Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Los nuevos amantes

L

as marchas y plantones que empezaban a desquiciar la ciudad alteraron la relación entre Selena y Horacio. Al principio los contingentes retardaban sus encuentros por unos cuantos minutos; luego por una hora o más tiempo. Los enamorados tenían plena conciencia de que su impuntualidad era involuntaria y, sin embargo, en muchas ocasiones fue el origen de pleitos y hasta de sospechas.

A esos obstáculos, consecuencia del progresivo descontento, se sumaron otros también insalvables: obras viales, remodelaciones, cambio de sentido o cierre de calles, renovación del cableado, podas, bacheo, retiro de espectaculares en horas pico.

Los congestionamientos feroces obligaron a Selena y Horacio a comunicarse de Tsuru a City mientras luchaban por conservar el buen humor y salir de la trampa de automóviles que los mantenía varados en algún crucero de la ciudad, lejano al sitio donde habían previsto reunirse.

II

En tardes menos conflictivas sólo uno de los novios lograba presentarse a la cita. Mientras el afortunado bebía tazas de café, el otro, falsamente optimista, le aseguraba por el celular que en cosa de minutos llegaría. Cuando la prolongada inmovilidad lo llevaba a comprender que serían inútiles sus esfuerzos por cumplir la promesa, entre disculpas sugería posponer el encuentro para otra fecha.

Mientras llegaba ese momento, Selena y Horacio no tenían más posibilidad de contacto que el celular o, mejor aún, los correos electrónicos: bendijeron las computadoras y a su inventor lo nombraron su santo patrono. Gracias a él podían contarse sus experiencias, sus planes, sus sueños y hasta satisfacer sus más íntimos deseos.

De pronto, para Selena esa forma de compartir la vida, por grata y excitante que fuese, no era suficiente. Después de meses de no verse, necesitaban estar cerca, hablar sin riesgo de que se bajaran las pilas o se interrumpiera la corriente eléctrica a mitad de un mensaje.

Horacio estuvo de acuerdo. Con acento heroico aseguró que estaba dispuesto a sortear todos los obstáculos que levantara la ciudad con tal de verla en el café donde se habían conocido. Emocionado, recordó cada detalle de aquel primer encuentro y la forma en que ella iba vestida. Selena se sintió feliz ante la perspectiva del encuentro, el sábado a las siete de la noche; no, mejor treinta minutos antes, así dispondrían de más tiempo juntos.

Por fin juntos iba a dejar de ser sólo una palabra dicha con añoranza para convertirse en una experiencia que les permitiría verse, tocarse, captar el aroma del otro, advertir las pequeñas marcas que el tiempo transcurrido –breve en el calendario, muy largo para ellos– había dejado en sus rostros.

III

El viernes por la tarde Selena se tiñó el cabello y eligió el vestido que se pondría para ver a Horacio o, mejor dicho, para que él la viera. Ansiaba oírlo decir: Estás preciosa. Por su lado, Horacio acudió a la peluquería, se recortó el bigote y aceptó el matizador que iba a dar a sus canas una tonalidad elegante, según el tinturista.

El sábado Horacio salió de su casa con dos horas de anticipación, tiempo suficiente para librar cualquier cosa que pudiera impedir su llegada al café. A causa de su eterna inseguridad, Selena tardó mucho en arreglarse: varias veces se cambió de ropa y al final eligió el vestido recto que usaba en ocasiones especiales. Rumbo a su cita, trató de imaginarse cómo se hablarían ella y Horacio cuando estuvieran frente a frente, después de tantos meses de comunicación a distancia. Sus dudas se desvanecieron en cuanto llegó al café y vio a Horacio levantarse de la mesa para darle la bienvenida con un abrazo largo.

El señor Barrera, dueño del establecimiento, les preguntó, con un leve acento de reproche, por el motivo de su ausencia. Horacio respondió con una frase que compendiaba las causas de su alejamiento: En esta ciudad ya no se puede llegar a ninguna parte. El hombre aprovechó para quejarse por la disminución de la clientela y la posibilidad de retirarse del negocio.

IV

Horacio y Selena, mirándose a los ojos, se tomaron de las manos. Él confesó que durante las últimas semanas no había deseado nada más que sentirla tan cerca como la tenía ahora, y agregó: Te ves preciosa. Halagada, ella correspondió a la gentileza y se quedó observando a Horacio sin saber qué decir. Al fin encontró un hilo de la conversación telefónica sostenida días antes: ¿Pudiste hablar con tu hermano? Él dio una respuesta larga que aludía a conflictos familiares.

Selena los reconoció como parte de varios mensajes electrónicos que él le había enviado, pero siguió mostrándose interesada hasta que pudo tomar la palabra y contarle a Horacio que en la aseguradora iba a comenzar el curso de actualización y que el último de mes viajaría a Oaxaca para ver las tumbas de sus abuelos. Sí. Me lo dijiste en un correo que me mandaste la otra noche, comentó Horacio apretándole las manos con más fuerza.

Cohibidos, sonrientes, silenciosos, los dos miraron el reloj de pared en el momento en que el señor Barrera se acercó a decirles que era la hora de cerrar y puso la nota en la mesa. Selena se declaró sorprendida de que el tiempo hubiera pasado tan rápido y de que, a esas horas, se escucharan las consignas de nuevos grupos de manifestantes.

En el estacionamiento, después de besarse, aceptaron que habían hablado poco. Necesitaban más tiempo y un lugar íntimo. Prometieron buscarlo y encontrarlo muy pronto. Así fue: antes de la medianoche, gracias al apoyo de sus computadoras, retomaron la costumbre de intercambiar mensajes largos, sinceros, íntimos, a veces ardientes y de tal libertad que habrían ruborizado a lectores extraños.