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Una solitaria voz humana
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La galardonada recibe a la prensa en su departamento de Minsk, BielorrusiaFoto Reuters
N

o sé de qué hablar... ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?

Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras.

Siempre juntos. Yo le decía: Te quiero. Pero aún no sabía cuánto le quería. Ni me lo imaginaba... Vivíamos en la residencia de la unidad de bomberos, donde él trabajaba. En el piso de arriba. Junto a otras tres familias jóvenes, con una sola cocina para todos. Y en el bajo estaban los coches. Unos camiones de bomberos rojos. Este era su trabajo. Yo siempre estaba al corriente: dónde se encontraba, qué le pasaba...

En mitad de la noche oí un ruido. Gritos. Miré por la ventana. Él me vio:

–Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio en la central. Volveré pronto.

No vi la explosión. Sólo las llamas. Todo parecía iluminado. El cielo entero... Unas llamas altas. Y hollín. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar. El hollín se debía a que ardía el alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la gente andaba, como él después recordaría, como si fuera resina. Sofocaban las llamas y él, mientras, reptaba. Subía hacia el reactor. Tiraban el grafito ardiente con los pies... Acudieron allí sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les advirtió; era un aviso de un incendio normal.

Las cuatro... Las cinco... Las seis... A las seis teníamos la intención de ir a ver a sus padres. Para plantar patatas. Desde la ciudad de Prípiat hasta la aldea de Sperizhie, donde vivían sus padres, hay 40 kilómetros. Íbamos a sembrar, a arar. Era su trabajo favorito... Su madre recordaba a menudo que ni ella ni su padre querían dejarlo marchar a la ciudad; incluso le construyeron una casa nueva.

Pero se lo llevaron al ejército. Sirvió en Moscú, en las tropas de bomberos, y cuando regresó, solo quería ser bombero. Ninguna otra cosa. (Calla.)

A veces me parece oír su voz... Oírlo vivo... Ni siquiera las fotografías me producen tanto efecto como la voz. Pero nunca me llama... Ni en sueños... Soy yo quien lo llama a él...

Las siete... A las siete me comunicaron que estaba en el hospital. Corrí hacia allí, pero el hospital ya estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Solo entraban las ambulancias. Los milicianos gritaban: Los coches están irradiados, no os acerquéis. No solo yo, vinieron todas las mujeres, todas cuyos maridos habían estado aquella noche en la central.

Corrí en busca de una conocida que trabajaba como médico en aquel hospital. La agarré de la bata cuando salía de un coche:

–¡Déjame pasar!

–¡No puedo! Está mal. Todos están mal.

Yo la tenía agarrada:

–Sólo quiero verlo.

–Bueno –me dice–, corre. Quince o 20 minutos.

Lo vi... Estaba hinchado, todo inflamado... Casi no tenía ojos...

–¡Leche! ¡Mucha leche! –me dijo mi conocida–. Que beba al menos tres litros.

–Él no toma leche.

–Pues ahora la tendrá que beber.

Muchos médicos, enfermeras y, especialmente, las auxiliares de aquel hospital, al cabo de un tiempo, se pondrían enfermas. Morirían... Pero entonces nadie lo sabía.

A las 10 de la mañana murió el técnico Shishenok. Fue el primero... El primer día... Luego supimos que, bajo los escombros, se había quedado otro... Valera Jodemchuk. No lograron sacarlo. Lo emparedaron con el hormigón. Pero entonces aún no sabíamos que todos ellos serían solo los primeros...

Le pregunto:

–Vasia, ¿qué hago?

–¡Vete de aquí! ¡Vete! Estás esperando un niño. –Estoy embarazada, es cierto. Pero ¿cómo lo voy a dejar? Él me pide–: ¡Vete! ¡Salva al crío!

–Primero te tengo que traer leche, y luego ya veremos. Llega mi amiga Tania Kibenok. Su marido está en la misma sala. Ha venido con su padre, que tiene coche. Nos subimos al coche y vamos a la aldea más cercana a por leche. A unos tres kilómetros de la ciudad. Compramos muchas garrafas de tres litros de leche. Seis, para que hubiera para todos. Pero la leche les provocaba unos vómitos terribles. Perdían el sentido sin parar y les pusieron el gota a gota. Los médicos nos aseguraban, no sé por qué, que se habían envenenado con los gases, nadie hablaba de la radiación.

