Opinión
Ver día anteriorMartes 29 de septiembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
La exposición monárquica
H

ay un error elemental en mi nota pasada, María Tudor (Bloody Mary), con quien se casó Felipe II, es hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón, ergo, nieta, no hija de los Reyes Católicos. Héctor Pérez Rincón añade a esta amable rectificación, que mucho agradezco, una nota de sumo interés. Martín Cortés, hijo de doña Marina y de Hernán Cortés, formó parte de la comitiva de Felipe II a Londres y llamó mucho la atención, por moreno y por guapo. Fuera de esta notificación continúo con mis comentarios sobre el retrato de Fernando VII, por Goya.

Hasta los académicos de San Fernando, afirma Lafuente Ferrari, prestaron atención al rey francés, es decir, a José Bonaparte. Goya se inclinó más por el ideario de éste que por el cerril de Fernando VII, dice Francisco Alonso Fernández (Fondo de Cultura Económica. Breviario 533, en su libro El enigma Goya). Los franceses abandonaron Madrid en 1813; fue entonces que a 10 años de distancia de los hechos, Goya pintó los fusilamientos de la Moncloa, cosa que probablemente lo salvó de ser ejecutado. Fernando VII regresó a Madrid el 24 de marzo de 1814. Goya y el monarca se detestaban, por comisión de las cortes de Santander y otras le hizo cinco retratos, el más reproducido es el que ahora tenemos a la vista y, si bien observamos, no le ahorró la inexpresividad ni la banalidad del rostro y de la pose, si pensamos, por ejemplo, hasta con el retrato que le hizo a Godoy. Durante la llamada década ominosa los constituyentes de Cádiz, autores de la constitución mayormente antinapoleónica que existió, fueron ejecutados como bestias. Fernando VII devolvió a España al absolutismo total.

¿Se ve todo eso en el retrato? Lo vemos, si conocemos algo los hechos y hasta soportamos que uno de nuestros máximos héroles independentistas, el cura Miguel Hidalgo, haya levantado los ánimos en Dolores bajo el grito de ¡Viva la Virgen de Guadalupe y viva Fernando VII!, cosa explicable, sólo sabía que era el deseado como monarca. Su grito no fue, pues, independentista. El deseo del Grito era antinapoleónico e hispanista. Entre otras razones y también por animadversión al monarca, Goya acabó por exiliarse voluntariamente en Burdeos, donde vivió los últimos años de su vida, aunque sí visitó España en dos ocasiones más.

Hasta aquí con Goya. Hay muchas obras –varias de ellas anónimas– en la exposición, cuyo muestrario iconográfico es necesario por lo menos retener. Así sucede con el anónimo titulado San Hipólito y las armas mexicanas, del museo Franz Mayer. El santo romano que fue también escritor aparece montado a horcajadas en un águila muy poco heráldica, que más parece guajolote, cuyas garras se posan en un nopal en cuya base hay una cartela. En el estandarte que el santo blande está el escudo de Castilla, y esas son las armas mexicanas. El mismo escudo es el que capitanea La alegoría, de Carlos IV, y el Imperio Español, del Museo Nacional de Historia; o sea, el campo dividido en cuatro espacios, dos torres y dos leones rampantes; por supuesto, en ambos hay coronas sobre el emblema.

El cuadro del siglo XVIII sobre la conversión de San Francisco de Borja tiene también su historia que necesita ser medianamente conocida para entender el significado. El jesuita De Borja fue devotísimo admirador y venerador de la reina Isabel de Valois, segunda esposa de Felipe II. Se le ordenó presenciar sus restos mortales al ser trasladados al panteón real. No pudo soportar la visión y juró no volver a servir o a venerar a alguien que pudiera morir. Esta pieza del Museo del Virreinato parece inspirada en una representación teatral sobre el hecho.

En un cuadro procedente del Museo del Prado tenemos a la Virgen con su manto azul, no personificada, sino en representación pictórica. La pinta Dios Padre, ¿es repercusión o fuente de lo que ocurre con la Virgen de Guadalupe en el cuadro de Joaquín Villegas? Aquí, el Padre Eterno aparece acompañado por Jesús, y la paloma del Espíritu santo vuela sobre ellos. Igual que en la pintura española, la imagen está terminada. La Guadalupana es, pues, obra de los pinceles de Dios. Juan Diego, joven macehual, “extraído de un cuadro de castas… tributa al Altísimo las rosas que le servirán de pigmento” (y que previamente ha recolectado), según describe Jaime Cuadriello en El obrador trinitario… (El divino pintor. Basílica de Guadalupe, 2001). Este lienzo ovalado es del propio Museo Nacional de Arte y fue adquirido en 1999.

Resulta encomiable la revisión que el equipo de la exposición hizo de los acervos nacionales y hay que felicitarnos por ello. Una nota al pie es que los retratos de Iturbide no se parecen unos a otros. El que tal vez resulta mayormente verosímil proviene de Filadelfia. El autor es Josephus Arias Huerta y es de 1822, el año en que fuimos imperio, título de la estupenda obra entre operística y fársica de Flavio González Mello, que ojalá pudiera reponerse.