Migrantes oaxaqueños
exigen cambios en los campos

Jornaleros escuchan a los líderes de la huelga en Vicente Guerero,
Baja California. Foto: David Bacon

David Bacon

Cuando miles de trabajadores agrícolas indígenas se fueron a huelga en el Valle de San Quintín en Baja California el 16 de marzo, sus voces no sólo las escucharon en las calles de los poblados rurales a lo largo de esta península en el norte de México. Dos años antes, migrantes de Oaxaca golpearon a uno de los más grandes cultivadores de moras en el Pacífico Noroeste —Sakuma Farms—, y organizaron un sindicato de jornaleros agrícolas: Familias Unidas por la Justicia (Families United for Justice).

Los migrantes oaxaqueños indígenas han estado viniendo a California por lo menos desde hace treinta años, y los ecos de San Quintín fueron escuchados en poblados como Greenfield, donde la frustración de los obreros ha estado levantando presión debido a la explotación económica en los campos y a la discriminación en la comunidad local.

“Somos gente trabajadora” declara Fidel Sánchez, líder de la Alianza de Organizaciones Nacionales, Estatales y Municipales para la Justicia Social. Somos los que pagamos con el trabajo de nuestras manos para que haya un gobierno en este estado y en este país”. La frase no es un exceso de retórica. Justo en las dos primeras semanas de la huelga, en lo álgido de la temporada de la fresa en abril, Francisco Vega de Lamadrid, gobernador conservador de Baja California, calculó enormes pérdidas que suman más de 40 millones de dólares.

Aunque las demandas de la huelga tenían un rango que iba de un salario diario de 200 pesos (13 dólares) a mejores condiciones en los campos de labor, Sánchez lo explica en términos más básicos: “Queremos trabajar como hombres, como padres de nuestras familias. Nuestras esposas son las que más sufren con estos sueldos de hambre, porque tienen que estirar 700 u 800 pesos para que alcancen a cubrir el costo de la comida, de la ropa de nuestros niños, de sus cuadernos, libros y lápices para la escuela, de la asistencia médica si se enferman, del gas y el agua para que puedan lavarse”.

La agricultura corporativa comenzó en San Quintín en la década de 1970, como ocurrió en muchas áreas del norte de México, para abastecer el mercado estadunidense con tomates y fresas de invierno. Baja California tenía entonces muy pocos habitantes, así que los contratistas trajeron jornaleros del sur de México, especialmente familias mixtecas y triquis de Oaxaca. Hoy se calcula que viven ahí unos 70 mil trabajadores agrícolas migrantes, en campos de labor notorios por sus terribles condiciones. Muchas de las condiciones imperantes son violatorias de la ley mexicana.

Una vez que los trabajadores indígenas fueron traídos a la frontera, comenzaron a cruzarse a los campos en Estados Unidos. Hoy, el grueso de la fuerza de trabajo de los campos de fresas californianos proviene de la misma corriente migratoria que pizca varios tipos de moras en el estado de Washington, donde los jornaleros se fueron a huelga hace dos años.

Dos de los 500 huelguistas de Sakuma Farms era las adolescente Marcelina Hilario de San Martín Itunyoso y Teófila Raymundo de Santa Cruz Yucayani. Ambas comenzaron a trabajar en los campos con sus padres y hoy, como mucha gente joven de familia migrante indígena, hablan inglés y castellano —los lenguajes de la escuela y la cultura que los rodea. Pero Teófila Raymundo también habla su lengua nativa triqui y está aprendiendo mixteco, mientras Marcelina habla mixteco, estudia francés y está pensando si toma alemán.

