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Los profetas salvajes
D

esde su publicación, en 1998, gracias al entusiasmo del editor Jorge Herralde, Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, se estableció como una novela popular y de culto en el ámbito hispánico. El reconocimiento crítico se ha extendido a la lengua inglesa cuando menos (Susan Sontag llamó al autor The Real Thing). Por razones explicables pero equivocadas se le compara con Rayuela, lo que a lectores menos jóvenes les parece exagerado y hasta ofensivo. Sin embargo, la consistencia narrativa de Bolaño en sus mejores obras lo hace incomparable, del mismo modo que lo sería Julio Cortázar. Creador de una mitología literaria y de un estilo único aunque les deba a La Onda y al alma en pena de Jack Kerouac, Bolaño logra en Los detectives lo que el título promete, una auténtica novela de aventuras: grupo de jóvenes perdidos en la urbe, vehemente e idealista, bebe, coge, escribe, conoce gente y se mete en problemas. Hay romance y peligro, humor, mala leche a raudales y corazones rotos. Dos elementos llaman la atención. Uno, la combinación de escenario, clima y lenguaje; el autor chileno captura con agudeza el habla de la ciudad de México en los años setenta y la consagra en una épica generacional. El otro elemento, que es el meollo de la aventura, razón de ser de las acciones y discusiones –en un relato poblado de mujeres guapas e impredecibles, de policías, lenones y asesinos– sea ¡la joven poesía mexicana!, los poetas jóvenes de entonces que, quién hubiera dicho, devendrían anecdóticamente interesantes. Bueno, un grupo de ellos, pandilla, movimiento paria: los infrarrealistas.

Resulta irónico que la otrora joven poesía, hoy capítulo postrero del canon del siglo XX mexicano, sea menos conocida en el continente y Europa que aquellos perdedores a quienes su generación y más aún la anterior despreciaron con furia. Como las vanguardias clásicas, los infras no duraron mucho, sus publicaciones fueron escasas, dispersas y retadoramente artesanales. Hacía rato que en México no se profesaban los ismos ni los grupos al modo del estridentismo, los Contemporáneos, la Espiga Amotinada o el poeticismo (un fracaso por definición). Ya antes de 1968 la poesía mexicana había renunciado a los vanguardismos y la experimentación más allá de Blanco o El Corno Emplumado, y se esmeraba en ser aceptable para el gusto dominante, que entonces y ahora tenía su palo mayor en Octavio Paz: tradición sin ruptura. Con armas consideradas anacrónicas y vulgares, los infrarrealistas irrumpen en su bien portada generación como provocadores, bufones, ultras (después del 68 los escritores no querían ser ultras) que sí, llegaban a portarse bastante mal. La novela de Bolaño retrata con honestidad el desenfado de los real visceralistas. Nacidos en la década de 1950, los infras permanecen como nuestros únicos poetas parricidas. Cuestionaron los usos, gustos y costumbres de la cultura dominante, algo impensable para los autores nacidos en los años 30 y los 40, postura que se prolongaría a los de los años 50 y 60, que son lo que hay.

Sólo los infras andaban a las bofetadas, increpaban a los gurús y los caciques, se hacía sacar a empujones de recitales y conferencias. En el nuevo milenio, el éxito de Los detectives salvajes despertó un imprevisto interés en ellos, y quizás Ulises Lima sea el poeta más conocido de su generación fuera de México, así aparezca como apéndice de Bolaño (lo que Chuck E. Weiss para Tom Waits). La hermenéutica bolañiana básica indica que se trata del chilango Mario Santiago Papasquiaro (1953), provocador y poeta en estado puro, André Breton versión local para ese ismo llamado infrarrealismo, a la vez en serio y parodia, cuyos mito, actitud e integridad iconoclasta Santiago se llevaría a la tumba. Pese a las cuchufletas de los vigilantes de lo correcto, el Fondo de Cultura Económica debió incluir en su catálogo del canon la obra de un autor al que los poetas serios ni siquiera consideran entre los suyos. Para el guardián mayor del canon, el inteligentísimo Gabriel Zaid (1934), su negador principal, no es un poeta maldito sino malito.

No obstante, Jeta de santo (Fondo de Cultura Económica, 2008), con sus deliberadas imperfecciones, ofrece páginas no menos brillantes que las de muchos poetas buenitos y premiados, y una intensidad que ya quisieran muchos de ellos.

La novela no se pretende apología de la poesía infra. Bolaño tiene el acierto narrativo de no incluir versos en una historia donde los poetas andan sueltos. Ulises Lima, los alter ego de Bolaño desdoblado en Arturo Belano y García Madero, así como sus cómplices y damnificados (reales, ficticios o entremedias), representan una comedia gombrowicsziana donde los poetas son los héroes y los villanos. La novela los mitifica en su actitud y su carismático delirio. Para desmayo de los guardianes del canon y los buenos modales, un saldo extra de Bolaño es que promueve la fama literaria de la poesía infra, incorrecta en un medio que evita el exceso, el riesgo y la locura.