Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 30 de agosto de 2015 Num: 1069

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Hablar sobre
Pedro Páramo

Guillermo Samperio

Instantánea
Marcos García Caballero

Kati Horna, vanguardia
y teatralización

Adriana Cortés Koloffon entrevista
con José Antonio Rodríguez

Asbesto: un
asesino en casa

Fabrizio Lorusso

Uno más de
esos demonios

Edgar Aguilar

¡Gutiérrez Vega, a escena!
Francisco Hernández

Manuel Ahumada,
testimonio y transgresión

Hugo José Suárez

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Jaime Muñoz Vargas
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Luis Tovar
Twitter: @luistovars

Patriarcado y orfandad

Por causas que historiadores y sociólogos están en mejores condiciones de explicar, si uno juzga a partir de ciertos hechos concretos, así como de ciertas obras literarias que se cuentan entre las más relevantes de la región, Latinoamérica ha sido campo fértil para el florecimiento de toda suerte de patriarcados (aunque, por cierto afortunadamente, no a la manera tendenciosa y convenenciera que Krauze y otros han querido establecer como dogmas histórico-ideológicos para diagnosticar mesianismos que sólo a ellos les quedan claros). Cualquiera que haya leído la paraguaya Yo, el supremo; la cubana El recurso del método; la colombiana El otoño del patriarca; o las mexicanas Pedro Páramo, La sombra del caudillo y La muerte de Artemio Cruz, por sólo citar los ejemplos más conocidos, ha sido lector-testigo de la manera en que la literatura latinoamericana se ha hecho eco de la realidad sociopolítica que le da origen, es decir, ésa que de manera diríase consustancial y evidentemente consuetudinaria, a lo largo del siglo pasado y aun en éste que va corriendo, no ha dejado de generar personajes que, con independencia del carácter benéfico o pernicioso de su proceder, adoptan –o al menos insisten en alcanzar– el papel de patriarcas. Así Lázaro Cárdenas, significativamente llamado, y no sin calidez, Tata, es decir “papá”; así el agridulce y asaz contradictorio Juan Domingo Perón; así la miríada de dictadores y dictadorzuelos –verbigracia los nicaragüenses Somoza y Ortega–; así el ejército de matarifes y gorilas con uniforme –los Stroessner, Videla, Vargas y Pinochet, más un desgraciadamente largísimo etcétera.

Llenar el vacío

Si es verdad aquella teoría según la cual arriba es como abajo, la explicación de esta búsqueda y establecimiento constantes de una figura paterna a nivel gregario, tan acendrada en América Latina, no radica sólo en el encumbramiento al poder, habitualmente valido de astucia y capacidad corruptora, de uno de los segmentos de la sociedad, sino en muy enraizados rasgos idiosincrásicos de la misma, así como en igualmente profundas características antropológicas, sobre todo aquella que conduce a todo grupo social a la elección de un líder, así como al mantenimiento de una fidelidad al mismo que, en ocasiones, puede llevar paradójicamente al estropeamiento de las condiciones de vida del grupo.

Cuestión de escalas, la organización social reproduce arriba lo que se multiplica abajo: el núcleo familiar tradicional determina la necesaria existencia del padre, entendido como proveedor material pero también como fuente de autoridad, protección, instrucción, formación, modos de inserción en el siguiente grupo social en la escala –barrio, comunidad cultural, nacionalidad–, valores éticos y morales, etcétera.

A partir de estos dos principios –el de la búsqueda del padre a nivel tanto masivo como individual, por un lado, y por otro la corruptibilidad histórica del modelo social– es como mejor y más ampliamente puede comprenderse la proliferación reciente del cine latinoamericano que tiene a la orfandad como tema de fondo. Puerto padre (Costa Rica-México, 2013), escrita, coproducida y dirigida por el costarricense y entonces menor de cuarenta años Gustavo Fallas, es uno de los ejemplos más recientes de dicha tendencia. Su protagonista –un joven e histriónicamente algo envarado Jason Pérez– es Daniel, un chico de apenas dieciséis años, sintomáticamente huérfano, que sale no en busca del padre sino de trabajo, y que involuntariamente halla más lo primero que lo segundo. La variante que le confiere singularidad al filme es la repulsión que Daniel muestra hacia lo que su recién descubierto padre es y significa: interpretado por un Gabriel Retes de aspecto decadente y repulsivo, Chico –hábil juego nominal-semántico para indicar la minoría de edad permanente de ciertos paterfamilias– es todo, menos aquello que se supondría debe ser un padre, y lo demuestra en el usufructo físico y emocional que hace de Soledad –una Adriana Álvarez que en buena medida se roba la pantalla–, virtual hija adoptiva a la que explota sin asomo de culpa.

He aquí un buen apunte, ahora costarricense, para reflexionar cinematográficamente en torno a la condición latinoamericana de patriarcados en bancarrota, rechazo patente a lo que la exacerbación de ese modelo ha prohijado, pero sobre todo en torno a la situación actual de orfandad cada tanto más acusada, que busca sin mucho éxito algo con qué sustituir a tlatoanis, tatas, padrastros y padrinos.