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“La dueña del hotel Poe une a todos los yoes que he sido”

Todos tenemos una adivinanza y tenemos que descubrirla: Jacobs

Elena Poniatowska comparte en estas páginas la charla que sostuvo con Bárbara Jacobs, escritora y también articulista de este diario, a propósito de la publicación de su novela más reciente, en la que regresa a su padre y al hotel que le perteneció en Polanco

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Bárbara Jacobs obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia por Las hojas muertas, obra en la que aborda la vida de su padre: Escribí la vida de mi papá muchas veces desde diferentes puntos de vista y ninguno me parecía vivo, hasta que encontré la voz de todos y me salió un narrador colectivoFoto Carlos Cisneros
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La autora reconoce que Clarisa Landázuri, de quien escribe en algunos de sus artículos en este diario, es como yo quisiera ser; la única manera en que puedo criticar o dar mi opinión es a través de ellaFoto Carlos Cisneros
 
Periódico La Jornada
Domingo 9 de agosto de 2015, p. 2

Le debo mucho a Bárbara Jacobs. Aprendo cuando la leo. Entro al mundo al que quisiera pertenecer. Hace años, Carlos Fuentes decía: “Mira, pobre de la Poni, ya se va en su vochito a preguntar por el precio de los jitomates y a protestar por cómo matan a las reses”. Sigo haciendo lo mismo. Los domingos en La Jornada –si acaso Bárbara no aparece la extraño– leerla tamiza mi desesperación. La sigo porque dice cosas distintas a las que dice todo mundo. Yo no sabría quién es el suizo Robert Walser si no es por Barbarita; tampoco sabría que Virginia Woolf estuvo a punto de casarse con Lytton Strachey; creería que Erik Satie fue muy amigo de Francis Poulenc e ignoraría totalmente cuál fue su sistema de composición. Tampoco sabría que después de enviarle 600 cartas a su hermano Theo, Van Gogh las remataría con una frase desalentadora: Arriesgué mi vida por mi trabajo y mi razón sufrió las consecuencias.

Traductora de Carson McCullers, Kurt Vonegut, Lillian Hellman, Bárbara se propuso en su novela más reciente, La dueña del hotel Poe, regresar a su padre y al hotel que le perteneció en Polanco. Regresa a su padre en todos sus libros como regresa a Tito Monterroso, del que dice: Éramos casi siameses. Casi no hay libro suyo en el que no aparezca su padre, Emile Jacobs, periodista en Moscú en los 30, combatiente de la Brigada Lincoln en la guerra civil de España contra el fascismo, sargento congelado en el ejército de Estados Unidos, cosa que lo hizo emigrar a México para vivir entre desterrados, muerto dentro del rito maronita por voluntad de su esposa, aunque él era agnóstico.

Hace ya años que Bárbara Jacobs es una voz única e irremplazable dentro de la literatura. Bárbara Jacobs es de nacimiento escritora y, por tanto, lectora. Su madre dio a luz a una niña cubierta de letras, una recién nacida que ya leía en su cuna; su cobija, un libro; su almohada, una enciclopedia.

A los cuatro años, ya había escrito su primer cuento y años más tarde empezó a llevar un diario. Siguió escribiendo, entró al taller de Tito Monterroso y a su lado escribió una novela que llamó prodigiosamente la atención: Las hojas muertas, la historia de la vida de su padre, traducida a cuatro idiomas.

Conocida y reconocida

A partir de ese texto conmovedor muchos empezamos a admirarla. Además de ganar el premio Xavier Villaurrutia, Las hojas muertas fue seleccionada en dos ocasiones (1954 y 2010) por la Secretaría de Educación Pública para hacer grandes tirajes destinados a las bibliotecas públicas de nuestro país, así es que los jóvenes conocen bien a Bárbara Jacobs, o por lo menos a su padre, aunque ella alegue que es una escritora para minorías.

Bárbara entró al taller de Tito Monterroso y se casó con él, no se separaron sino hasta el día de su muerte, en 2003. Juntos vivieron 42 años felices. Bárbara lo retrata en su entrañable libro-homenaje Vida con mi amigo, publicado en 1994. Con él escribió su Antología del cuento triste. Cuando él murió, entregó su legado guatemalteco y mexicano, continental y universal, a la Universidad de Oviedo. Ahora su pareja es Vicente Rojo, con quien publicó Leer y escribir, y quien le hizo un estudio bellísimo en Cuernavaca, en el que están todos sus libros; allí pasan la mayor parte del tiempo.

Los domingo, cada 14 días y desde hace años, Bárbara escribe su artículo en La Jornada, que yo recorto como mi madre recortaba mis artículos, y me impresiona que su fecha de nacimiento sea el 19 de octubre, porque ese día también nació mi padre, Juan Poniatowski. Por tanto, he festejado el cumpleaños de Bárbara mucho antes de que ella naciera.

