Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 16 de agosto de 2015 Num: 1067

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Elogio de lo inútil
Fabrizio Andreella

La mujer en la ciudad
Leonardo Cazes entrevista
con Antonio Risério

Trans-lúcido:
tres estaciones

Ingrid Suckaer

Teilhard de Chardin y el
sentido de la evolución

Sergio A. López Rivera

Vigencia de Teilhard
de Chardin

Hugo Gutiérrez Vega

Cartas de viaje
Teilhard de Chardin

Dos poemas

“Las ideas cristianas
se han vuelto locas”
De Teilhard a Francisco

José Steinsleger

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Poema
Stelios Yeranis
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Javier Sicilia

La enseñanza de la tragedia

Si algo caracteriza a la tragedia griega, además de ser la expresión del sobrepasamiento de los límites en los que lo humano debe vivir –la tragedia es hija de la desmesura–, tiene, además, un sesgo no sólo de protesta, sino de catarsis política capaz de transformar el orden social. Las troyanas (415), de Eurípides, por ejemplo, tenían, como nos lo muestra Georges Steiner, la capacidad no sólo de denunciar y reprobar las atrocidades que los atenienses harían en Melos (416), sino de cambiar con el tiempo la lógica depredadora que había acompañado siempre a los vencedores. Lo mismo sucede con Antígona (442), de Sófocles. La historia tiene que ver, como siempre, con la desmesura: Etéocles y Polinices, los dos hijos de Edipo, habían muerto en mutuo fratricidio. El primero había defendido la ciudad de Tebas ante el embate de Polinices que reclamaba, como habían pactado, su turno de gobernarla.

Antígona inicia con Creonte que ha restaurado el orden de la ciudad y ha dispuesto las honras fúnebres para Etéocles, defensor de Tebas, y la putrefacción del cuerpo de Polinices el traidor. Antígona se opone y, contraviniendo la ley, entierra a su hermano. El conflicto que a partir de entonces surge entre ella y Creonte se da, como lo señala José Ángel Valente, entre la ética y la ley de la ciudad, es decir, entre el lenguaje poético, que va a la sustancia de las cosas y busca recomponer la desmesura del doble fratricidio, y la unilateralidad ciega y persistente del orden del poder que se basa en la exclusión y la repetición constante de su ritual. En nombre de él, Creonte condena a muerte a Antígona. Necesita destruirla, dice Valente, “porque [ella] va destruir la ley” como Polinices quería hacerlo al querer asaltar Tebas.


Viñeta de Juan Puga

Para Creonte, que en esa condena expresa la totalización de lo político, “la inflación del Estado, el chantaje del orden, la noción falaz del orden que detiene y degrada la historia”, Antígona “es la aberración peligrosa del espíritu, una manifestación de la conciencia libre del hombre en la materia de la historia”. Una presencia que, en su feminidad y su discurso, pretende destruir la armonía que –es la lógica del Estado– debe haber entre el poder y su expresión inamovible. “En cierto modo, al oponerse a la ley de la ciudad, [Antígona] se opone a una forma ya revelada del dios” o, mejor, se opone a una revelación de dios petrificada en ideología. Por lo mismo, trae consigo una revivificación del misterio que le devuelve su insondable vitalidad en la presencia de una proporción: todo ser humano tiene en su humanidad el derecho a ser honrado y amado. “Yo –dice Antígona a Creonte– no estoy hecha para compartir el odio, sino el amor.” Por encima de una revelación anquilosada –continúa Antígona en un lenguaje que podía aprobar la mística– están las leyes no escritas, inquebrantables de los dioses, cuyo poder no es de hoy, ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe desde qué luz resplandece”. Hölderlin, nos recuerda Valente, en sus “Observaciones sobre Antígona”, la llama, por lo mismo, antitheos (“semejante a un dios”), que para Hölderlin quiere decir: “el que, en el sentido de Dios mismo, actúa como contra Dios”.

Su condena, que continúa la desmesura y, por lo mismo, la tragedia (el hijo de Creonte, Hemón, prometido de Antígona, a pesar de que Tiresias ha logrado revocar la sentencia de Creonte, después de atentar contra su padre se suicida al enterarse de que ella también se ha suicidado en la cueva en la que ha sido encerrada; Eurídice, la esposa de Creonte, hace lo mismo al conocer la muerte de su hijo), devela, al mismo tiempo, no sólo “la naturaleza impositiva de los establecido, la reducción de la ley al mero plano de la eficacia” (Valente), sino también la forma de lo humano olvidada y despreciada por el poder.

La fuerza poética de la tragedia tenía todavía la capacidad de cimbrar el lenguaje petrificado de la institucionalización del poder, su cristalización en ideología, dentro de la plaza pública. Esa fuerza hoy sólo surge, a veces, en las márgenes de la ciudad de tragedias inmensas e insondables que rebasan a la misma ley.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones y devolverle su programa a Carmen Aristegui.