Opinión
Ver día anteriorJueves 10 de septiembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Calumnias
E

l resultado de la investigación del GIEI de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos derribó sin misericordia la verdad histórica del procurador Murillo Karam. Estamos de nuevo en la oscuridad. La versión anterior de la procuraduría era suficientemente aterradora, ahora no queda más que imaginar lo peor. Hago responsables a los funcionarios y a los políticos de esta disposición a creer lo peor, porque desde la doble capacidad que han mostrado para hacer barbaridades y para mentir o inventar seudoverdades han generado una atmósfera apocalíptica en la que todo es creíble porque todo –hasta lo impensable– es posible. Ayotzinapa así lo ha demostrado.

Podemos ver los efectos de tan terrible historia en muchas dimensiones de nuestra vida social. Es condenable desde cualquiera de ellas, genera desconfianza y destruye las relaciones entre el Estado y la sociedad, así como las relaciones en el interior de la sociedad misma. Creo que si leemos la manera en que el gobierno ha tratado los acontecimientos de Ayotzinapa desde la perspectiva de la moral pública y de su impacto sobre los comportamientos privados, podemos calibrar la profundidad del daño que nos ha hecho la tragedia. Ahora creemos todo de todos y no podemos distinguir la calumnia de la verdad. Es una condición corrosiva que envenena las relaciones sociales.

Muchas veces cuando hablamos y repetimos historias escuchadas así de paso, olvidamos el poder de la calumnia. Hace unos días oí contar la historia de un joven suicida a quien conocí hace muchos años, en una versión que me pareció rarísima porque a mi amigo le habían colgado el sambenito de un pacto suicida con otro joven. Le llamé la atención a quien me contó la historia al hecho de que entre los dos supuestos suicidas había más de 15 años de diferencia. Me miró soprendido y me dijo: Ah, bueno. Entonces no fue así. Y seguimos platicando. Poco después, en una conversación de sobremesa, alguien afirmó que una persona que había vivido muchos años en el extranjero regresaba ahora porque ya se había olvidado el asesinato que le atribuían. ¿Perdón? De casualidad conocía al personaje, que había sufrido una grave enfermedad y había recurrido a la medicina estadunidense porque era más avanzada. Segunda calumnia de la semana. Sin mala intención, así como de pasada. No parece importar demasiado el gravísimo daño que supone achacarle a un individuo un asesinato sin más apoyo que el rumor popular.

A los cínicos les gusta citar a una moralista del siglo XVIII, Julie de l’Espinasse: la calumnia es como una mancha de aceite que se extiende y deja huella. Eso es precisamente lo que buscan las calumnias de los ociosos, de los envidiosos, de los malintencionados, de los que usan la credibilidad de los demás en su propio beneficio. Hace muchos años aprendí que la calumnia es prácticamente invencible, que es muy poco lo que uno puede hacer para defenderse de semejante monstruo. Frente a las historias de supuestos crímenes, abusos, trampas, adulterios, asesinatos, tráfico de influencias, uno está inerme, nada puede contra las fantasías del otro, que están más al servicio de su imaginación que de la realidad.

Uno de los aspectos más lamentables del deterioro de nuestra vida pública es el gran espacio que la calumnia ocupa en lo que llamamos información, que, al igual que muchos otros delitos, goza de total impunidad. Pero, ¿cuál es su origen? ¿Proviene de una conspiración o es un problema de gobernanza, como se dice ahora? Estamos dispuestos a creer cualquier cosa porque sabemos a ciencia cierta que funcionarios y políticos son capaces de eso y más, así que si nos cuentan otra, por descabellada que sea, no nos sorprende. Esta perversión de la vida pública revuelve la verdad y la no verdad; la información fundada en evidencia ha sido desplazada por un flujo interminable de mentiras y calumnias que circulan en forma desenfrenada, en buena medida porque, cuando examinamos las versiones oficiales de lo que ocurre en el país, resultan falsas. Son tantas, y algunas de ellas tan extraordinarias, que ya creemos cualquier cosa. En descargo de nuestra credibilidad, repito, en mi opinión políticos y funcionarios nos han llevado a desarrollar esa capacidad: ¿acaso no creemos que una mujer joven se aventó desde el balcón del departamento del Niño Verde en Cancún? ¿A poco no es cierto que a Florence Cassez le pidieron que actuara ante las cámaras su propia detención? ¿No fue La Paca, la miss Marple mexicana, quien descubrió gracias a sus contactos con el otro mundo los restos del diputado Muñoz Rocha? ¿El ex gobernador de Coahuila defraudó millones de dólares y en cuatro años aumentó la deuda del estado de 450 millones de pesos a 33 mil? Esas y muchas otras pruebas de comportamientos desquiciados pueblan los noticieros mexicanos. Por eso ahora creemos todo de todos, y si acaso dudamos nos conformamos con los dichos populares: Si el río suena, es que agua lleva.