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De picos pardos con Hugo Gutiérrez Vega
H

ugo Gutiérrez Vega fue un hombre afortunado que conoció el mundo, lo enamoró y vivió para cantarlo. En la nómina de sus haceres, azares y bazares ocupa la poesía las primeras líneas siempre, caudalosa y riente. Si bien nunca ignoró la dimensión trágica de todo, prefería expresarla en tono de comedia, farsa con filo, humor sin remilgos como antídoto de la cochambre. Sus pasos por el teatro fueron para él un juego tan serio casi como el de la poesía que ejerció con la constancia del que sabe jugar cerca de las gentes y sus cosas. Los poemas de amor y del amor confirman su relación con todo. Allí encontraba el supremo salvavidas: La casa peligra... copulemos. Por algo militó en la corriente marxista que al final tuvo la razón: la de línea Groucho, aunque su simpatía inicial fuera para el destructor de pianos del filme de Laurel y Hardy.

La primera vez que vi a Hugo vestía de cardenal en púrpura y encarnaba masivamente al hipócrita libertino de Lástima que sea puta bajo la misma piel de Juan José Gurrola, su director y, en ese momento también su doble. Corría 1978 y el teatro Santa Catarina servía de trinchera a una batalla más jocosa que feroz por la libertad de expresión. La tragedia de 1633 Pity She’es A Whore de Ford, el último isabelino, uno de los grandes montajes de Gurrola (con Alejandro Luna y Fiona Alexander), ya desde el título desafiaba a las buenas conciencias, y más aún en escena, donde transcurría una acción de incesto, deseo y muerte que tres siglos y medio después de escrita todavía quemaba.

La última vez que vi al poeta, hace pocas semanas, saltó a la conversación aquella experiencia teatral y recordó una anécdota favorita, él que nunca perdió el brillo de la palabra. En las cálidas remembranzas que refirió a David Olguín, Hugo recordaba las recriminaciones de su abuela y del propio rector de la UNAM, Guillermo Soberón, por andar en la legua y a la vez dirigir Difusión Cultural (fue por entonces que creó la memorable serie poética Material de Lectura, una vivaz experiencia educativa). El rector llegó a decirle:

–Yo no entiendo que se dedique al teatro.

–Pues es que soy actor, señor, es una profesión, y así como usted va a su laboratorio de microbiología y al mismo tiempo es rector, pues yo voy a representar obras y al mismo tiempo soy director de Difusión Cultural –replicó.

–Bueno, Hugo, si no hay más remedio está bien, pero haga usted nada más papeles serios, de acuerdo con la dignidad de su cargo.

–Ya verá usted que sí; el próximo papel es un cardenal.

–Ah, muy bien –concluyó el rector.

En sus remembranzas con Olguín, Hugo apunta que lo que no sabía el rector es que se trataba del cardenal en la obra Lástima que sea puta, de John Ford. En una de nuestras últimas pláticas sobre alguna de sus pasiones en el arte, que fueron muchas, saltó a la conversación la novela Los detectives salvajes, donde Roberto Bolaño lo pone como el cabrón de Hugo Gutiérrez Vega (lo cual viniendo de los infrarrealistas, reputados cabrones, a lo mejor es un reconocimiento). De ahí a la musa de los infames infras y personaje de la popular novela del fin de siglo, la verdadera Vera Larrosa. Entonces Hugo completó su anécdota fordiana. Una tarde le avisaron que vería la obra la mamá del rector. En uno de los bazares de su asombro (8 de agosto de 2004) sin precisar este último dato, Hugo ya relataba: “Hablé con Gurrola y pusimos al tanto a los actores, advirtiéndoles que no se cambiaría ni una palabra ni un movimiento de la puesta en escena. La progenitora del jerarca era una anciana corta de vista y débil de oído. Por esa razón se nos pidió que la colocáramos en la primera fila del pequeño teatro. En el segundo acto, una Annabella desasosegada (la excelente Vera Larrosa le daba su cuerpo, su voz y su sensibilidad) recorría desnuda y casi arrastrándose todo el estrecho escenario. De tal manera que su hermoso cuerpo quedaba a una distancia notablemente corta de los ojos de los espectadores de la primera fila. Terminada la función me acerqué a la anciana señora para saludarla y agradecerle su asistencia. Estaba temeroso de su opinión y supongo que se dio cuenta de mi susto. Me tranquilizó con una palmada en la mano y me dijo que le había encantado la puesta en escena. Entusiasmada, agregó: ‘Qué bonitas nalgas tiene esa señorita’”.

Hugo, el actor que trabajó con Gurrola, Héctor Mendoza, Nancy Cárdenas, Salvador Garcini, Eduardo Ruiz Saviñón y Gabriel Weisz, que conoció a Marlon Brando en el Actor’s Studio, que puso alguna vez La cantante calva en Querétaro en presencia de Eugenio Ionesco, que platicó con Graham Greene sobre lo mucho que éste odiaba al México de El poder y la gloria, que conoció a Darío Fo riéndose, en su célebre poema Oda a Borola Tacuche de Burrón, dedicado a su contlapache Carlos Monsiváis (juntos eran dos tipos de cuidado) admite que el humor más hondo cala y pinta/ el turbio panorama que revela la aurora de Nonoalco.

No le fue ajena la risa pero en serio, pues en su fondo respiraban Bertolt Brecht y la responsabilidad ética del artista. Hugo fue todo lo que un humanista puede ser. Tratar de que el mundo que dejamos sea más bueno, dices mientras escuchas desde tu cama de hospital el canto del mirlo de primavera, le escribe a Brecht en otro poema: Cerca de la agonía dijiste que tu dolor era más leve al pensar que después, otros hombres escucharían también el canto del mirlo en los balcones de las casas de los hombres pequeños. ¿Qué haremos con tus mirlos viejo autor, querido viejo, amigo de los explotados? Al final, a Hugo le dolía México, pero le daba serenidad saber que él sí hizo su parte para salvar al mirlo bajo el cielo azul y tonto de los hombres que se explotan y se matan (Una temporada en el viejo hotel. Notas de sociales, 1977).