Las andanzas de un ajaw

Arceal Méndez Pérez

Un día que el anciano vino al pueblo, se sentó en la sombra de un árbol de la plaza para descansar de su larga caminata. Era tiempo de calor. El aire era tibio. Las calles desiertas. No había un solo canto de pájaro ni murmullo de los árboles; solamente a lo lejos, muy lejos, el ladrido de algunos perros. Todas las cosas parecían dormidas. El anciano, inmóvil también, miraba la lejanía del paisaje, el eterno rostro verde de la tierra. Después miró hacia la iglesia: de aspecto triste, se alzaba su fachada con su campanario muerto. Las campanas eran dos murciélagos dormidos en la luz del día. La puerta de madera, como abierta sólo para el sol, semejaba una gruta. Él conocía todas las cuevas, todos los cerros; recorría mejor que nadie sus negras profundidades y podía entrar allí en persona o, durante el sueño, sólo su alma, a buscar la causa de los males de los hombres y de la tierra.


Sonriendo con la muerte (plata sobre gelatina,
original virado a sepia). Foto: Bulmaro Bazaldúa

Se puso en pie. Envolvió con joloch su grueso tabaco que apenas apagó y lo introdujo en la única bolsa de su camisa, junto al corazón. Avanzó despacio por las calles desnudas de gente y de gritos, bajo un cielo limpio y profundamente azul. Colgaba de su hombro una red que semejaba el algodón deshilachado de su cabeza. Al detenerse a la entrada del templo quiso persignarse pero no pudo hacerlo, se le hizo pesada la mano; nunca lo había hecho y nada significaba en su pensamiento.

Era un anciano alegre. No faltaba a las fiestas del pueblo. Disfrutaba el fuego de las velas, el aroma del incienso, la música y el tronido de los cohetes. Lo saboreaba como si fuera todo para él, sólo para él, como antes. Pero ya no: lo dejaron en el olvido y ahora estaba en su lugar un ajaw blanco sembrado en su altar como un tronco y sólo una vez al año lo cargaban en hombros por las calles entre salmos y estandartes. Los hombres le ofrendaban lo mejor que producían, pues soñaron que él cuidaba los bienes de la tierra, plantas y animales, y que de pronto se había convertido en abuelo para cuidar nuestras almas.

Dentro de la iglesia, vacías las bancas largas de madera, olía a incienso y vela; los santos, quietos, sostenían con su cuerpo el mundo y el cielo. El anciano se acercó al altar de San Francisco. Contempló las flores hechas fuego frente a él y, sentándose en el suelo, se puso a recordar cómo hacía años, al escuchar su nombre, acudía al llamado en forma de rayo o lluvia antes o después de su fiesta, pues le gustaba mucho la alegría. Si mostraba su persona era sólo cuando los hombres  sembraban la milpa. Llegaba al pueblo como un peregrino con su bastón hecho de corazón de cedro y su pequeña red. Él era el respeto. Era la vida. Todos los sabían. El saludo de la gente se convertía en pozol, tortillas y aguardiente dentro de las casas, sentados todos sobre armadillos de madera.

Los que cuentan dicen que no tomaba el pozol ni el aguardiente, sólo los olía y, en un cerrar de ojos de los dueños de la casa, desaparecían; también el frijol y la tortilla. Qué le iban a decir, sabía más que nadie lo que hacía pues era dueño de la tierra, del viento. Era nuestro padre. Acariciaba con sus ojos el maíz hacinado en un rincón o el frijol amontonado sobre un petate y, siendo un experto conocedor del tiempo y la vida, recomendaba al despedirse: “Si no cambia el sentir de tu corazón, si te acuerdas de mí, siempre tendrás buena cosecha”. Antes, una buena cosecha era una felicidad duradera. ¿Qué le mirabas a la milpa? El maíz y el frijol, el chile, la calabaza salían muy bonitos de la tierra, verdes, crecían frondosos. Así sucedía todos los años, pero en la iglesia se seguía insistiendo que sólo el Señor hace y deshace las cosas del mundo y que los santos le ayudan en este trabajo. Entonces las personas comenzaron a rehuirle, lo hicieron a un lado; total que tenían lo necesario. Hicieron más honores a San Francisco, lo nombraron guardián del pueblo, pues los viejos Principales soñaron que él había llegado aquí antes que los hombres, trayendo sobre su espalda cuanta hermosura tiene la tierra.

