Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 6 de septiembre de 2015 Num: 1070

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

¿Qué hay por Europa?
Yordán Radíchkov*

Bangkok, puerta
de Indochina

Xabier F. Coronado

Mariano Flores Castro
y Máximo Simpson

Marco Antonio Campos

Ecológica
Guillermo Landa

La interioridad
(o la paradójica
edificación de un hueco)

Fabrizio Andreella

Israel y Palestina:
coincidir en la resistencia

Renzo D’Alessandro

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Yordán Radíchkov*

Un día las ranas de la ciénaga advirtieron que por el camino se aproximaba una rana desconocida. Saltaba con una y otra pata y repetía:

–¡Zaz cuaz, tris tras!

Al llegar a la ciénaga, se detuvo y saludó. La rana más vieja le preguntó.

–Querida amiga, la vemos tan llena de polvo, ¿acaso viene de lejos?

–No de lejos, ¡de lejísimos! –contestó la rana y por su parte le preguntó:

–A propósito, ¿hace mucho que viven en esta ciénaga?

La rana vieja expresó:

–Estamos aquí desde tiempos bíblicos. Cuando las aguas del diluvio universal se replegaron, en los alrededores quedaron muchas ciénagas, pantanos y charcos. Nuestra ciénaga data de aquel entonces y puede decirse que nosotras, sus habitantes, somos de aquellas épocas.

–Yo también viví en una ciénaga parecida –manifestó la recién llegada–, no estaba nada mal pero era aburrida.

–Algo aburridora –convinieron las ranas para luego añadir: ¡Y dónde no es ahora aburrido!

–En Europa –expresó la desconocida–. A propósito, ¿han estado en Europa?

Las ranas de la ciénaga confesaron que no habían estado en Europa pero sí habían oído hablar de ella.

–Yo estuve –se jactó la recién llegada– y les voy a contar qué vi en Europa.

–¡Cuenta, cuenta! –le rogaron las ranas y se apiñaron en torno suyo para oír su relato.

–Les comenté que vivía en una ciénaga parecida a la suya –comenzó su relato la recién llegada–, hasta que un día llegaron donde nosotras unos cazadores de ranas. Igual que muchas de mis camaradas, también yo fui atrapada en sus redes. Después de aquello nos trasladaron a un enorme vagón de ferrocarril, engancharon el vagón a una locomotora y emprendimos el viaje. Durante la travesía nos enteramos que el vagón viajaba rumbo a Europa y que Bulgaria exporta continuamente vagones de ranas a Europa.

Aquí una de las ranas más viejas intervino:

–Europa puede europeizarse cuanto quiera, pero no puede seguir sin nuestras ranas.

–Así es –consintió la recién llegada–. Eso nos quedó claro en nuestro viaje. El vagón de ferrocarril tenía muchas rendijas y agujeros y a través de ellos podíamos observar y puedo decirles que en cuanto nos internamos en Europa, empezaron también nuestras sorpresas. ¿Qué nos sorprendía, por ejemplo? Nos sorprendía, por ejemplo, que por el trayecto a menudo nos topábamos con charcos que estaban de pie. Permanecían totalmente de pie, pero había también algunos ligeramente ladeados. Una ocasión, al vernos viajando en el vagón, un numeroso grupo de charcos erguidos se echó a correr a la par de nosotras, pero quedó rezagado... Además de los erguidos, de tiempo en tiempo veíamos también sobrevolar el vagón a charcos voladores. ¡Volaban como crepas!

Algunas ranas preguntaron qué era aquello de crepas.

–Tampoco yo lo sé –confesó la viajera–, pero puedo decirles ¡que volaban como crepas...! No faltaban tampoco charcos ambulantes, marchaban por el camino meditabundos y a paso cadencioso, sin prestar atención a nuestros gritos. No sólo estaban meditabundos, sino también tristes. Nos topábamos además con charcos apoyados en las poses más pintorescas al lado de las vías del ferrocarril. Cuando por las noches nos deteníamos por más tiempo, empezábamos a cantar en coro. De inmediato se apiñaban afuera a escuchar nuestro canto. Nos saludaban ruidosamente, les complacían nuestras canciones.

–Porque son nostálgicas –señaló una rana y preguntó–: ¿Qué era lo que cantaban más?

–Entonábamos distintas canciones pero más a menudo cantábamos: “Prepara tu casorio, rana, rana croadora.” Con esa canción los trastornábamos... Ah, una vez quedamos asombradas al ver un signo vial con el dibujo de una rana. Prestamos atención y nos enteramos que ese signo vial es para los conductores. Si en algún sitio cruzan ranas, allí se coloca una señal para disminuir la velocidad y no aplastar por descuido a alguna rana.

–En nuestro país eso es imposible –dio un suspiro la más vieja de las ranas–. En nuestras carreteras jamás colocarán ese tipo de señales. ¡En este país cualquiera te aplasta como le viene en gana! En ranas aplastadas ocupamos el primer lugar.

Las ranas jóvenes interrogaron a la viajera:

–Si en Europa es tan maravilloso, ¿por qué regresaron a nuestras ciénagas y charcos?

–¿Que por qué regresamos...? Porque, a propósito, no deseábamos convertirnos en codornices de agua –respondió la rana y tras un instante de silencio, continuó su relato–: Cuando llegamos y abrieron las puertas del vagón, descubrimos que delante de nosotros se hallaba Europa misma con una bocota así de abierta. Entonces comprendimos que nos habían traído para ser devoradas por Europa. Europa come ranas y para que los demás no se enteren de ello, llama a las ranas codornices de agua.

–¡Oooh! –exclamaron en coro las ranas de la ciénega–. ¡Mira tú lo que es la Europa esa!

–En cuanto supimos de qué se trataba el asunto –prosiguió la viajera–, hasta la última saltamos del vagón de ferrocarril y nos desperdigamos cada cual por donde pudo. ¡Con mil afanes conseguí volver acá!

–¡Malo el cuento! –acordaron sus oyentes.

–¡Malo no, malísimo! –expresó la viajera. Se puso a pensar un momento y añadió–: Les diré, pese a todo, ¡no está mal que uno viaje un poco! Si no viaja, ¡de qué otra forma va a enterarse de que en el mundo hay charcos erguidos y que Europa come ranas!

* Yordán Radíchkov (1929-2004) nació en Kalimanitsi, una aldea de Bulgaria que desapareció bajo las aguas de una represa. En 1959 publicó el libro de cuentos El corazón late por los hombres, al que siguieron cuarenta títulos más. Eterno candidato al Premio Nobel, murió sin recibirlo. En 1971 se le otorgó el Premio de Literatura Dimitrov, uno de los más altos reconocimientos búlgaros. Obtuvo numerosos galardones fuera de su país, entre ellos, en 1984, el prestigioso Premio Grinzane Cavour al mejor libro extranjero publicado en Italia. “Qué hay por Europa”, del libro Malki zhabeshki istoriiCuentecillos de ranas– publicado en 1996, cobra una actualidad sorprendente a la luz de la crisis europea de estos días.

Traducción del búlgaro de Reynol Pérez Vázquez