Opinión
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Virgen de medianoche
E

n mi novela Sombras nada más, publicada en 2003, hay un episodio en el que relato la excursión nocturna que al terminar la última tanda de cine del teatro González, un grupo de estudiantes hace por las cantinas y antros de León, la ciudad donde estudié la carrera de derecho. Una de las estaciones de ese recorrido es el 3066, llamado así por su número de teléfono, situado en el barrio de San Juan, y cuyo dueño era un chino algo melancólico, que por rara excepción no había abierto un restaurante sino un lupanar.

En el local, no menos melancólico, había una pista de baile muy íntima, y un pequeño estrado donde tocaba algún conjunto musical cuando no estaba encendida la rocola en la que no faltaban los discos de 45 revoluciones de la Sonora Matancera, cuyo solista más afamado era el puertorriqueño Daniel Santos. Las muchachas, cuando no bailaban o acompañaban a los clientes en las mesas, o se afanaban en complacerlos en los cuartos del traspatio, se sentaban en sillas playeras colocadas en fila contra las paredes, como en un velorio. El chino solía convocar a su mesa a sus amigos, entre los que nos contábamos, y allí, cigarrillo en mano, mientras vigilaba la bienandanza del negocio, filosofaba sobre la legitimidad de los oficios que deparaba la vida, entre ellos el suyo, el que defendía con ardor ético.

Una noche de un año que debe haber sido 1962, Daniel Santos, que andaba de gira por Nicaragua, cantó en el 3066, lo que consigno también en mi novela, entreverado como un hecho real, porque fui testigo de aquel milagro inolvidable: El Jefe en persona, toda una leyenda de la música perdularia, se salía de la rocola para subir a aquel escenario sin fama donde lo rodeábamos sus devotos.

Y lo vimos de pronto, de pie en la tarima, envuelto en los vapores del alcohol, canoso el bigote e hinchado de cuello y vientre de no poder anudarse la corbata ni abotonarse el saco, y ya en equilibrio precario frente al micrófono de pedestal, dejó retumbar su voz de alma en pena que cantaba Virgen de medianoche, mientras las señoras del pecado, campesinas de tacones altos, lloraban desconsoladas al escuchar aquel rezo de amor que les conmovía las entrañas. Sólo él podía cantarles su himno con semejante devoción.

En Managua había caído preso por escándalo en la vía pública, según el alegato oficial, pero en realidad por seducir a la mujer de un coronel de la Guardia Nacional, el ejército pretoriano de Somoza, según el dicho popular. Y ese mismo dicho sigue repitiendo que durante su cautiverio en las cárceles del Hormiguero compuso su célebre canción El preso.

Todo eso fue también a dar a la novela. Pero uno miente con alevosía y ventaja en beneficio de la invención, pues cuando escribía Sombras nada más y le pedí información sobre Daniel Santos a su compatriota boricua, mi amigo el escritor Edgardo Rodríguez Juliá, él me advirtió: “Lamento informarte que no fue en una cárcel nicaragüense donde Daniel Santos escribió esa canción, sino en la cárcel del Príncipe, en La Habana. Para más detalles te tengo la sabiduría de Josean Ramos, quien fue secretario de Daniel en los años crepusculares del Jefe. Josean fue para Daniel lo que Eckermann fue para Goethe...”

Nada más exacto que ese juicio último de Edgardo. Josean es el más fiel y veraz biógrafo de Daniel Santos, y el que mejor se ha acercado a los laberintos de su intimidad. Edgardo me puso en relación con él, quien de inmediato me envió su libro, El inquieto anacobero, donde explica con datos precisos el asunto ese del preso que desde su celda entona su lamento mientras sufre la condena que le da la sociedad. Pero así y todo no cejé en mi mentira, porque de mentiras, ese tejido sutil que viste a los dioses, están hechas las novelas. Y luego leí la novela de Josean, no menos aleccionadora, Vengo a decirle adiós a los muchachos; y aquí supera a Eckermann, quien nunca escribió una novela sobre Goethe.

Pero en fin. Estando en Bogotá, invitado a la Feria Internacional del Libro en abril de este año, recibí un mensaje de Josean, donde me contaba que estaba preparando una edición conmemorativa de esa novela suya, “que se presentará en el Festival Amigos del Bolero de Manizales, dedicado a Daniel Santos; luego en Cali, Barranquilla y otros poblados que visitaré durante una gira en noviembre. Esta edición incluirá unos cien manuscritos inéditos a puño y letra de Daniel, que iba escribiendo de barra en barra, de trago en trago, en tantos viajes por la América nuestra, que revelan muchos aspectos desconocidos hasta ahora en torno a su agitada vida, un ajuste de cuentas consigo mismo desde la intimidad de las cantinas… Tomando en cuenta tu devoción por el Santo Daniel, así como sus vivencias en Nicaragua, donde padeció como Corretjer la fría soledad de las cosas tan lejanas (y recogió años después en Santo Domingo $50 mil para la causa sandinista), me encantaría incluir en esta edición un escrito tuyo sobre Daniel y lo que significó para tu generación…”

Pues lo que significó para mi generación ya queda dicho. Las noches de peregrinaje por antros en penumbra, pisos cubiertos de aserrín y ristras de bujías macilentas, las luces tornasol de las rocolas desde las que se alzaba la voz de este poeta maldito del Caribe infinito, el de la trasgresiones libertinas, la voz que llenaba de añoranzas el aire nublado por el humo de los cigarrillos en los lejanos amaneceres cálidos, el mito hecho carne y el verbo hecho lujuria, el rey de corazones de la baraja vestido con esmoquin de lentejuelas, el héroe de todas las batallas pendencieras y de todos los desvelos alcohólicos que no cesa nunca de cantar para las vírgenes de medianoche que envejecen bañadas en lágrimas. Mientras amanece.

Praga, octubre de 2015

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