Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 23 de agosto de 2015 Num: 1068

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El regreso a España
de Max Aub

Yolanda Rinaldi

Hiroshima
Sylvia Tirado Bazán

Fidelidad al plural
Valerio Magrelli

Quimera o vida:
Nerval y Dumas

Vilma Fuentes

Flannery O’Connor: la
parábola y la escritura

Edgar Aguilar

El nacimiento del
melodrama y la
muerte de la tragedia

Gustavo Ogarrio

El viandante
y los escritores

Jorge Bustamante García

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Sobre el ser que se es

Juan Domingo Argüelles


Compás de cuatro tiempos,
Ignacio Ortiz Monasterio,
Claudio Isaac (ilustraciones),
Cosa de Muñecas Editorial/Ediciones La Rana,
México, 2015.

Como es bien sabido, Marcel Proust reprochó a la crítica esquemática de Sainte-Beuve el “no haber percibido el abismo que separa al escritor del hombre de mundo” y el no haber concebido la literatura de manera auténticamente profunda en ningún momento de su vida, limitaciones que lo llevaron a desdeñar a Stendhal y a no comprender a Balzac y a otros grandes escritores, por lo mismo que no entendió jamás (gran verdad proustiana) que “el yo del escritor sólo se muestra en sus libros” y que todo lo demás (sus vínculos, sus intereses, su ideología; sus simpatías, diferencias y prejuicios) es absolutamente accesorio.

Por todo ello, Sainte-Beuve y los críticos seguidores de su escuela son incapaces de comprender que toda literatura, incluida la fantástica, es sin contradicción y en esencia autobiográfica. Y uno recuerda todo lo anterior, justamente al leer los relatos del libro Compás de cuatro tiempos (Cosa de Muñecas Editorial, 2015), de Ignacio Ortiz Monasterio (Ciudad de México, 1972), pues la materia prima memorable de sus narraciones tiene que ver con la intensidad de algunos instantes de la vida cotidiana, pero que él transforma en excelente literatura porque su yo literario evade, con destreza y maestría, la crónica primaria del acontecer sin más.

Bien leídos y asimilados su Montaigne y su Borges, Ignacio Ortiz Monasterio sabe contar historias; historias que son a un tiempo cuentos y crónicas familiares; ensayos narrativos intimistas por momentos, a veces con gran sentido del humor, otras con nostalgia o melancolía, pero siempre con sensibilidad literaria y con profundidad artística.

Volviendo a Proust, tendríamos que decir, con él, que Ortiz Monasterio sabe que “las cosas hermosas que escribiremos si poseemos talento están en nosotros, difusas, como el recuerdo de una melodía que nos cautiva sin que podamos alcanzar su contorno”, pero que ya alcanzado nos da la clave y el tono para hacer, con los materiales de los instantes cotidianos, inolvidables y entrañables páginas literarias.

Los cuatro relatos que integran este librito (ilustrados hermosamente por Claudio Isaac) son estupendos, llenos de reflexión sobre el ser que se es (el yo del escritor), plenos de guiños irónicos y con una sutilidad retratística que convierte la biografía y la autobiografía en un género de fusión. Nadie tendría por qué saber siquiera si lo que el autor refiere es realidad o fantasía, pues al cabo toda la literatura (incluso la realista) es ficción, porque la literatura exige una decantación de los materiales primigenios y define una forma, una estructura y una expresión que están más allá de la realidad elemental.

En los textos de Ignacio Ortiz Monasterio todo es posible porque todo es real, pero también porque todo es fantástico. Lo mismo el relato sobre un viejo automóvil desvencijado, unido a la memoria por afectos, percances y colisiones, que la crónica intimista del aislamiento en ciudad y en país extraños, que conduce a la reflexión, al pensamiento filosófico existencial producto de una soledad que puede incluso palparse en sus orillas. Así también el relato sobre un canino amado y conmovedor que se humaniza para integrarse al microuniverso familiar; e igual el cuarto y último relato (“Un colibrí en casa”), que tiene la delicadeza, la sutil construcción (que va con el tono de la fragilidad del ave) de esas piezas inolvidables que nos recuerdan las levedades de los mejores relatos de, por ejemplo, un Truman Capote: el Truman Capote más íntimo, el de Un árbol de noche, el de Música para camaleones.

Además, una de las mayores virtudes de los relatos de Ignacio Ortiz Monasterio es no caer jamás en la autoindulgencia. Los referentes culturales y el guiño irónico están dejados caer en la narración como al desgaire, no para ostentar erudición o sabiduría, sino como puntos de apoyo necesarios para que lo que cuenta cobre impulso. Quiero decir con ello que en los textos de este autor no hay lastres de pedantería retórica. La originalidad está en la autenticidad: en escribir, antes que nada, para uno mismo y no principalmente para los demás. Es bien sabido que todos los escritores que en sus libros no dicen nada a nadie, es por haber querido decir algo a todos.

Esto último solía afirmarlo el gran cuentista y memorialista peruano Julio Ramón Ribeyro, a quien debemos también una concisa definición del cuento: “Siempre he dicho que un buen cuento es aquel que reúne observación, ironía, buen gusto, estilo, trascendencia, originalidad y poesía.” Todos estos elementos los encontrará el lector, perfectamente integrados, armónicamente ensamblados, en los cuatro relatos de Compás de cuatro tiempos; cuatro relatos entrañables que constituyen la carta de presentación de este escritor que, con seguridad, habrá de darnos las otras páginas que, con estas excelentes expectativas, quedaremos esperando.