Entretanto, la ciudad se llenó de vehículos militares, se cerraron todas las carreteras... Se veían soldados por todas partes. Dejaron de circular los trenes de cercanías, los expresos... Lavaban las calles con un polvo blanco... Me alarmé: ¿cómo iba a conseguir llegar al pueblo al día siguiente para comprarle leche fresca? Nadie hablaba de la radiación... Solo los militares iban con caretas. La gente de la ciudad llevaba su pan de las tiendas, las bolsas abiertas con los bollos. En los estantes había pasteles... La vida seguía como de costumbre. Solo... lavaban las calles con un polvo...

Por la noche no me dejaron entrar en el hospital... Había un mar de gente en los alrededores. Yo estaba frente a su ventana; él se acercó a ella y me gritó algo. ¡Se le veía tan desesperado! Entre la muchedumbre, alguien entendió lo que decía: que aquella noche se los llevaban a Moscú. Todas las esposas nos arremolinamos en un corro. Y decidimos: nos vamos con ellos. ¡Dejadnos estar con nuestros maridos! ¡No tenéis derecho! Quisimos abrirnos paso a golpes, a arañazos. Los soldados..., los soldados ya habían formado un doble cordón y nos impedían pasar a empujones. Entonces salió el médico y nos confirmó que se los llevaban aquella misma noche en avión a Moscú; que debíamos traerles ropa; la que llevaban en la central se había quemado. Los autobuses ya no funcionaban, y fuimos a pie, corriendo, a casa. Cuando volvimos con las bolsas, el avión ya se había marchado... Nos engañaron a propósito. Para que no gritáramos, ni lloráramos...

Llegó la noche... A un lado de la calle, autobuses, cientos de autobuses (ya estaban preparando la evacuación de la ciudad), y al otro, centenares de coches de bomberos. Los trajeron de todas partes. Toda la calle cubierta de espuma blanca... Íbamos pisando aquella espuma... Gritando y maldiciendo...

Por la radio dijeron que evacuarían la ciudad, para tres o, a lo mejor, cinco días. Llévense consigo ropa de invierno y de deporte, porque van a vivir en el bosque. En tiendas de campaña. La gente hasta se alegró: ¡Nos mandan al campo! Allí celebraremos la fiesta del Primero de Mayo. Algo inusual. La gente preparaba carne asada para el camino, y compraban vino. Se llevaban las guitarras, los magnetófonos... ¡Las maravillosas fiestas de mayo! Solo lloraban las mujeres a cuyos maridos les había pasado algo.

No recuerdo el viaje. Cuando vi a su madre, fue como si despertara:

–¡Mamá, Vasia está en Moscú! ¡Se lo llevaron en un vuelo especial!

Acabamos de sembrar el huerto: patatas, coles... (¡Y a la semana evacuarían la aldea!) ¿Quién lo iba a saber? Por la noche tuve un ataque de vómito. Era mi sexto mes de embarazo. Me sentía tan mal...

Esa noche soñé que me llamaba. Mientras estuvo vivo me llamaba en sueños: ¡Liusia, Liusia! Pero, una vez que murió, ni una sola vez. No me llamó ni una sola vez. (Llora.) Me levanté por la mañana y me dije: Me voy sola a Moscú. Yo que...

El galardón otorgado este miércoles por la Academia Sueca a la periodista y escritora Svetlana Alexievich ocurre a unos días de que llegue a las librerías mexicanas su libro El fin del homo sovieticus, publicado por la editorial Acantilado, a la par de que se prepara la publicación en castellano de tres de sus obras, La guerra no tiene rostro de mujer, Los chicos de latón y Los últimos testigos, que se suman a Voces de Chernóbil: crónica del futuro.

El fin del homo sovieticus estará en los puntos de venta en tres semanas, de acuerdo con Paola Tinoco, vocera de Acantilado, sello que es distribuido en México por Colofón, mientras el grupo editorial Penguin Random House anunció en un comunicado la publicación de tres títulos.

El primero Voces de Chernóbil: crónica del futuro, uno de sus trabajos esenciales, que se publicó en enero de este año en el sello Debolsillo, y que se publicará a finales de este 2015 de nuevo en Debate; ambos sellos pertenecen al grupo editorial.

La guerra no tiene rostro de mujer, obra maestra del periodismo de investigación sobre las mujeres que combatieron en la Segunda Guerra Mundial, también se publicará este año, mientras Los chicos de latón estará listo en el primer semestre de 2016 y Los últimos testigos en 2017.

Voces de Chernóbil, del que se ofrece un fragmento en estas páginas con autorización de Penguin Random House, se publicó primero en castellano en 2006 por el sello Siglo XXI Editores y después por Debate.