Opinión
Ver día anteriorJueves 17 de septiembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La gran tragedia de los refugiados
L

a gran tragedia de los refugiados en Europa nos retrotrae a escenarios que el mundo no vivía desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Y nos plantea, como entonces, dilemas políticos y morales que no pueden eludirse. Las cifras son terribles: casi la mitad de la población siria se ha desplazado dentro y fuera de sus ahora imaginarias fronteras; cerca de 2 millones llegaron a Turquía, unos 1.2 millones a Líbano, otros 650 mil se refugiaron en Jordania, 250 mil en Irak, es decir, se ubicaron en países solidarios pero sin la capacidad necesaria para atender la magnitud del problema social, cultural y económico que se les plantea. Los sirios, por supuesto, no son los únicos protagonistas de esta grave crisis humanitaria, pues ésta tiene en las orillas mediterráneas de África una de las caras más injustas y dolorosas expresiones de la irracionalidad del mundo contemporáneo.

Además, la incertidumbre abarca a kurdos, afganos, kosovares y a otros pueblos y comunidades donde se libran batallas despiadadas entre facciones religiosas y tribales que buscan el poder absoluto. Entre unos y otros abundan las diferencias. Según informaciones periodísticas consultadas para este artículo, muchos de los sirios son jóvenes que acaban de terminar la universidad, profesionales, trabajadores cualificados y pequeños empresarios, gran parte de los cuales vivían en zonas relativamente seguras de Siria, que ahora están directamente amenazadas por el Estado Islámico y el derrumbe del régimen. Forman parte, ha dicho un cronista, de un éxodo de proporciones bíblicas, guiado por la voluntad de no volver atrás cuando las cosas mejoren, cosa que estiman imposible. Ellos buscan el sueño de prosperidad al que tienen derecho y que a sus ojos Alemania representa, toda vez que sus países han fracasado y es preciso comenzar en otra parte, aunque se trate, de nuevo, de un peligroso espejismo que no puede ayudar a crear un mundo menos desigual e injusto.

Evidentemente, la travesía hacia Occidente de estos inclasificables migrantes-refugiados obliga a pensar en los límites de un orden global fallido, cuyos objetivos aún pueden dar lugar a las peores catástrofes. En verdad, si observamos sin prejuicio los antecedentes de la debacle actual, veremos cuán alto ha sido y es el costo pagado por la decisión estadunidense de crear un nuevo orden mundial tras los atentados terroristas del 11 de septiembre en Nueva York. La justificación antiterrorista, sostenida sobre prejuicios y mentiras, llevó a un callejón sin salida en el cual se alimentaron las pulsiones más violentas provenientes del mundo islámico, sin que por otra parte se rompieran los lazos fundamentales entre las potencias petroleras de Medio Oriente y sus principales aliados occidentales. El resultado está a la vista: fortalecimiento del Estado Islámico y ausencia de una alternativa al conflicto bélico en Siria y otros países, como Yemen, por no hablar de la crisis social que abarca a los países del África negra y a las frágiles naciones que ayer vivieron la primavera árabe y son puerta de escape de los migrantes que ya nada tienen que perder más que sus vidas. Vivimos, pues, los efectos de una crisis sobrevenida sobre otras crisis, incluida la debacle financiera que redujo el crecimiento de la economía mundial pero dejó intactos el peso y la influencia de las grandes empresas trasnacionales.

La queja contra el abuso de los migrantes, planteada por la derecha europea, tiende a nublar las causas de la crisis y a favorecer las posturas manipuladoras que buscan regentear el acceso de los refugiados sin adoptar medidas protectoras que obliguen a cambiar la visión del mundo en cuanto a una sociedad sin fronteras, realmente integrado gracias a un proyecto común en defensa de los derechos humanos, capaz de preservar sin discriminaciones la riqueza de la cultura universal. No es una paradoja menor que en la lucha contra el terrorismo, la pretensión de imponer la democracia a la americana haya terminado con los estados laicos en países de mayoría islamista. Tampoco es extraño que la eclosión de la migración sea hoy la razón de la revitalización de las fronteras europeas, símbolo emblemático, de su unidad. A querer o no, a la reacción nacionalista acompaña el fervor discriminatorio que nos retrae al pasado. El modelo, impuesto triunfalmente como el fin de la historia, hace agua en Damasco, pero también en Berlín.