Opinión
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Kunduz: torpeza o crimen de guerra
L

uego de que la fuerza aérea de Estados Unidos destruyó el único hospital de cirugía en la localidad afgana de Kunduz, Médicos Sin Fronteras (MSF), que operaba el nosocomio, retiró de la ciudad a su personal sobreviviente, anunció ayer Kate Stegeman, vocera de la organización no gubernamental. De esta forma, Kunduz, capital de la provincia del mismo nombre y con una población de 300 mil habitantes, se queda sin un solo centro de salud relevante.

Desde hace varios días contingentes del talibán –formación fundamentalista que gobernó ese país hasta 2001, cuando fue derrocada por una invasión estadunidense– disputa el control de Kunduz a las fuerzas de Kabul, apoyadas por las de Washington y sus aliados, en intensos combates que se prolongan hasta el día de hoy. En esa circunstancia, el pasado 29 de septiembre MSF informó con precisión a ambos bandos las coordenadas de localización del hospital. Cuatro días después, sin embargo, la aviación de Estados Unidos atacó el nosocomio, a pesar de que en él sólo había pacientes y personal médico.

Desde la caída de los primeros proyectiles, MSF se puso en contacto con funcionarios gubernamentales de Washington y de Kabul para pedir que detuvieran el ataque, sin resultado alguno: en los siguientes tres cuartos de hora los aviones de guerra efectuaron otras cuatro pasadas y dejaron caer más proyectiles sobre el hospital. Murieron, así, 22 personas –12 médicos y paramédicos de MSF y 10 pacientes, entre ellos tres niños– y otras 37 sufrieron heridas de diversa consideración.

Resulta insólito que dos días después de acusar a Rusia de causar víctimas civiles en sus ataques aéreos contra posiciones del Estado Islámico en Siria –una acusación hasta ahora sin pruebas– el gobierno de Barack Obama haya perpetrado semejante masacre en Afganistán. El bombardeo del hospital de Kunduz es una atrocidad injustificable en sí misma, y agravada por las circunstancias de que el Pentágono conocía de antemano la ubicación del centro y de que, una vez iniciado el bombardeo, decidió proseguirlo a pesar de las comunicaciones de MSF.

Ante estos datos sólo quedan dos conclusiones posibles: o bien los mandos militares de la mayor potencia mundial decidieron perpetrar una carnicería en forma deliberada, o bien las cadenas de comunicación internas de Washington son hasta tal punto ineficaces que hicieron posible una equivocación tan trágica.

Si la primera de esas explicaciones es cierta, lo ocurrido en Kunduz encaja sin atenuante posible en la definición de crimen de guerra. Pero si los mandos del Pentágono no recibieron a tiempo los mensajes de MSF –tanto los formulados en días previos como los emitidos durante la agresión– ello sería indicativo de un descontrol y una disfuncionalidad portentosos en los centros estadunidenses de inteligencia y de comando y, por tanto, un verdadero motivo de terror mundial, toda vez que dejaría al descubierto que quienes toman las decisiones en la mayor potencia nuclear del mundo no tienen idea de lo que hacen sus fuerzas militares.

Sea cual fuere la verdad, Barack Obama tiene la obligación moral de investigar a fondo la agresión, permitir la participación de instancias jurídicas internacionales en las pesquisas y castigar conforme a derecho a los responsables –por intención o por omisión– de ese acto de barbarie.