Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 23 de agosto de 2015 Num: 1068

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El regreso a España
de Max Aub

Yolanda Rinaldi

Hiroshima
Sylvia Tirado Bazán

Fidelidad al plural
Valerio Magrelli

Quimera o vida:
Nerval y Dumas

Vilma Fuentes

Flannery O’Connor: la
parábola y la escritura

Edgar Aguilar

El nacimiento del
melodrama y la
muerte de la tragedia

Gustavo Ogarrio

El viandante
y los escritores

Jorge Bustamante García

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 
 
Relacionaba su modo de sentir el
catolicismo con su forma de hacer
literatura, es decir, de contemplar
el misterio de la vida.

Edgar Aguilar

La novelista y cuentista católica nació en Georgia, Estados Unidos.
Mujer frágil de pluma fulminante.

Qué escritora tan particular es Flannery O’Connor (1925-1964). Su vocación católica la hace una autora única para su época y su entorno: el llamado “cinturón bíblico” del sur de Estados Unidos, de raíz fuertemente protestante. Menuda y sonriente, O’Connor creó en sus cuentos y novelas un singular universo –no exento de humor– que se verá transgredido, en el que sus personajes reciben a cuenta de sus actos, en apariencia nimios, una tremenda lección de vida; lección que, sin embargo, se tornará reveladora.

Ferviente lectora de Santo Tomás de Aquino y criadora de pavorreales en su apacible hogar de Georgia los últimos años de su corta existencia, Flannery O’Connor relacionaba su modo de sentir el catolicismo con su forma de hacer literatura, es decir, de contemplar el misterio de la vida: “El cristianismo no es un conjunto de reglas que fija lo que se ve en el mundo. Fundamentalmente afecta a la escritura garantizando el respeto por el misterio”, discurría respecto a su obra.

O’Connor era una mujer de constitución frágil –padeció una enfermedad degenerativa–, mas fulminante en su escritura. Su novela Sangre sabia (1952) es, en este sentido, contundente. Hazel Motes, el protagonista, es un extraño y sombrío predicador que busca fundar la Iglesia sin Cristo. Su locura es llevada a sus últimas consecuencias: se abrasará los ojos con cal viva. Pero al quedar ciego, se salvará. La contradicción, si la hay, obedece a un orden espiritual que guarda su razón en los Evangelios: el “probo” será rechazado, acaso reprendido, y el blasfemo, al descubrir a Cristo en su interior, obtendrá su recompensa, esto es, la vida eterna.

Es inquietante la idea que, en boca del predicador, la autora deseaba transmitir: al suprimir a Cristo, una renovada o nueva noción de redención habrá de transformar al individuo común; de allí la necesidad de un nuevo Jesús –como Hazel Motes clamará más adelante–, un nuevo redentor que nos haga ver otra vez, ya que hemos dejado de percibirlo, que su misión en la Tierra es salvar a los pecadores y no a los justos. De hecho, en sus cuentos, los “justos” tendrán una nueva oportunidad de ser redimidos, aunque esto los conduzca al oprobio, el vacío existencial o incluso la muerte.

Así, este ser “íntegro” (blanco protestante), constatará en carne propia y en una suerte de terrible revelación lo absurdo de sus pretensiones como practicante del cristianismo. De aquí que O’Connor emplee de diversas maneras, pero casi invariablemente en sus relatos, una versión personalísima de la parábola bíblica, no con el fin de aleccionar al lector sino para manifestarle en toda su complejidad el sentido trascendente de nuestros actos, derivado de una verdad que se funda en los secretos de la fe, aun y sobre todo, de una fe erróneamente entendida de sus personajes.

Un claro ejemplo de lo anterior es el estupendo relato “Un hombre bueno es difícil de encontrar”. Una tradicional familia del sur de Estados Unidos decide emprender una excursión por carretera a Florida. La familia se compone de la abuela, su hijo Bailey, la esposa de éste y los hijos del matrimonio (una niña, un niño y un pequeño de brazos). Además, una gata irá escondida en la cesta de la abuela. A lo largo del recorrido, la abuela irá contando anécdotas en apariencia triviales. Los niños se comportarán como niños (pelearán entre ellos, impacientes por “lo aburrido” del viaje) y los padres como los adultos que son.

Durante un punto del trayecto, la abuela sugerirá desviarse del camino para realizar una rápida inspección a una antigua finca que asegura alguna vez visitó de joven. Su hijo Bailey, a regañadientes y ante la insistencia de sus hijos por un supuesto pasaje secreto –invento de la abuela–, accede. El auto en el que viajan se introduce por un sendero pedregoso e irregular y, al no lograr sortear un montículo, dará una “vuelta de campana”. Tras el accidente, al salir sus ocupantes ilesos del auto, otro auto se aproximará colina arriba. En él van un sujeto que se hace llamar el Desequilibrado –o el Inadaptado– y dos de sus secuaces. La abuela, al recordar haberlo visto en el periódico como un criminal acabado de darse a la fuga, lo reconoce y se lo dice. Esto provocará la perdición de todos, más la insólita revelación que tendrá la abuela poco antes de morir. El final del cuento es sencillamente perturbador.

La abuela es el vivo retrato de una ciega mentalidad, de un tipo muy distinto a la ceguera real de Hazel Motes, que pretende comportarse y hablar en cualquier situación, por penosa que sea, de manera “cristiana”. El diálogo que sostendrá con el Inadaptado –el símbolo del pecador– para salvar el pellejo es de un patetismo sorprendente. El único hombre que puede en ese instante ayudar a la familia “en apuros”, y que en un primer momento da la impresión de querer hacerlo, lo que nos remite al “buen samaritano”, al ser señalado e identificado por la abuela, se mostrará tal cual, es decir, como un asesino, lejos de ese “buen hombre” que creerá ver y en el que insistirá ridículamente la abuela.

La parábola escritural de Flannery O’Connor parece actuar desde una interpretación más profunda, menos literal que lo que dicta el Evangelio, pero a la vez íntimamente apegada a él en su significación más generosa y humana. En su libro de ensayos Mystery and Manners, al abordar este cuento aclaró su autora: “la abuela está siempre sola ante el Inadaptado. […] Se da cuenta de que está ligada a él por lazos de misericordia que tienen sus raíces en la profundidad del misterio”. Y en una carta fechada en 1960 no dejó de advertir: “En la versión protestante, gracia y naturaleza no tienen nada que ver, por eso la señora hipócrita, banal y sin humanidad no puede ser un médium de la gracia. Sin embargo, yo veo las cosas de otro modo, yo soy una escritora católica.” Quizá por ello sus cuentos nos resulten tan fuertes y desconcertantes, aunque no dudará en concederle a sus personajes un final tan dramático como imprevisiblemente revelador.