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Nuevos ministros
H

ay dos vacantes de ministro en Suprema Corte de Justicia de la Nación, que tendrán que cubrirse en breve, conforme a lo dispuesto por la Constitución en sus artículos 95 y 96. El primero enumera los requisitos para ser ministro de la Corte y el segundo el procedimiento para el nombramiento. Salta a la vista una sutil contradicción en la terminología de ambos.

En efecto, el 95 asienta que los ministros para ser electos necesitan reunir varios requisitos en él enumerados; en el otro artículo, el 96, se dice que los ministros de la Corte serán nombrados. No es lo mismo elegir que nombrar; elección implica una votación y nombramiento, la expresión de una voluntad que actúa con discrecionalidad en un acto generalmente personal.

El pueblo elige a sus representantes; una autoridad nombra a sus subordinados, quienes le deben por ello obediencia o simplemente gratitud. Los ministros de la Corte llegan a sus cargos por un procedimiento combinado de las dos fórmulas; a diferencia de los magistrados del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, que son electos por sus pares, en el Poder Judicial federal el presidente de la República propone (nombra) y el Senado vota en lo que es, o simula ser, una elección.

Hay quienes opinan que sería mejor elegir a los ministros de la Corte por voto directo de la ciudadanía; fue el uso en algunas épocas durante el siglo XIX. Si no se falsificaran las elecciones, sería un método que podría, bien aplicado, garantizar autonomía e independencia del Poder Judicial. Por lo pronto, nos atenemos a lo que hay.

Hoy, el presidente Peña Nieto, en medio de un debate sobre este tema, ha dicho escuetamente que se ceñirá a la Constitución. No podía ser de otro modo, la forma prescrita debe guardarse. Él, como titular del Ejecutivo federal, por cada vacante propondrá una terna y de entre los propuestos los senadores elegirán uno solo de cada terna. Esa es la formalidad externa a la que se refirió el Presidente y a la que dio su anuencia el socarrón líder del Senado.

Ese y los otros requisitos formales –ser mexicano por nacimiento, licenciado en derecho con cierto tiempo de ejercicio y haberse separado de algún cargo anterior con oportunidad– son condiciones relativamente fáciles de cumplir.

Las dudas empiezan cuando los ciudadanos nos preguntamos si la designación de ministros forma parte de las supuestas cláusulas ocultas del Pacto por México. Los partidos grandes conocen de esta práctica; el PRI y el PAN, se sabe bien, cuentan hoy y han contado antes con ministros que fueron resultado de negociaciones políticas. Esa es una duda, otra surge al pensar en las cualidades y saberes que la Constitución exige para que alguien se incorpore al máximo tribunal, cabeza del Poder Judicial federal.

No se duda que el Presidente cumplirá con la parte formal; propondrá sus ternas y el Senado, dócil como ha sido, por el pacto inicial o por una adenda posterior, bajo consigna de los coordinadores parlamentarios, completará el proceso sin dificultades; con timbres y todo, como decían los tinterillos de mis tiempos de pasante para enfatizar la autenticidad de un documento.

La dificultad surge cuando se piensa en uno de los requisitos constitucionales, la buena reputación de los propuestos, o en que sean imparciales, honrados a toda prueba, patriotas. Eso se espera de jueces de tan alto rango. Las dudas al respecto no son gratuitas; han sido expresadas por abogados, políticos y comentaristas de prensa. El actual régimen no inspira confianza, es un monolito, un bloque en el que están juntos el Poder Ejecutivo, los partidos cooptados y los representantes de los grandes intereses privados.

Como ciudadano, como mexicano, como persona formada en los principios del humanismo cristiano y de la justicia social, esperaría que para nuevos ministros se busquen juristas que marquen claramente su distancia de los intereses y de la visión del sector privado de la economía. Necesitamos jueces con una clara conciencia social, que conozcan bien la legislación mexicana histórica y tradicional, reconozcan y acepten sin regateos que el derecho social es, junto con el derecho público y el derecho privado, parte de nuestro sistema jurídico.

No se trata sólo de cuotas partidistas, de amiguismo o de buscar espacios para políticos en retiro. Se trata de un asunto de fondo: o rescatamos la solidez de nuestra Constitución, la primera en el mundo que elevó a rango superior las garantías sociales, o terminamos por desmantelarla para convertirla en una herramienta de defensa de la empresa privada.

Necesitamos una Corte de magistrados, no de cortesanos; digna e independiente, plural pero no partidista, cuyos ministros garanticen libertad de criterio para tomar resoluciones; de preferencia con experiencia judicial y de ser posible con antecedentes académicos; que sean profesionales con reconocimiento en el foro, en los tribunales y en la cátedra, no en la política.