Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 25 de octubre de 2015 Num: 1077

Portada

Presentación

El bautizo de un libro
Leandro Arellano

Aquellos ojos brujos
Esther Andradi entrevista
con Cornelia Naumann

El Che: la perduración
del mito

Marco Antonio Campos

Las posibilidades
de la mirada

Gustavo Ogarrio

Rogelio Cuéllar y el rostro de las letras
Francisco Noriega

Los diarios
José María Espinasa

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Ricardo Guzmán Wolfer
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Ricardo Guzmán Wolfer

El Marqués de Pelleport o la bohemia encarnada

La novela Los bohemios de Anne Gédéon Lafitte, más conocido como el Marqués de Pelleport (Francia, 1754-1807 o 1810, según la fuente) es un ejemplo de que la literatura  memorable no requiere reconocimiento. Contemporáneo del Marqués de Sade (con quien compartió encierro en distinta celda de la Bastilla) dejó un retrato sobre la vida bohemia: aquella donde el vagabundeo y el ingenio son los caminos para resolver todas las necesidades, bajo el estandarte del amor a la libertad y la búsqueda de placeres al margen de la sociedad: es una situación escogida, donde la inteligencia vuela ante la ausencia de ataduras con el poder y sus recompensas, lo cual permite, especialmente a Lafitte, hablar mal de quien le da la gana, con mucho conocimiento de causa.

Ya se sabe que el autor suele ser su propia fuente de inspiración y si bien hay algunos paisajes directamente autobiográficos en Los bohemios, el transfondo corresponde a la vida disipada que el Marqués tuvo: hijo de una familia adinerada y educada (tanto que terminó por repudiarlo e incluso mandarlo encarcelar para que rectificara sus malas costumbres juveniles –lo cual no sucedió, por supuesto), expulsado de la milicia, preso en varias ocasiones por crímenes contra el honor y un vago redomado que se paseó por varios países. Al igual que su contemporáneo Morande, Pelleport practicó la escritura de libelos donde se hablaba de los defectos y escándalos de figuras públicas francesas, con fines de chantaje, generalmente exitoso. En los años previos a la Revolución, tales escritos ponían en juego el delicado equilibrio entre la monarquía y las clases adineradas, ni se diga respecto a un pueblo harto de abusos. Luego de intrigas y persecuciones de espías franceses, pues Pelleport residía en Londres, fue capturado y encerrado por más de cuatro años, algo inusitado. Fue liberado cuando el tema de los libelistas dejó de ser relevante.

El rescate de la obra de Pelleport fue azaroso. Se conservan pocas copias originales de su trabajo y en el siglo xix apenas se le recordaba. Su lectura enfrenta diversos retos. El principal es el de saber historia francesa con una precisión milimétrica: la obra está plagada de señalamientos a funcionarios, filósofos, escritores, amantes y demás personajes relevantes de la época o que tuvieron influencia a finales del siglo xviii, antes de la Revolución. Muchos llevan nombre, pero la mayoría se hace con alusión a obras, conceptos filosóficos, actos públicos o parentescos que no permiten el error, si se conoce la referencia específica; que incluso puede ser estilística, más allá del contenido, pues, verbigracia, le gusta burlarse de la forma en que Rousseau se expresaba. Habrá quien estime con ello que se trata de una novela costumbrista donde se denigran las costumbres que se critican con desenfado y mucha agudeza. Aunque podría ser considerada una novela picaresca, la cantidad de divagaciones filosóficas (que casi harían del texto un ensayo del tema) lo exceden. Curiosamente, a pesar de autoproclamarse como libertino y liberal, hay muchos guiños sobre cómo el aristócrata en desgracia mira con desprecio a esa plebe que ha logrado escalar puestos públicos y posiciones sociales. Después del triunfo de la Revolución no se colocó en el nuevo aparato estatal; lo que le habría resultado aparentemente sencillo visto su historial de ataques contra el antiguo régimen.

El personaje de la obra, Bissot, es acompañado por Tifarés en su travesía (como ésta, hay varias referencias al Quijote) por la campiña, entre otras razones, para evitar a los acreedores. Si bien se justifica diciendo que “así lo quiso el destino”, sic fata volunt, ello resulta otro despropósito, pues previamente se ha quejado de toda la sociedad para justificar su partida. Se topan con una pandilla de ladrones vagabundos y luego de soltarles Bissot un verdadero discurso de locos (donde incluso los insulta al tratarlos como “buenos salvajes”) y Tifarés mostrar cuán servil puede ser, los vagos los aceptan por reconocerlos como de su propia clase (baja). De ahí en adelante las divagaciones, los encuentros con los monjes bohemios y toda una disquisición sobre las mujeres y cómo usarlas y traspasarlas se intercalan para regocijo de lector quien igual sufrirá las afirmaciones del Estado social sobre el individuo, como será testigo de cómo la amante de Bissot guarda el honor de éste al engañar al violador para hacerlo sodomita.

Un clásico con más complicaciones de las esperadas, todas disfrutables.