Ensayista, traductora, filósofa, maestra, conferencista, para Bárbara lo principal es amanecer a la lectura y anochecer a la lectura y servirse cada mediodía una sopa de letras. A ella no hubo ninguna necesidad de decirle: “Mira, ahí viene la a” y metérsela en la boca, porque mamó el abecedario en la leche materna y vio a su padre Emile Jacobs leer todos los días de su vida. Contarse historias para luego contárnoslas a nosotros –a pesar de lo que ella llama su timidez– fue su primera razón de vida y sigue siéndolo en 2015. Su libro Antología del caos al orden reúne a 22 creadores del mundo, entre otros a Augusto Monterroso, quien al despertar todas las mañanas le decía: ¡Qué bonito es ser feliz! Reconocida por Babelia, sección cultural de El País, Bárbara Jacobs es esencialmente y ante todo una mujer de letras.

Bárbara vivió en un enorme jardín en la calle de Rafael Checa, en Chimalistac, con sus cuatro hermanos, pero también con los 17 nietos de sus abuelos maternos. Ese jardín, con muchos árboles y varias casas, pertenecía a la familia libanesa Barquet, tíos, tías, primos, primas, cuñadas, hermanas, todas Barquet, y en medio de ellas, encerrado en su biblioteca, sin hablar con nadie, leía en su sillón a la mejor luz Emile Jacobs, hombre singular, padre de la autora de Las hojas muertas, publicado en 1987 por la editorial Era.

–Mi abuelo Barquet, el papá de mi mamá, quería tener a toda la familia bajo su vigilia constante. Mi papá no nos hablaba mucho, más bien se encerraba. Escribí la vida de mi papá muchas veces desde diferentes puntos de vista y ninguno me parecía vivo, hasta que encontré la voz de todos y me salió un narrador colectivo. El único trabajo literario que he hecho con ese pronombre, primera persona del plural, es Las hojas muertas, porque tenía en mente a mis hermanos y a mis primos. Éramos muchas mujeres y muchos hombres. Los que contaban la historia éramos mis tres hermanos y mi hermana, y cuando lo leyeron todos se pusieron muy contentos de que lo escribiera en nombre de todos. A mi padre, el libro lo emocionó muchísimo. Él iba a salir con mi mamá y yo le llevé el libro y ya no salieron, porque él se quedó leyéndolo. Luego me llamó por teléfono, porque estaba en otra de las casas, y cuando lo fui a ver lo encontré muy emocionado. Creo que es el mejor recuerdo que tengo de él y uno de los mejores de mi vida. Fue muy expresivo, como nunca antes, verlo y oírlo es algo que guardo como una palmadita muy significativa en el hombro. Creo que esa novela además fue el punto de arranque de toda mi obra, aunque antes publiqué cuentos en revistas. Doce cuentos en contra salió en 1982.

“Mis hermanos y yo sabíamos poco o nada de mi papá y, de niños, cuando lo descubrimos, nos pareció el héroe total. A mí me gustaría emular su inclinación social, su activismo, su idealismo. Tengo unas cartas que le escribió él a su mamá Amina, a la que no le avisó que se iba a la guerra, sino que se iba a ver a un amigo en Polonia. Para nosotros, mi papá fue una revelación, para mis hermanos y mis primos, él fue lo más admirable.

Paty y yo estuvimos más cerca de él porque éramos las mujeres y lo veíamos como enamoradas perdidas. Como él no hablaba, recuerdo tres pláticas con él y te puedo decir hasta donde estábamos sentados.

–¿Y Tito Monterroso?

–Mi mamá estaba muy nerviosa de que yo me fuera a casar con un escritor que me llevaba tantos años. Tito y mi papá se conocieron en un restaurante. Yo me paseaba por enfrente para ver en qué momento salía una silla por la ventana, pero Tito y mi papá se hicieron amiguísimos porque tenían mucho en común, salvo la lengua, porque a mi papá le costaba hablar el español. Se cayeron muy bien.

–¿Qué tenían en común?

–Digamos que la conciencia social, la búsqueda de la justicia. Tito se vino a México exiliado de Guatemala; creo que el cónsul lo trajo con una bandera de México en un tren, porque se escapó de la cárcel. Mi papá y Tito se la jugaron. Mi papá se la vivía leyendo, no leía mucho en español, más bien en inglés, pero yo me atreví a escribir sobre él en español, aunque habría podido hacerlo en inglés. Todo el tiempo pensaba: Si mi papá lee esto, ¿qué va a decir?, pero él entendió mi búsqueda para acercarme a él. Cuando leyó ese libro, él ya sabía lo que yo traía adentro.

–En la literatura, ¿quiénes sentirías que son tus antecesores, aparte de Virginia Woolf?

