Opinión
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La reconfesionalización de la clase política ante Francisco
E

l oportunismo de la clase política mexicana no tiene límites. Ante su total desprestigio busca lavarse la cara y legitimarse con la visita del papa Francisco. De alguna manera, colgarse del enorme prestigio internacional que ha adquirido el pontífice argentino. En 2002 causó azoro la inclinación y el beso al anillo papal que hizo Vicente Fox al papa Juan Pablo II. Entonces tanto Gobernación como funcionarios panistas argumentaron que el papa Wojtyla venía en visita pastoral y no como jefe de Estado; por tanto, este gesto de sumisión religiosa del presidente mexicano no violaba ningún precepto constitucional y sí ejercía el derecho de su libertad religiosa. Ahora, 13 años después, se argumenta que quieren recibir a Francisco en el Poder Legislativo en su calidad de jefe de Estado; incluso se disputan la sede y polemizan si se le recibirá en la Cámara de Diputados, en San Lázaro, o en el recinto de los senadores.

El desconcertante encuentro en Roma, entre Andrés López Obrador y el papa Francisco entre la muchedumbre de la audiencia pública muestra no sólo el oportunismo político que reprocha Roberto Blancarte en su más reciente artículo, sino la ambigüedad de un personaje que se dice heredero del pensamiento juarista, pero que se contradice porque claudica en la forma en que se presenta ante el Papa, enviando señales preocupantes: un virtual candidato a la Presidencia que se postra ante la rentabilidad política del pontífice.

Hay un claro retroceso de la laicidad del Estado mexicano que no es provocado por las incursiones del clero en el espacio público, sino por la propia clase política, que busca con desesperación formas de justificar su mediocre desempeño. En el seminario Estado laico y libertad de creencias, convocado por la UNAM en 2010, enfoqué mi intervención en el comportamiento pragmático y cortoplacista de la clase política que constituía una amenaza al Estado laico. Con desdén, algunos políticos allí presentes cuestionaron mis preocupaciones. En ese momento sostuve: El pragmatismo de la clase política mexicana es un factor de riesgo real para la consolidación no sólo de la laicidad del Estado, sino para el desarrollo de la propia democracia en el país. La principal amenaza para el Estado laico hoy no es solamente la jerarquía católica, sino principalmente la clase política, cuya lógica de un supuesto realismo político se mueve más por los posicionamientos, alianzas y preocupaciones ante los resultados de los comicios electorales en turno.

Lamentablemente al paso del tiempo se ha radicalizado esta tendencia. Hay, sin duda, una debilidad conceptual y lejanía ante la sociedad de la clase política. El lento proceso de reconfesionalización de la clase política ha venido irrumpiendo públicamente en los pasados 15 años. Hay muchos ejemplos, sólo recordamos los notorios. La alternancia, por ejemplo, aportó muchos funcionarios y políticos panistas de corte integrista. No sólo se asienta la presencia pública del Yunque, sino de políticos que no distinguen la separación entre su fe, la religión y la política. El finado Carlos Abascal es el prototipo de esta incursión de confesionalizar el Estado: siendo secretario de Gobernación que daba prioridad al derecho natural sobre el constitucional. Fox tuvo muchos desplantes en su campaña presidencial; sin embargo, atemperó sus impulsos como presidente. No obstante, el beso al anillo papal causó una agria discusión sobre el Estado laico. Bajo Felipe Calderón en alianza PRI-PAN, aún queda la huella de la repenalización del aborto en 17 entidades del país, criminalizando a centenas de mujeres bajo prisión que por diferentes factores abortaron. En diciembre de 2009, el gobernador Enrique Peña Nieto encabeza una dispendiosa comitiva al Vaticano, compuesta por más de 10 obispos mexiquenses, para presentarle a Benedicto XVI a su futura esposa, Angélica Rivera. En 2010 brota un descontento en el estado de Jalisco, pues el gobierno panista encabezado por Emilio González Márquez, tan generoso como piadoso con el erario, se propuso financiar la magna obra del cardenal Juan Sandoval Íñiguez, el llamado Santuario de los Mártires. Tan sólo un donativo, entre decenas, ascendía a 90 millones de pesos. Recibió entonces más de 6 mil demandas, movilizaciones sociales y escándalos mediáticos que obligaron frenar el colosal capricho del cardenal Sandoval. En los años recinetes hay una especie de golpe de pasión religiosa entre gobernadores y presidentes municipales que aparentemente, ante la crisis de valores de la sociedad y de corrupción, de los que no están ellos mismos exentos de señalamientos, apelan con marcada hipocresía a las convicciones religiosas como alternativa o como fuente de legitimidad simulada. Los gobernadores de Veracruz, Javier Duarte de Ochoa, y de Chihuahua, César Duarte Jáquez, consagraron las respectivas entidades al Sagrado Corazón de Jesús y al Doloroso e Inmaculado Corazón de María en aparatosas ceremonias litúrgicas. En ese tenor, varios alcaldes han hecho lo propio en el que destaca la presidenta municipal de Monterrey, Margarita Alicia Arellanes, del PAN, quien entregó la ciudad a Jesucristo. Cabe notar que los continuos señalamientos de peculado y corrupción, por decir lo menos, asedian a estos gobernantes piadosos que se atrevieron a salir del clóset.

Hay una asincronía peligrosa en la memoria de la clase política. El Papa, por más abierto y progresista que sea, vendrá a fortalecer la agenda política de la Iglesia católica mexicana. En torno a la libertad religiosa justificará la plena presencia de la jerarquía católica en el espacio público, debatiendo las políticas públicas según sus convicciones. En el fondo sería inadmisible un retroceso histórico a la laicidad del Estado, porque no sólo se violenta la Constitución, sino se amenaza a la democracia. La laicidad es un instrumento histórico que garantiza la separación y recíproca autonomía entre las esferas religiosa y política. Las iglesias deben disciplinarse a las leyes del Estado para que la pluralidad y la diversidad puedan fluir libremente. Sólo en un Estado laico se garantizan la igualdad en derechos. Los actores políticos, y en particular quienes ejercen cargos de gobierno, están obligados a promover, proteger, respetar y garantizar esos derechos fundamentales.