Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 18 de octubre de 2015 Num: 1076

Portada

Presentación

El cine y sus propiedades
Juan Ramón Ríos Trejo

William Lindsay Gresham
y lo grotesco

Ricardo Guzmán Wolffer

Brevísima antología
de la tuiteratura

Ricardo Bada

El vasto Orinoco
Leandro Arellano

Lucinda Urrusti, pintora:
retrato de una época

Elena Poniatowska

Hugo Gutierrez Vega:
el actor y el poeta

Vilma Fuentes

ARTE y PENSAMIENTO:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 
 
Atardecer en el Orinoco, Ferdinand Bellermann Fuente: wikipedia.org/wiki/ Dominio público

Leandro Arellano

Es el río más caudaloso del planeta.
Sin el contacto con la naturaleza el hombre se olvida de quién es: Carpentier.

Las riberas providenciales

Por estos días nos despedimos de Venezuela y el desahogo agradecido nos hace repasar la prodigiosa geografía del país. Un país que acoge montañas, playas, llanos inmensos, selvas y sabanas, así como una extensa red de corrientes marinas que confluyen en el gran río. Y en la mayor parte del territorio, la brisa cálida que remueve la topografía voluptuosa.

Es característico de culturas ancestrales su florecimiento a la vera de una gran corriente de agua. Con pocas excepciones, ríos acreditados han escoltado casi siempre a civilizaciones milenarias, trátese del Nilo, del Yang-Tsé, del Tigris, del Éufrates, del Ganges... Egipto es un país adquirido, el regalo del río, escribió Herodoto, conmovido con la visión. La maravilla y el ruidoso es-pectáculo del nacimiento del río, en los márgenes del Lago Victoria, en Uganda, remueve todos los sentidos, aun del más indiferente. 

Todavía en tiempos modernos, sociedades diligentes han evolucionado a la orilla o cruzadas por un río, mediano al menos: el Támesis, el Sena, el Manzanares, el Han, el de La Plata y, destacadamente, el más emblemático quizás, el Danubio. Otros ríos dan perfil a continentales masas líquidas, como el Amazonas, el Mississippi o el Orinoco... y donde está el Orinoco, lo que cuenta es el Orinoco, escribió Alejo Carpentier.

“El soberbio Orinoco, el famoso río de Sudamérica y arteria principal de Venezuela”, según lo describió Julio Verne, recoge las aguas del cielo de casi toda Venezuela, de parte de Colombia y de corrientes del Brasil. El Orinoco –que en tamanaco significa “serpiente enroscada” y en guarao “río padre– nace en un sumidero próximo a la cumbre del cerro Delgado Chalbaud, en la frontera sur de Venezuela con Brasil, a poco más de mil metros sobre el nivel del mar. Su longitud se despliega por 2 mil 140 kilómetros y se considera el tercero más caudaloso del planeta. A través del río Negro y del Casiquiare se le unen aguas del Amazonas. La anchura de su cauce llega a alcanzar varios cientos de metros y hay zonas donde su profundidad rebasa los cien metros. Del norte y del sur, no menos de doscientos afluentes desfogan en su corriente, y su delta desemboca briosamente en el mar Caribe mediante una prodigiosa madeja de canales: unos trescientos, se asegura.

No alejados ya del extremo oriental, en el Bajo Orinoco, donde el gran río acoge a uno de sus mayores afluentes, la vista aprecia con nitidez las tonalidades de uno y otro: casi rojizas unas, a causa del sedimento de vetas del hierro y otros minerales, frente al tono oscuro del impetuoso arrastre de las otras. No han sido pocos los exploradores, misioneros, aventureros e historiadores que han dejado por escrito el testimonio de su asombro ante las maravillas de la desbordada naturaleza que, sin cesar, custodia el permanente y vertiginoso fluir de sus aguas. Es considerable la riqueza que posee y ha aportado desde sus primeros registros históricos.

Al río magnífico acuden tributarios de las alturas de los Andes, de las llanuras, de las montañas y las selvas todas del territorio. Su longitud fue fraccionada por los estudiosos en Alto, Medio y Bajo Orinoco, aunque no son muy nítidos esos límites todavía. Es navegable en la mayor parte de su curso, no obstante la reputación inequívoca de su agitada corriente. Vierte en el Atlántico unos treinta y ocho mil metros cúbicos de agua por segundo.

