Opinión
Ver día anteriorLunes 21 de septiembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El incidente
L

os vasos comunicantes. Isaac Ezban, entusiasta realizador mexicano de 29 años, ha logrado en poco tiempo perfilarse como uno de los talentos más novedosos del cine fantástico, como antes Guillermo del Toro con su opera prima Cronos o el español Alejandro Amenábar con Tesis, su debut inquietante.

En un contexto difícil, en el que una desafortunada distribución en las grandes salas, aunada a un comprensible escepticismo del público frente a un cine nacional sin vigorosas renovaciones estilísticas o temáticas, va surgiendo una generación de cineastas muy jóvenes –David Pablos, Michel Franco, Pablo Delgado, Santiago Mohar Volkow, el propio Ezban– que paralelo a su creación artística promueven su trabajo en festivales nacionales e internacionales, afinan estrategias de distribución alternativa, y participan en la producción de las nuevas cintas de sus pares. Toda una actividad proteica muy a contracorriente de las inercias de algunos de los cineastas que les precedieron y que a menudo confiaron pasivamente en la buena disposición de un aparato oficial que podía o no favorecerles.

Los campos magnéticos. Luego de realizar varios cortometrajes, entre los que destacan Cosas feas (2014) y el segmento La cosa más preciada en el filme colectivo México bárbaro (2014), Ezban ofrece en El incidente dos relatos fantásticos simultáneos, entrelazados al final, cuyo punto en común es la experiencia alucinante de personajes atrapados en una espiral de acciones que se repiten al infinito.

En la primera historia, dos jóvenes delincuentes, Carlos (Humberto Bustos) y Oliver (Fernando Álvarez Rebeil), su hermano menor) intentan burlar al detective Molina (Raúl Méndez) huyendo por la escalera de un edificio. En medio de la persecución se produce una misteriosa explosión y los tres personajes se descubren atrapados en una trayectoria sin salida que va del noveno piso al primero, sólo para reiniciar ahí, de manera absurda, como una construcción kafkiana que desafía las leyes de la gravedad y toda noción coherente de temporalidad.

Pasado y porvenir se confunden en un presente interminable y angustiante que pone a prueba la resistencia anímica de protagonistas orillados a la desesperación y al delirio. Una muerte accidental complica la situación, transformando en una prisión y en un sepulcro anticipado al primer escenario del thriller criminal.

Algo similar sucede en el segundo relato, en el que una carretera, auténtica cinta de Moebius, remplaza el espacio claustrofóbico de la escalera sin salida. Una familia sale ahí de vacaciones sólo para descubrir que la ruta elegida carece de la salida prevista y se prolonga circularmente de modo angustiante. De nuevo, una muerte accidental altera todavía más los ánimos ya trastornados, y hace del plácido viaje familiar un episodio de terror y degradación incontenible.

En las dos historias se resuelve, de modo misterioso, el asunto de la supervivencia física: una máquina en las escaleras distribuye cada día agua y comida chatarra, mientras una tienda en una gasolinera asegura a su vez la subsistencia de la familia. Todo esto, en ambos relatos, por espacio de más de 30 años.

Los pasos perdidos. A los innegables aciertos de la cinta –un clima de suspenso hábilmente sostenido, una partitura musical muy eficaz y la justa solvencia actoral de Bustos, Méndez y Álvarez Rebeil en el primer segmento–, cabe oponer el contrapunto de actuaciones menos controladas en la segunda historia (con excepción del niño Gabriel Santoyo, lo que predomina es el exceso) y un efecto de saturación dramática y de sobre-explicación filosófico-moral en las conclusiones.

El clima opresivo del primer relato, conducido siempre con sobriedad y firme pulso narrativo, deriva después en una incursión en el horror y lo grotesco que, aún justificada por la trama, el director maneja con menor rigor, algo evidente en el nivel de las actuaciones y en el fárrago filosófico del cual habría podido prescindir la cinta para una mayor eficacia.

El incidente parece resumir así, de modo desordenado y entusiasta, algunas de las primeras obsesiones temáticas del cineasta (presentes en sus cortos, recurrentes en su cinta más reciente, Los parecidos, aún inédita), y también sus declarados gustos literarios, el libro de ciencia ficción Time Out of Joints, de Philip K. Dick, o el emblemático relato surrealista Nadja, de André Breton.

Las filiaciones fílmicas pueden ser, por supuesto, numerosas, desde el evidente Hechizo del tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993) hasta El cubo (1997), la inquietante cinta canadiense de Vincenzo Natali, en la que un hombre se despierta muy lejos de su cama, atrapado en un laberinto de cubos interconectados, a lado de seis personas desconocidas, que buscan, cada una, salir de la trampa incomprensible sólo para extraviarse en ámbitos aún más aterradores.

Algo semejante sucede en esta primera obra desigual y estupenda del joven Isaac Ezban, algo en verdad muy digno de tomarse en cuenta.

Twitter: @CarlosBonfil1