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El fantasma
E

l fantasma, una vez más, vuelve a la vida y recorre extensos espacios sociales y geográficos del planeta. Se llama desigualdad. Ha vuelto al centro del debate, quizá empujado en su último tramo, por la obra capital de Thomas Piketty.

Como Adam Smith, Piketty se niega a ser llamado economista en el sentido en que lo hace el pensamiento académico moderno todavía predominante. En efecto, La riqueza de las naciones no trata solamente de economía (en el sentido moderno al que aludimos), sino también de economía política, de derecho, de moral, de sicología, de política, de historia, y de la interacción y la interdependencia entre estas disciplinas. Piketty afirma que decir que la economía política es una ciencia social significa que forma parte de ese conjunto de puntos de mira (las diversas disciplinas) para entender lo que hoy es centralmente necesario entender: la desigualdad. Una desigualdad que adquiere múltiples formas en distintos espacios sociales del capitalismo global.

Notables historiadores del pensamiento económico como Ronald Meek o Maurice Dobb han mostrado que las teorías de Smith y Ricardo, no se diga Marx, que fue directamente explícito sobre el asunto, tienen como objeto de estudio entender cómo el producto social se distribuye entre las principales clases sociales y entre las personas. Es decir, una lectura sobre los mecanismos sociales de todo tipo para comprender ni más ni menos que la desigualdad, en su tiempo y en su contexto.

Marx formula el concepto modo de producción para explicar las diferencias en las tres formas de explotación bajo la organización feudal de la sociedad, que da lugar a una desigualdad que toma la forma extrema de una aristocracia de sangre azul como clase brutalmente dominante (de origen divino), sobre una inmensa mayoría de siervos de la gleba.

El concepto de plusvalor o plusvalía, en Marx, aportará la explicación de la formas de explotación, para los diversos sectores de actividad económica, bajo el régimen capitalista de producción, y quedan puestas así las bases fundamentales de la configuración de la desigualdad en condiciones capitalistas.

A diferencia de Marx, Piketty adopta un conjunto de métodos y una perspectiva centralmente histórica, distintos de los de Marx, para explicar los cambios en el modo en que la desigualdad se configura a lo largo de la historia del capitalismo, poniendo el acento en los países desarrollados y atendiendo a las transformaciones de los tipos de propiedad. Revisa, así, la sucesión de la propiedad de tierras a la propiedad inmobiliaria, a la propiedad industrial, a la propiedad inmaterial de las patentes, a la propiedad financiera, para configurar un capitalismo predominantemente patrimonial, donde la cola mueve al perro: la economía manda sobre la política y el capital dinero y las manipulaciones financieras mandan sobre la economía real.

No hay nada natural en la evolución de las economías; la distribución y la desigualdad en que se plasma proviene de una correlación de fuerzas en el seno de la sociedad, que aparece en las instituciones, en las leyes, en los regímenes políticos, en los modos de operar la administración del Estado. Detrás de todo ello hay actores políticos.

Por otra parte, la lucha contra la desigualdad ha tenido momentos estelares de avance y grandes retrocesos. Mientras en marzo de 1776 Smith publica su obra mayor en busca de los mecanismo de la distribución, en agosto de 1789, la Asamblea Nacional Constituyente francesa aprueba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, sembrando las primeras ideas fundadoras de una visión social radicalmente distintas del antiguo régimen, definiendo los derechos personales y colectivos como universales. Dice su artículo 1: Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en cuanto a sus derechos. Las distinciones civiles sólo podrán fundarse en la utilidad pública. Estas dos cláusulas –una de contenido absoluto y otra que la relativiza–, que obran como antecedente en múltiples declaraciones internacionales y que debieran ser cabalmente asumidas por todo proyecto político civilizatorio, se hallan muy lejos de ser realidad, pero no desaparecerán jamás de las mentes de los demócratas que quieren transformar el mundo.

Hace 70 años, en junio de 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial, que costó millones de muertos, 50 países miembros de la Organización de Naciones Unidas proclamaron la Declaración universal de los derechos humanos. Dice su artículo 1: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Estas palabras ¿son una broma, o son una obligación jurídica para todos los gobiernos? ¿Se puede proponer que todos nos las tomemos absolutamente en serio?

Algunos grandes choques sociales y económicos morigeraron por algún tiempo la desigualdad. Otros periodos hicieron el trabajo inverso. Después de la caída del muro de Berlín, la debilidad sindical, el mayor extravío de las izquierdas, la globalización neoliberal, abrieron las puertas a una desigualdad desbocada, peor a la que existía antes de 1914.

En México la Constitución dispone qué es aquí la democracia (artículo tercero) y contiene una disposición clarísima sobre el salario mínimo (artículo 123). Son palabras contundentes, jurídicamente ineludibles para el gobierno. Pero todo ocurre como si violar permanentemente la Carta Magna por el gobierno, estuviera escrito en el orden natural.

No es extraño que el fantasma de la desigualdad recorra el mundo.