Sus riberas fueron asiento de culturas precolombinas, para las que el gran río se llamaba Uyapari. No sin razón a Humboldt le pareció “uno de los ríos más majestuosos del Nuevo Mundo”. Del mismo material que del mítico anhelo de El Dorado, de las riberas del gran río afloraron fabulaciones románticas donde convivían amazonas y sirenas, gigantes y pigmeos, duendes y otros seres fabulosos.

No fueron pocos los expedicionarios que se aventuraron por su ruta en busca de El Dorado, el imperio del oro, en una mezcla de ilusión y fantasía, de geografía real e imaginada. Y no era para menos, pues al inagotable inventario de flora y fauna que fertiliza arriba y abajo en su brioso peregrinaje, en tiempos recientes se ha sumado un catálogo amplio de minerales: petróleo y gas (en la llamada Faja del Orinoco), hierro, bauxita, oro y diamantes...

Ciudad Bolívar, referencia central del río, es la antigua e histórica Angostura. Pero en la época colonial las rivalidades inglesas, francesas y holandesas con la corona española se reflejaron en la cartografía subsiguiente. Parece que la Guayana de Raleigh se reducía a los alrededores del delta del Orinoco, si bien la Guayana formal comprende los actuales estados de Amazonas, Bolívar, Delta Amacuro y el Esequibo: la mitad del territorio venezolano.

Un grupo de científicos franceses y venezolanos estableció, en noviembre de 1951, las fuentes del mítico río, cuya cuenca abarca unos treinta millones de kilómetros cuadrados. En realidad son dos las fajas que lo ciñen: la de hierro al sur, la de petróleo al norte; con lo que a fin de cuentas la Guayana probó ser, efectivamente, una veta riquísima que se explota en la actualidad.

La lectura de El Orinoco y el Caura, diario de viaje de Jean Chaffanjon, inspiró a su compatriota Julio Verne para escribir El soberbio Orinoco. La eufonía del nombre y su imán misterioso han atraído la atención no sólo de viajeros y exploradores, también artistas y otros autores han reparado en el aliento sedicioso de ese espacio cifrado, mezcla de agua imperiosa, vegetación ubérrima y universo tónico.

“Naveguemos, naveguemos en la corriente del Orinoco”, celebra Enya, la cantautora irlandesa de New Age, y Carpentier, quien vivió en esta nación cerca de tres lustros, experimentó la atracción del torrente y sus contornos. En Venezuela escribió Los pasos perdidos y la mayor parte de su obra narrativa. “Sin el contacto con la naturaleza, el hombre se olvida de quién es, se esteriliza, pierde sus ritmos vitales”, escribió.

Todo se puede esperar del magnífico Orinoco. No podemos conocer el espíritu de un pueblo si no sabemos el nombre de las cosas; luego, por el nombre de las cosas, nos acercamos al conocimiento de su alma.

La tradición de El Dorado

¿Fue Colón mismo quien encendió el anhelo, el furor legendario del Paraíso terrenal en el nuevo mundo? Como quiera que haya sido, lo situó en la demarcación venezolana. En su famosa tercera carta, según narra el historiador Guillermo Morón (Historia de Venezuela, Los libros de El Nacional, Caracas, 2012), el almirante viajero no tiene dudas sobre la ubicación del Paraíso terrenal: en Paria, en tierra firme venezolana, en la parte que él mismo llamó “Tierra de gracia”.

No deja de ser curiosa la condición del espíritu: esperanzas o emociones de otros humanos anteriores a nosotros pueden representarnos una realidad inmediata. Del Paraíso, del Edén, de los fabulosos siglos dorados se ha escrito desde la Antigüedad clásica. Poetas y filósofos planteaban la existencia de un tiempo y lugar ideales, dorados. Hesíodo entre los griegos y Ovidio entre los romanos, alentaron el mito de El Dorado, el reino donde impera una vida menos rigurosa, donde la felicidad humana es cotidiana y sin ataduras. Casi sin excepción, hombres y mujeres del Renacimiento abonaron con gusto, cuando no con fervor, la misma posibilidad. Don Quijote mantiene asombrado a su auditorio mientras discurre sobre aquellos tiempos dorados, cuando todo había sido paz y felicidad.

Sergio Buarque de Holanda, el historiador brasileño, escribió un extenso libro –Visión del Paraíso, Biblioteca Ayacucho 125, Caracas, 1987– en el que expone con agudeza los “Motivos edénicos en el descubrimiento y colonización del Brasil”; mismos que, con asegunes, serían aplicables a la evolución de otras naciones latinoamericanas. Entre nosotros, el padre Bartolomé de las Casas fue un entendido, un avanzado en estos asuntos, sobre los cuales escribió.

