, y la mecía muy despacio cuando se desgañitaba de llanto en las pausas muy largas de la conversación.

¡Tate!, exclamé, como habría hecho Don Quijote en circunstancias homologables. Porque resulta que reconocí a esa niña que lloraba en el domicilio clandestino de Gilberto Vieira. Naturalmente se trataba de su hija Constanza, con quien he compartido varios años de tareas profesionales en la redacción latinoamericana de la emisora exterior de Alemania, la Radio Deutsche Welle.

Y aquí volvemos de nuevo a lo de la sana malevolencia. Una persona que conoce mucho a Constanza, comentándome ese pasaje que acabo de citarles, me dijo en un email: “Ella sigue tal como la describe Gabo en sus memorias, llorando en la cuna, mientras Gilberto la mecía en un refugio clandestino de los tiempos de la ilegalidad.” De este modo, sanamente malévolo, esa persona tal vez se refería al compromiso decidido que Constanza mantiene con la causa de la paz, lo cual, en el caso de Colombia, parecería que es como para estar llorando sin remisión. ¿O acaso sólo quiso sugerirme que sigue siendo una niña?

Por mi parte no vacilé en responderle ipso fuckto a mi corresponsal argumentándole que no se había dado cuenta de la verdadera dimensión de aquello que dice Gabo. Y lo que Gabo dice, expresis verbis, es lo siguiente: “[Vieira] la mecía muy despacio cuando se desgañitaba de llanto en las pausas muy largas de la conversación.”

¿Se dan cuenta de lo que realmente sucedió en ese encuentro clandestino de Gilberto Vieira y García Márquez? Si ustedes no, yo sí. Al secretario general del Partido Comunista Colombiano le había nacido una hija periodista, una criatura que a sus pocos meses, y aún en la cuna, seguía apasionada la plática entre nada menos que un futuro Premio Nobel de Literatura y un político por aquel entonces el más perseguido en toda Colombia (y que era nada menos que su propio padre).

¿Qué periodista innato y clarividente, y les doy mi palabra de que Constanza Vieira sí que lo es, no se hubiese echado a llorar al oír que esos dos interlocutores hacían pausas muy largas en la conversación? “¡Ay carajo, sigan hablando, no se detengan, quiero seguir sabiendo, qué delicia la conversación de ustedes, este es mi primer reportaje estrella, qué pena que aún no sé escribir, pero no dejen de hablar, por dios, no me frustren mi primer reportaje!” Eso era lo que gritaba Constanza Vieira, y lo que García Márquez, por aquel tiempo todavía no ducho en lenguaje infantil, tradujo como desgañitarse de llanto.

¡Pobre Constanza, cuantísima incomprensión!