–Me encantaría pensar que le he aprendido algo a Grace Paley, a quien leí hace relativamente poco. Leí muchísimo a Katherine Mansfield; pienso que me gustaría usar mi sensibilidad como ella usó la suya. Yo había leído bastante mal a Doris Lessing, sólo dos libros pequeños, pero me encontré su autobiografía y quedé impresionadísima. No puedo decir que ella influyera en mí, pero sí que a mí me gustaría atreverme a hacer las cosas que hizo ella. En su medio era muy difícil encontrar a personas que pensaran como ella, pero se fue abriendo paso solita.

–¿Crees que te has pasado la vida tratando de descubrir quién eres y de ahí tu insistencia en la infancia?

–Quisiera alejarme, pero no lo voy a hacer. El libro más reciente que he escrito, La dueña del hotel Poe, es como juntar todos los yoes que he sido o que a veces soy. Me he estudiado a mí misma y pienso que estamos en la vida para saber cuál es nuestra identidad y hacer con ella lo mejor que podamos. A lo mejor hay gente que sin preguntarse mucho de inmediato sepa lo que quiere y pueda hacerlo, a mí sí me ha costado mucho trabajo. Escribo desde niña, pero yo creo que todos tenemos una adivinanza y tenemos que descubrirla, para eso está uno aquí y, si lo descubres, te tienes que dedicar a ella.

“Espero que después de La dueña del hotel Poe sienta esa fuerza que crees que tengo; me gustaría sentirla, de verdad, y sí, sí soy, aunque sólo soy esto. Todo lo demás no lo soy.”

–¿Cuál todo lo demás? Eres escritora. ¿Qué otra cosa quieres ser?

–Hablando de las mujeres que he admirado, Virginia Woolf me viene bien, porque ella sólo era escritora y le habría gustado ir a la universidad, pero su papá no la dejó; en cambio Katherine Mansfield no quería ir a la universidad ni nada de eso. Grace Paley, Doris Lessing, por nombrar a cuatro mujeres que ahorita traigo muy metidas, que además de escritoras pueden tener un activismo, un interés social fuerte y comprometido.

–Grace Paley y Doris Lessing finalmente van a ser recordadas como escritoras, porque las batallas son siempre temporales. A Tina Modotti la recuerdan por sus fotografías. A ti, Bárbara, ¿te afecta la crítica?

–Mira, al principio me daba miedo que dijeran lo que fuera, bueno o malo. Con el tiempo he apreciado mucho las críticas que me señalan defectos; sí les hago caso. Les agradezco. Si un crítico me dice: Oye, ¿por qué siempre sales con esto? me siento bastante capacitada para aceptar que tiene razón, ¿no?

Dialogar con el mundo

–Una vez dijiste que sentías que eras una escritora para minorías.

—Mis temas suelen no ser los temas favoritos del lector que conocemos. Yo me ocupo sobre todo de literatura, de ideas, pero no necesariamente de causas sociales. En una novela me interesa más la forma que el argumento. Comprendo que no pueda yo tener muchos lectores y no lo resiento. No sabes cómo me han ayudado mis artículos que publico en La Jornada; siento que me estoy comunicando con el mundo. Cuando me siento a escribir el artículo siempre pienso en que lo pueda leer quien sea. Puede que mis temas no atraigan, pero lugar al que voy, lugar en que encuentro a alguien que me dice que me lee en el periódico. A veces hasta me buscan en las redes sociales para que les diga donde comprar el libro del que hablé. Gente desconocida. Siento que no son muchos y nunca van a ser muchísimos, pero sí tengo lectores.

–Me emociona mucho la periodista Clarisa Landázuri sobre la que escribes con frecuencia. ¿Recuerdas que te dije muy ilusionada que la quería conocer?

–Clarisa Landázuri no existe, es mi alter ego. Tampoco existe su periódico. Ella va a ser mi graduación cuando obtenga su cuerpo, porque ella sólo puede ocuparse de cosas externas, nada de que… yo dije, yo pensé, yo leí sino acontecimientos de afuera.

–Pero, ¿Clarisa eres tú?

–Clarisa es como yo quisiera ser. La única manera en que puedo criticar o dar mi opinión es a través de ella. Ya tengo varios artículos en los que Clarisa trata problemas sociales a su manera. No tengo las herramientas para pensar como muchos de mis amigos, ni tengo el atrevimiento de Grace Paley de ir a las marchas, aunque sí fui en el 68, pero me apedrearon en la calle porque me vestía de negro y era una adolescente rarísima. En aquel tiempo una mujer joven no se vestía de negro como yo –ahora les dicen blackies–, y creo que por eso me atacaron, aunque no les hice nada.

Ahora Vicente me lee en el periódico. Algunos artículos no le gustan y yo me preocupo muchísimo. Cuando me quejo, por ejemplo, le disgusta. Por eso trato de ponérselo todo a Clarisa para que no me regañe a mí.

En la actualidad Bárbara trabaja en una historia de la literatura del siglo XX a través de los géneros literarios y comparte su vida entre México y Cuernavaca.