Y entre los emigrantes europeos de América se contaron no sólo exploradores y misioneros, sino también arriesgados aventureros que se embarcaban en pos de la fortuna, de destinos novedosos o atraídos por el brillo de las riquezas. Con los conquistadores y miembros de las órdenes religiosas, viajaron exploradores, científicos y gran número de personas osadas, decididas a hallar nuevas oportunidades, o vagabundos en busca de fortuna. La corona española –sobre todo después de Trafalgar–vio rápidamente disputada su hegemonía territorial en el nuevo continente. Cuando se desató la marea de piratas y filibusteros que asolaron las rutas marítimas a España, el eco de El Dorado andaba ya de boca en boca en el Viejo Mundo.

Es mediante la literatura como se recobra el pasado y sólo ella dota de permanencia a la memoria. Ora reconocido como pirata, ora como explorador, sir Walter Raleigh contribuyó a la leyenda de El Dorado con la publicación de un libro en el que relataba las experiencias de su incursión en el Orinoco. Aunque sus motivaciones expresas contenían un interés hegemónico o estratégico, Raleigh no fue el único en escribir sobre las maravillas naturales del territorio bautizado como El Dorado, situado un tanto vagamente a un costado del Mar Caribe, en territorio venezolano.

Hoy podemos decir que no estaba errado, en vista de la abundante riqueza de recursos –confirmados en estos tiempos– que se encuentran en el subsuelo de la zona, que abarca el no pequeño espacio del sureste venezolano. El origen de El Dorado tuvo resonancias magnéticas, se le citaba y se refería a él como el sitio en donde abundaban el oro y las riquezas, por sobre todas las cosas. El nombre y la fama del espejismo dorado fueron más decisivos que su exacta ubicación, pero eso sí, invariablemente se le situaba alrededor del Orinoco.


Ilustración de la novela The Mighty Orinoco, de Jules Verne
dibujado por George Roux. Dominio público

Alejo Carpentier –quien vivió una larga etapa de su vida en Venezuela– escribió: “La tradición de El Dorado fue situada por Raleigh, con oscura intuición, en este mundo del alto Caroní.” Es el Caroní el afluente mayor del Orinoco, entre ambos dan vida a un valle en el que la naturaleza irradia plenitud, donde la vitalidad se sobrepone a todo.

Escenario legítimo de lo real maravilloso, no fueron pocos los exploradores, antes que Raleigh, que recorrieron ese vasto espacio. Pero a diferencia de muchos, el caballeroso pirata inglés escribió su experiencia, independientemente de las motivaciones más auténticas de su incursión. El descubrimiento del grande, rico y bello Imperio de Guayana, es el título del entretenido librito que fue publicado en Londres en 1596.

Los libros de aventuras han sido bien acogidos en todas las épocas y el de Raleigh lo es; y ni qué decir de las riquezas que aportaron los territorios americanos a Europa durante la época colonial, además de que fueron abundantísimas. Lo cierto es que, desde el título, el autor hace homenaje a esa región de la Guayana que a grandes rasgos enmarca en el gran delta del Orinoco.

Raleigh no se adentró demasiado en sus navegaciones según parece y sólo habría llegado hasta la confluencia del Caroní con el Orinoco. Pero su fantasía y su voluntad participaron plenamente de la alucinación, del éxtasis del oro. No encontró la veta, por supuesto, en todo caso no el metálico que imaginaba. Sí halló, en cambio, la riqueza sin fin de la naturaleza de la Guayana que va anotando cuidadosamente. “Nunca he visto un país más bello ni un paisaje más hermoso”, escribe sin rubor.

Ahora que, en retrospectiva, ni él ni quienes lo precedieron y bautizaron El Dorado se equivocaron, pues efectivamente la Guayana histórica, más o menos la mitad del país, es una zona dotada no sólo de recursos agrícolas y ganaderos, sino efectivamente de oro, diamantes y otros minerales.

Hay algunos aspectos y asuntos que la naturaleza no necesita rectificar, como el hecho de que la rabiosa fertilidad del suelo venezolano responda en primer lugar a su pertenencia a la zona ecuatorial, con una temperatura situada entre los veinticinco y los treinta grados centígrados, aunque ésta varía, como suele ocurrir en los países montañosos. Pero estos asuntos no los registra la filosofía de la historia.