Ahora, frente al ajaw blanco, recorrió con la mitad su prenda verde azulada, los tres nudos en los extremos del cordón grueso con que amarra su cintura; le vio las llagas en la palma de sus manos, en las que sostiene una Biblia y una cruz; sus ojos que miran al cielo, su cara llena de súplicas, con ganas de llorar. De repente sopló una corriente de aire. Creció la llama de las velas alineadas al pie del altar, se formó un grueso hilo de humo y lentamente se dirigió hacia el anciano quien, un rato después, con sombrero en mano se puso en pie, recorrió con la vista una vez más el interior del templo, donde los otros dioses, hombres y mujeres permanecían en su sitio, para siempre inmóviles. Salió. El sol se desparramaba detrás de los cerros. Algunas personas iban y venían por las calles, pequeños niños correteaban persiguiendo zanates tiernos. El anciano veía la maldad en los ojos de algunos hombres que encontraba a su paso. Los ojos ven todo y todo lo reflejan, como el agua, el espejo. Se quedó en una esquina de la plaza, cerca del río. Oyó un zumbido en su oído izquierdo, acompañado de un rubor que sintió calentarle el rostro; supo que hablaban mal de él. Se reclinó en el respaldo del asiento de cemento, alzó la vista hacia la transparencia del cielo y vio pedazos de algodón desperdigados en la altura. Era su modo de ahuyentar el enojo; u otras veces, surgía un aire frío y comenzaban a caer gotas de agua; entonces algunos hombres que regresaban a sus casas, y malos de corazón, pasaban por la espalda del anciano y metían en su red basura y olotes manchados de excremento. Lo mismo hacían los niños: cagaron el respeto y ahora le gritaban ¡Mamal Jbobo! ¡Mamal Jbobo!, y se amontonaban a su alrededor para golpearle la cabeza.

–Niños, ¿por qué me molestan, acaso hemos crecido juntos? —les decía. Yo soy su padre, yo los cuido. Ya no van a componerse nunca. Tengo que irme a otro lugar...

Los niños se apartaban. Quién sabe si por temor o por que los rayos empezaban a tronar. Cuando le golpeaban la cabeza los relámpagos alumbraban y a lo lejos los truenos retumbaban. Bajo la lluvia, el hombre se iba solitario hasta perderse de vista de quienes lo espiaban desde sus puertas. De todos era conocimiento que vivía en el cerro Tsemente’, en una pequeña choza.

Cumplió su palabra: dejó de visitar el pueblo. Nunca más lo vieron en las fiestas, nunca más en la plaza. Poco a poco desaparecieron los bienes de la tierra: el maíz, aunque crecía bonito, eran mazorcas sin granos hasta madurarse; las vainas del frijol vacías comenzaban a caerse. Los hombres y las mujeres entristecieron.

Alguien soñó que el ajaw blanco, San Francisco, se disponía a marcharse, pero se parecía a un anciano. Su cabeza era una bola de algodón deshilachado. ¡Era el que los visitaba antes! Nombraron a dos o tres principales para que fueran a verlo, a pedirle perdón pero, al llegar donde vivía, su casa estaba convertida en una laguna.

–Ya se fue nuestro padre, vamos a morir de hambre —llegaron a decir.
Nadie puede ver con sus ojos lo bueno, todo aquel espíritu de la tierra. El anciano se fue lejos, se llevó a otro lugar los bienes del pueblo. Cuando los principales lo encontraron en una cueva de San Juan Cancuc, el anciano les dijo: “Si no tienen maíz o no tienen frijol, vengan a llevarlo de aquí. Porque es de ustedes, sólo que los jóvenes ya no me respetan y van a descomponerse más todavía: cerrarán sus corazones como se cierra el ojo de agua en temporada de sequía”. Ya no quiso regresar. Aquí otro ocupó su lugar: el nuevo guardián, el abuelo blanco. Un trozo de piedra con cuerpo y manos, un árbol de piedra que engendra rayos: el ajaw blanco, el que permanece inmóvil a los ojos de todos hasta que un día; ya cansado del pueblo, se vaya a buscar otro sitio, llevándose también el “alma” de la tierra.

Marceal Méndez, narrador tseltal, nació en Petalcingo, Chiapas, em 1979. Autor de cuentos notables como “Convertiremos la tierra en pólvora” y “Suplicio de un brujo”, además de la compilación de tradición oral K’opti’il yu’un woje slk yo’tik/Memorias de ayer y hoy. Este relato cierra el libro bilingüe Slajibal ajawetik/Los últimos dioses (El Guardagujas, Dirección General de Culturas Populares, México, 2010)