“Trabajo con mi papá desde los doce años”, recuerda Teófila. “He visto cómo lo tratan mal, pero él regresa porque necesita el empleo. Una vez que se acabó la huelga aquí, vinimos desde California hasta acá para la siguiente temporada, y no quisieron contratarnos. Tuvimos que irnos a otro lugar a vivir y trabajar ese año. Así fue como conocí a Marcelina”. Ambas acusan a la compañía de negarse a darles mejores empleos (como el llevar el registro de las moras que recogen los jornaleros —puestos que sólo se le asignan a las trabajadoras blancas jóvenes. “No podemos estar de acuerdo si vemos que la gente nos trata mal”, añade Marcelina. “Pienso que tienes que decir algo”.

Rosario Ventura fue otra de las huelguistas de Sakuma Farms. Vive en California, y viene a Washington con su marido Isidro para la temporada de pizca. Ventura es de un poblado triqui, mientras que su esposo Isidro es de la Mixteca de Oaxaca. Se conocieron y se casaron mientras trabajaban en Sakuma Farms, algo que nunca habría ocurrido si se hubieran quedado en México.

Pero Rosario no vino a Estados Unidos en busca de romance. Durante los años de sequía en San Martín Itunyoso, “no hay nada de dónde conseguir comida, nada. Algunas veces nos moríamos de hambre porque no teníamos dinero”.

Sin embargo, su padre lloró cuando ella anunció que se iba, y dijo que nunca iba a regresar. De algún modo él tuvo razón. “Si te vas no vas a regresar —es para siempre. Eso es lo que él dijo”, recuerda Rosario. “No le llamo ni lo busco porque si lo hago, lo voy a poner triste. Preguntará, cuándo vas a regresar. Qué le puedo decir. Cuesta muy caro cruzar la frontera. Es fácil abandonar Estados Unidos, pero es difícil cruzar de regreso. Cuando me vine en 2001, me costó 2 mil dólares.

Miguel López, un hombre triqui que ahora vive en Greenfield, en Salinas Valley en California, vino por las mismas razones, y la pasó mucho peor cuando arribó hace veinte años. Sin dinero no podía rentar ni siquiera un apartamento. “Vivía bajo un árbol con otros cinco, cerca de un rancho”, recuerda. “Llueve mucho en Oregon y por eso estábamos bajo un árbol.”

Eventualmente halló un empleo, y después de algunos años trajo a su familia. Sin embargo esto fue una bendición entreverada, porque él y su esposa tenían que trabajar tan duro. “Mis hijos ni siquiera me conocían porque tan pronto como llegaba a la casa me iba yo a dormir. Era difícil atenderlos adecuadamente”, explica. Y no lo recibían bien en Greenfield. “La gente indígena enfrenta la discriminación en la escuela y en general por todo el pueblo. Mucha gente habla mal de los triquis o de los que son indígenas”.

Bernardo Ramírez, antiguo coordinador binacional del Frente Indígena de Organizaciones Binacionales, fue a Sakuma Farms a ayudar en la huelga, y regresó muy enojado por la discriminación”. “Los capataces insultan a los trabajadores y les dicen burros”, acusa. “Cuando comparas gente con animales, eso es racismo. Somos seres humanos”. Pero agrega con cautela: la discriminación implica más que el lenguaje. “Los bajos sueldos son una forma del racismo también, porque minimizan el trabajo de los migrantes”.

Las grandes corporaciones agroindustriales que comercializan las fresas, los arándanos y las zarzamoras que se venden en Estados Unidos, no aceptan esas acusaciones. Sakuma Farms dice que le garantiza a sus empleados 10 dólares la hora con un bono por destajo, y que los trabajadores tienen que cumplir con la cuota de producción. Pero estas compañías deberían comenzar a prestar atención a estas voces. No sólo provienen de sus propios trabajadores, de aquellas y aquellos que producen sus ganancias, sino que además expresan una rabia y una frustración que van creciendo por la continuada pobreza imperante entre los migrantes indígenas de Oaxaca. Tal vez los patrones deberían aprender triqui y mixteco, para escuchar lo que realmente se dice.

Traducción: RVH
INDIGENOUS MIGRANTS DEMAND CHANGE IN THE FIELDS