Opinión
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Erotismo, libertinaje y prostitución
D

os exposiciones se presentan en París. Una, en el museo del jardín de Luxemburgo, titulada Fragonard amoureux: Galant et libertin; otra, en el Museo d’Orsay, Splendeurs et misères des courtisanes: images de la prostitution, que no se pudo inaugurar debido a una huelga. Ambas se hacen eco, pues tocan el mismo tema, el erotismo en la pintura, aunque se trate de épocas diferentes, separadas por un siglo: Jean-Honoré Fragonard (1732-1806) es un pintor del siglo XVIII, mientras las obras expuestas en el D’Orsay cubren de 1850 a 1910.

Estos dos actos revelan a qué extremo, a pesar de las crisis que ensombrecen la moral de los franceses, éstos guardan fidelidad a sus pasiones más durables: el amor, el erotismo, el deseo, el sexo, el juego entre la mujer y el hombre. Se descubre, también, al contemplar las obras de Fragonard o de Toulouse-Lautrec, por ejemplo, cómo nuestra época contemporánea, tan liberada en apariencia de cualquier prohibición de orden sexual, ha dejado por completo de ser un juego espiritual a la manera en que se le practicaba en la época del libertinaje con sus fiestas galantes, sus citas furtivas, el secreto de las recámaras abiertas o cerradas según el deseo y la oportunidad. Hoy, los filmes pornográficos exhiben gigantescos zooms de las zonas erógenas desnudas en escenas crudamente sexuales, y esto pasa por una victoria de la libertad. Poco importa si los sujetos devienen objetos, sus cuerpos más obedientes a una gimnasia exhaustiva que a un deseo libre, erótico.

No siempre se recuerda que la palabra libertino tenía, en sus orígenes, un sentido filosófico y político. Libertino significaba libre pensador. En el Siglo de las Luces, el de Fragonard, ser libre pensador era arriesgado y peligroso. Es necesario comprender, cuando se mira una obra maestra como el cuadro Le Verrou, sugestivo y ambiguo, que el pintor vivía en los mismos años de Denis Diderot, quien publicaba novelas tan audaces como Les bijoux indiscrets o La religieuse, mientras llevaba a cabo, en compañía de los mejores cerebros de su tiempo, Voltaire y D’Alembert, la famosa Enciclopedia, verdadero desafío revolucionario de las fuerzas del espíritu. El lazo, implícito o declarado, entre la libertad de costumbres y la del pensamiento se enfrentaba doblemente al poder de las autoridades religiosas que prometían el infierno a los libros y las almas de los libertinos.

Fragonard, de quien se exponen 80 obras, habría podido recordar que fue el receptor de finanzas del clero, barón de Saint-Julien, quien le encargó un cuadro diciéndole: Me gustaría que pintase a la mujer en un columpio que hace balancear un obispo. Me colocará de manera que yo vea las piernas de esta bella niña y más aún, si quiere amenizar su cuadro. Devoto, pero voyeur.

Distintas al dorado libertinaje de Fragonard, las obras reunidas en el Museo d’Orsay, telas o dibujos de Degas, Vlaminck, Van Dongen, Renoir, Picasso y otros, proyectan una luz diferente sobre la prostitución, próxima del naturalismo de Zolá, y atestiguan que la pintura revela los conflictos de una sociedad. Olympia de Manet escandalizó en 1863 bajo Napoleón III, época cuando Baudelaire es condenado por Les fleurs du mal y Flaubert por Madame Bovary. No era la audacia del color lo que provocaba la cólera del bello mundo de entonces, era la seguridad insolente, la mirada franca y directa de la prostituta, quien no mostraba ninguna vergüenza. Toulouse-Lautrec tampoco. Excelente artista y gran amigo de prostitutas, este agudo observador, en parte inválido, con su vista muy baja, su dificultad para caminar, sus piernas cortas, era, sin embargo, llamado por las chicas de los burdeles, a causa de su vigor excepcional: el pequeño herrero de los lentes.

El erotismo, cuando se convierte en un arte, da a luz obras admirables. Obras maestras que pueden, también, provocar rupturas en la vida cotidiana de los hombres y en su Historia.