Opinión
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Exuberancia del hiperfuncionalismo
M

e simpatizaron desde la primera vez que leí sobre ellos, quizá en algún escrito de Eric Hobsbawm o en el propio Carlos Marx. Los luditas protestaban por la degradación de sus condiciones laborales rompiendo máquinas. Se decía que los comandaba un personaje robinhoodesco conocido como el rey Ludd, que operaba desde el propio bosque de Nottingham. No me parecía mal.

Sólo que, en mi caso, el impulso antimáquina fue siempre en el fondo menos presentable, menos colectivista que los luditas. Yo quería romper la videocasetera porque no la sabía encender y no porque estuviera defendiendo mi chamba. Pero haiga sido como haiga sido, los luditas me caían bien. Era yo suficientemente retrógrado para apreciarlos.

Así, cuando se inventó el celular, tardé años en adquirir uno. No me gustaba que me encontraran a cualquier hora, y a las desventajas prácticas de las nuevas tecnologías se sumaba mi envidia. La verdad es que siempre me ha chocado tener un teléfono más inteligente que yo, y todavía hoy me acomplejo cuando me toca dar clases en un salón inteligente, que sólo sirve para publicar la insuficiencia de mi inteligencia, que no tiene idea de cómo aprovecharlos.

Más allá de la frustración (¡martillazo a la tocadora de cedés!) y de la envidia (desdén fingido por el salón inteligente), me parece que tenía yo una modalidad antitecnológica distinta de la de los luditas, más retrógrada y mucho más aristocratizante. Finalmente, los aristócratas fueron siempre unos verdaderos genios en la exaltación de lo inútil. Antiguamente los chinos de familias bien les rompían los pies a sus hijas para poder embutirlos en unos zapatitos minúsculos que, según ellos, se veían preciosos. Cierto, una mujer con los pies destrozados casi no podía caminar, pero ¿acaso era campesina? ¿Acaso tenía necesidad de caminar? ¡De ninguna manera! Y en cambio se veía tan linda con esos piececitos. Parecía una muñequita… Tan linda… Tan ormamental…

Los mandarines chinos, por su parte, se dejaban las uñas larguísimas. Querían dejar en claro que sus manos no cargaban nada que pesara más que un pincel. La aristocracia británica, por su parte, consideraba que las ocupaciones útiles eran de muy mal gusto, que el trabajo vil envilecía. Se entendía que si alguien recordaba, en voz alta, que alguno de ellos tuvo alguna vez un oficio, se estaba empeñando en insultarlo. Y en cambio los aristócratas optaban siempre por la exuberancia, por el sombrero de ala ancha coronado con una bella pluma blanca, por el monóculo, el maquillaje, el botín y la cadena de oro. Había pues en el impulso aristocrático la erotización deliberada de lo antifuncional, y a veces pienso que mi supuesto ludismo era también, a su modo, un impulso antifuncional. Un deseo de no someterme a lo práctico, para poder pensar en cosas supuestamente más elevadas, como si fuese un mandarín de uñas largas.

Pero por suerte (supongo), hoy en día lo práctico siempre vence. Y poco a poco, paso a paso, he ido haciendo mías una serie de tecnologías que apenas ayer me parecían aberrantes, como el teléfono celular o el PowerPoint, que me pareció desde el inicio un relumbrón marrullero, que servía apenas para distraer al público de la pobreza argumentativa del ponente. Me irritaban, además, los públicos que aceptaban tan gustosos las cuentas de vidrio del PowerPoint, en lugar de exigir las pepitas de oro de una buena conferencia… Y sin embargo, hoy día, si tengo que mostrar imágenes, uso PowerPoint (poco, flaco, pero de buen plumaje). Incluso le tengo cariño a mi teléfono inteligente, que tantos beneficios me trae. El funcionalismo me va ganando, paso a paso, al grado de que, en lo que a tecnología se refiere, mi lema ya es: “Nunca digas ‘de esta agua no beberé’”.

Por eso me he vuelto más atento a cuestiones tecnológicas. No porque me encanten –aunque a veces sí me encantan–, sino sobre todo porque sé que terminaré sucumbiendo a ellas, o al menos adecuándome a ellas.

Hasta ahí había llegado mi meditación sobre la tecnología y mi cambio de tecnófobo ocasional a tecnófilo reticente.

Pero ahora, viendo y revisando las páginas tecnológicas de la prensa, me voy percatando (tarde, como toda mi relación con la tecnología) de que hoy día existe lo que podríamos llamar una exuberancia seudofuncional. Y eso me gusta, porque se cuela lo inútil en lo supuestamente útil, al grado de someterlo. ¿A qué me refiero? Veamos: el funcionalismo que caracteriza lo moderno es, ante todo, funcional. En el diseño moderno, por ejemplo, la elegancia se define como en las matemáticas: la fórmula más elegante es siempre la fórmula más simple. Sólo que hoy el funcionalismo de la tecnología está recuperando la exuberancia de las prácticas más inútiles de la aristocracia, usando su capacidad infinita de ofrecer o realizar muchas más funciones de las que uno jamás podría utilizar.

Así, por dar sólo un ejemplo, la sección de tecnología del New York Times reseña una nueva chamarra para viajero que tiene bolsillos, compartimentos y aditamentos con 15 diferentes funciones: bolsas para iPad, teléfono, audífonos, bebidas, lentes, almohada inflable, cobija y siete funciones más que ya no recuerdo. La tecnología hoy es también un espacio de exhibición, como los zapatitos chinos, y de exuberancia, como las uñas del mandarín. Por eso quizá se ha vuelto un campo altamente erotizado, ya que recupera el lujo y derroche que tuvo en su tiempo la aristocracia. Sólo que hoy todo eso se arropa en un aire de practicalidad burguesa.