Opinión
Ver día anteriorDomingo 9 de agosto de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La pobreza no es un fantasma
C

on el título general de Población, pobreza y desigualdad: qué hacer y como parte del proyecto conjunto de El Colegio de México y de la UNAM, Grandes Problemas, el miércoles pasado nos reunimos en el auditorio del posgrado de Economía de la UNAM para darle otra vuelta a la tuerca de los hallazgos, pasmos y malas noticias que nos trajeran la Encuesta de Ingreso y Gasto de los Hogares y el Informe del Coneval sobre la evolución de la pobreza en nuestro país.

El intercambio de puntos de vista y reflexiones, así como la deliberación conceptual y política, nos enriqueció a todos quienes nos beneficiamos de las presentaciones hechas por colegas del Inegi, el Coneval y las dos instituciones convocantes. No fue un ejercicio en el lamento, sino la necesidad de seguir insistiendo en construir una amplia estrategia de persuasión sobre la gravedad de nuestra cuestión social contemporánea: una convocatoria a los poderes constituidos y de hecho; a la academia expectante a la vez que angustiada por la constatación de que ni la pobreza ni la desigualdad se conmueven por las acciones y los discursos públicos; a las comunidades que viven y sufren directamente o de modo conjetural una inseguridad mayúscula que se une a la de todos los días en la calle o el negocio; en fin, no un grito de angustia pero sí una llamada de alerta no sólo por la agudeza de esta nefasta combinación de pobreza masiva y desigualdad encanijada, sino porque el tiempo pasa y con él envejecemos todos y los jóvenes dejan de ser el bono promisorio para volverse, en cantidades crecientes, un pagaré al que al final de este periodo de gracia que se cierra en 10 o 15 años, nadie va a poder hacer honor.

La población existe, es grande y está concentrada en grandes áreas metropolitanas y también dispersa en cientos de miles de poblados ínfimos donde sobreviven apenas más de 8 millones de compatriotas. La renuncia criminal del panismo a hacer una efectiva política de población, que continuase la que el Estado inaugurase en los años 70 del siglo pasado, y desplegara con indudable éxito a lo largo de más de dos décadas, nos pasa ya la factura y el embarazo adolescente deja de ser una curiosidad maligna atribuible al alejamiento o la pobreza más primitiva.

Por su parte, todos comprobamos que los años no pasan en balde y tenemos que encarar la miseria del régimen pensionario y de jubilaciones que nos anuncia, como futuro, lo que ha empezado a ser presente: la vejez pobre y la pobre vejez que la demografía dejada a su libre transcurrir gesta sin compasión y la economía aletargada por tantos años reproduce de modo ampliado.

Afirmamos también que no puede admitirse que con tanta información y conocimiento como los generados en los últimos tiempos y acumulados por las instituciones del Estado presentes en el coloquio, y por la propia academia, se pretenda invisibilizar a grupos, sectores, regiones: los niños y las madres que mueren en el alumbramiento; los indios; los viejos; los carentes de ingresos mínimos que los hacen pobres extremos, los llamemos o no así, todos ellos son falanges que reclaman y merecen atención especial e inmediata.

La pobreza y la desigualdad que nos desbordan y que hoy conocemos al detalle, gracias al avance tecnológico y conceptual logrado, no son fenómenos aislados o sectoriales, sin historia ni estructura. Qué hemos hecho y qué hemos omitido o ignorado en estos años de cambio; la forma de crecimiento económico adoptada o aceptada como mandato divino, como precio para estar en la globalización y deleite de las élites acomodadas, todo ello debe entrar en el balance: la situación no acepta ya ejercicios sobre la tierra del futuro, la de la gran promesa. Exige revisar la relación imperante entre la política económica y la social y empezar ya, aquí y ahora, a suprimir la subordinación de la segunda respecto de la primera que se ha impuesto como costumbre hasta llegar al bochorno de declarar fracasadas las políticas de alivio o asistencialistas para los pobres, pero no para pedir un cambio de curso sino para insistir en más recortes y contracción de lo público en todos los planos: la educación, la salud, la seguridad social.

El Congreso de la Unión, la Comisión Nacional de Desarrollo Social, la academia toda, como si fuera una sola universidad nacional, deben montar cuanto antes un diálogo público y nacional destinado a revisar leyes y reglamentos que nos permitan redefinir la pobreza a partir de nuevas convenciones de las que puedan emanar también nuevas configuraciones de política para la acción inmediata y para el caminar estratégico que la propia dureza y magnitud del fenómeno nos imponen. En el centro tendrá que estar la convicción de que sin un Estado social propiamente dicho no hay camino para México; no al menos el que nos puede llevar a una patria de la equidad o el bien común, en la que los grandes propósitos de igualdad tengan sentido y materialidad. En torno de una nueva ética pública que no tema reconocer en la solidaridad un valor moderno y universal.

En nuestro caso, esta reivindicación de lo público y del Estado necesario implica la construcción de un Estado fiscal en condiciones de recaudar y gastar mucho y bien. Lo que es inadmisible, a la luz de los resultados examinados, es la renuncia del gobierno a continuar la reforma fiscal apenas esbozada, así como la decisión injustificada e injustificable de recortar el gasto público para remediar la caída de los precios del petróleo. Los vacíos creados por estas decisiones pueden ser más anchos y profundos que lo imaginado desde las computadoras de la planeación financiera.

Ni grandes esperanzas, diría Dickens, ni ilusiones vanas. Tan sólo un primer intento por revivir lo que le dio al país, en y a través del autoritarismo corporativo del pasado, la convicción de que había un camino por hacer al andar: un realismo histórico labrado a golpe de la adversidad que ha empedrado nuestra historia.

La democracia tan costosa que hemos logrado merece eso y más, antes de que la echen por la borda los demócratas de ocasión, de riego y temporal que se aposentaron en sus foros como si los hubieran recibido como legado divino… o de Calles.