Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 13 de septiembre de 2015 Num: 1071

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El Haití preelectoral y
los derechos humanos

Fabrizio Lorusso y Romina Vinci
entrevista con Evel Fanfan

Dos Poetas

La colección Barnes
Anitzel Díaz

Animalia
Gustavo Ogarrio

Tres instantes
Adolfo Castañón

Adolfo Sánchez
Vázquez a cien años
de su nacimiento

Gabriel Vargas Lozano

El puma y su
presa celeste

Norma Ávila Jiménez

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Resurrección
Kriton Athanasoúlis
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

Vidas escritas

Nunca hago planes rígidos acerca de lo que voy a leer porque se deshacen. Pero en 2015, sin proponérmelo, las lecturas se ramificaron de forma lógica y por eso no he transitado por los días neblinosos que suelen atarantarme entre libro y libro. Tampoco he incurrido en mi vicio de leer una novela policíaca en cuanto las lecturas se ponen densas pues ahora los temas se han vinculado sin obstáculos.

Los primeros meses del año me dediqué a leer libros de ensayo: sobre todo médicos y de viajes. Al principio lo hice porque quería escribir una crónica de viaje y necesitaba leer algunos ejemplos. En las antologías pude medir la longitud, el tono, los temas. Pero pronto el asunto de los viajes quedó atrás y me entregué a la lectura impulsada por los dos motivos más legítimos que se me pueden ocurrir: la indagación y el placer. No escribí mi ensayo pero leí como una posesa. Casi todo en inglés. Ensayos personales e intimistas, tanto que me han ido cambiando el gusto, porque yo no suelo leer a escritores con ese talante y hasta hace poco me aburría con las confesiones si no eran las de San Agustín.

Parece que, debido a un caso de amor mal entendido, los sucesores inmediatos de Montaigne fueron los ensayistas ingleses. Los franceses quedaron tan orgullosos y maravillados por lo que su compatriota había creado, que se quedaron paralizados durante decenas de años. A quien tratara de escribir ensayo se le acusaba de pretencioso y arrogante. Montaigne había roto el molde. Según John Jeremiah Sullivan, quien seleccionó y prologó el volumen Los mejores ensayos norteamericanos de 2014, después de Montaigne el ensayo, ese nuevo género, no tuvo sucesores inmediatos. Se volvió algo más rígido. “Se convirtió en algo menos íntimo, más opaco, se convirtió en los Discursos de Descartes y los Pensamientos de Pascal.” En cambio los ingleses, ni tardos ni perezosos, se dedicaron a imitarlo apasionadamente, antes, incluso, de la aparición de los Ensayos, de Bacon. Es un género que se ajustó como un guante al temperamento literario de Inglaterra.

Tengo para mí que a los escritores de habla española nos sucede lo que a los franceses. Muchos lectores exigen que el ensayo tenga la consistencia de una tesis. Demandan que cada hoja tenga un pie de página sobre el cual sostenerse, que se mencionen las lecturas, que se vea, pues, que el escritor no está hablando sin autoridad que lo ampare. Y eso no es una condición esencial del ensayo. El ensayo puede ser una opinión, una aproximación, la exploración libérrima de una idea. Desde el momento mismo de la traducción de Montaigne al castellano comenzaron las discusiones acerca de la ligereza que evoca la palabra “ensayo”.

Me sucedió que de tanto leer ensayo, me pasé a los libros de memorias. Eso sólo me había sucedido con los libros de Francisco González Crussí, un autor dotado de una gracia y una inteligencia que le permiten transitar con naturalidad por donde él quiera, desde la mesa de disección hasta el relato más íntimo. Este año, sin embargo, he leído cinco memorias en dos meses, cosa rara que me ha hecho sentir acompañada, parte de la humanidad. Leí Recortes de mi vida y El dique seco, de Augusten Burroughs, libros al mismo tiempo sórdidos y exaltantes. Recortes de mi vida es una autobiografía novelada; El dique seco es una autobiografía sin ficción, que relata la adicción del autor al alcohol, su internamiento, sus recaídas, las juntas de AA, la muerte de su mejor amigo. También leí la vida de Martin Short, el célebre comediante canadiense, un tipo extraordinariamente optimista a pesar de las múltiples pérdidas –entre ellas la viudez– que ha padecido; Blackout, de Sarah Hepola, la historia de una mujer que bebía y sufría frecuentes episodios de amnesia y El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, una conmovedora narración sobre la muerte de su esposo, el escritor John Gregory Dunne.

Hoy que escribo esto, murió Oliver Sacks. Dejó, además de sus luminosos y profundos libros de ensayo, dos tomos de memorias: Tío Tungsteno, memorias de un químico precoz, publicado en 2001 y este año, On the Move: A life. En ellos, gracias a la paradójica intimidad pública que entraña la escritura, Sacks, un hombre muy tímido, fue capaz de exponer minuciosamente sus penas y alegrías.

Leer autobiografías tan lúcidas como la de Sacks es un privilegio: el de la tenue pero auténtica intimidad con el pensamiento de un autor.