Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 11 de octubre de 2015 Num: 1075

Portada

Presentación

Hugo
Ricardo Yáñez

Sueño y realidad
Aleyda Aguirre Rodríguez

Berlín a fuego lento
Esther Andradi

Borodinó, Zagorsk
y María Mercedes
Carranza

Jorge Bustamante García

La suerte de los libros
Leandro Arellano

Guillermo Jiménez, un
narrador de provincia

Hiram Ruvalcaba

Juan Manuel Roca: la
extrañeza y la lucidez

José Ángel Leyva

Grecia, una
crisis anunciada

Mariana Domínguez Batis

Théodore Géricault y
la otra mitad del otro

Andrea Tirado

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
La lucha
Thanasis Kostavaras
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verano en Teufelsee (el lago del Diablo) Berlín. Foto: DLRG LV

Estampas de verano en la capital alemana.
Del Cerro del Diablo al opulento barrio Europa City.

Esther Andradi

Pocas  veces he visto mayor actividad que en el verano berlinés. A diferencia de las ciudades donde el calor se impone como algo inevitable mientras sus habitantes huyen o se refugian en la oscuridad, en Berlín el verano es una fiesta. La fiesta del sol se vive cada día como única e irrepetible. Se suceden bailes, partys, raves, la movida adquiere su forma superlativa mientras el sol derrite el asfalto. Los estallidos del verano berlinés pueden durar lo que un relámpago, pero mientras tanto, quién le quita lo bailado. Y si digo baile no es por azar. Al Carnaval de las Culturas, un verdadero desfile de la multiplicidad étnica de la que hace gala esta ciudad, le sigue el Cristopher Street Day, con más de medio millón de participantes, comenzando por el exalcalde Klaus Wowereit, reconocido miembro de la comunidad gay. Y aún  cuando el Ministerio de Finanzas redobla sus recortes en áreas sensibles de la cultura, para alcanzar la “Deuda Cero” con la que alardea su titular Wolfgang Schäuble, a falta de un baile millonario, pues se organizan dos, tres, muchas raves en cada barrio y cada calle a modo de consuelo. Ya que el verano dura lo que un suspiro, no hay lugar para la mesura.

En esta ciudad de inviernos sólidos, el sol actúa como resorte anárquico. No hay mar pero se inventan playas en cafés, al lado del río y también donde no hay río. Basta que asome un rayo tibio, y los berlineses ya se descalzan. Y cuando las temperaturas apenas sobrepasan los 20 grados, parques y plazas y bosques y lagos se llenan de desnudos como en una pintura de Renoir. O de Rubens, depende. En verano todo se junta y se mezcla y se baila y se danza frenéticamente, porque hoy brilla el sol pero mañana no se sabe. Con 170 días de lluvia y 9 grados de temperatura de promedio anual, el desenfreno aparece como lógico. “Por cuatro días locos que vamos a vivir”, escribió en los años cincuenta Sciammarella, un italiano argentinizado que merecería ser canonizado como filósofo.

El lago del Diablo –Teufelsee– es síntesis de esta sociedad de free lancers de todo pelo, jóvenes ejecutivos con sus bicicletas por la arena, anarquistas desocupados en busca del letargo del mediodía, entrenadores de malabares en plena siesta. A los pies del Cerro del Diablo, una montaña artificial de ciento veinte metros de altura, construida con los escombros de la última guerra, y punto de observación de la bases estadunidenses durante la guerra fría, el lago del Diablo es naturaleza concentrada en plena ciudad. De hecho, la mayor parte de sus riberas son reserva ecológica, con excepción de esta ribera del sur,  en el invierno retozo de los jabalíes que corretean libremente por el bosque, y en el verano solaz para bañistas. No hay fitness ni rigores ni dictaduras estéticas en el lago del Diablo. No es Copacabana, donde las garotas lucen cachetes traseros apretados en tangas, ni tampoco ostenta la pulcritud de una playa de principios de siglo con señoras en camisón, ni una concentración de efebos y andróginos adolescentes ni un esterilizado campo de nudistas. En el lago del Diablo, flexible como el espíritu de quien le da nombre, se mezclan todos los cuerpos: la sílfide con la embarazada, las carnes abundantes con las anoréxicas, criaturas con ancianos. Aventureros. Anarcos. Tímidos y exhibicionistas. Bronceadas, lechosas, oscuras, pieles de todos los colores. El único culto que se practica es el del placer, con las variantes que implica sus libertarios criterios, tenderse sobre el pasto, exhibir el paisaje tatuado en hombros, muslos, espaldas, brazos, asolear anillos incrustados en testículos, prepucios y pezones. Se puede ver a una émula de Maléfica con un mechón rojo intenso sobre la cascada de su cabellera negra y un vestido de raso verde hasta el suelo, y detrás una pareja de gordos que infla su colchoneta azul y se tienden como dios los mandó al mundo. Acarician sus met nbales, él, los testículos bordados de clavos, ella con anillos atravesando los labios de su vulva, se ríen y sonríen mientras la pareja de al lado, una embarazada de siete meses y su hombre se untan mutuamente con protectores solares. Ella, cubierta por menudísima ropa de baño, él, con auriculares.

En el lago del Diablo no hay residuos de comida ni botellas vacías ni ruidos ni parlantes ni estridencias, los  cuerpos se mueven como si fuesen una continuación de la naturaleza circundante –¿lo son acaso?–, un resabio de bosque humano con ínfulas democráticas en un orden donde el único que reina es el sol.

Al atardecer es posible compartir el ejercicio de la natación con alguna nigra-nigra, culebra inofensiva de porte respetable de más o menos un metro de longitud que se desvía en su recorrido para depositar sus huevos en la ribera opuesta, lejos de desnudos, argollas, bestsellers, fresas y palmeras inflables. Por la noche, cuando la temperatura persiste y el sol se apaga por unas horas, los sonidos y las voces se recluyen en bares y cafés y patios de edificios y balcones y terrazas. Hileras infinitas de mesas alineadas, la difusa luz de las velas acompaña alguna palabra en el aire, susurro de amores recién estallados.

Y  la vida sigue su curso. En Berlín se construye y no se deja de construir. Ya está en marcha el barrio denominado Europa City en las inmediaciones de la Estación Central de Trenes, en la costura del muro que separaba la ciudad en este y oeste y durante mucho tiempo “tierra de nadie”. Ahora es el paraíso de los inversores. Se trata de la construcción de dos mil ochocientas viviendas, de las cuales sólo cuarenta y dos de ellas tendrán alquileres económicos. El resto, así como las oficinas, constituirán un barrio muerto para ricos, según la opinión de voceros del Partido Verde. Como el cerro del Diablo, como los bañistas del lago, el verano es excitación y murmullo, desmantelamiento y exposición, el ejercicio de sentarse sobre la memoria.

La ciudad se construye de nuevo en verano, cada día como si fuese el último. Mañana dios dirá. Febo, quiero decir.