Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 1 de noviembre de 2015 Num: 1078

Portada

Presentación

Ángel Pahuamba, testigo
de nuestro tiempo

Gaspar Aguilera Díaz

Roa Bárcena y los
cuentos de aparecidos

Edgar Aguilar

La hermosa
monstruosidad
de los insectos

Armando Alanís Pulido

Santa Muerte,
blanca Niña Bonita

Fabrizio Lorusso

Un viajante llamado
Arthur Miller

Ricardo Bada

La reserva ecológica del
Pedregal de la UNAM

Norma Ávila Jiménez

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Fuente: academia.org.mx

Se le considera el iniciador del cuento moderno en México.
Es autor de “Lanchitas”, cuento fantástico “entrañablemente concebido”,
habla sobre un muerto con apariencia de vivo.

Para dejar consignada tal anécdota, trazo estas líneas, sin meterme a calificarla.
Al cabo, si es absurda, vivimos bajo el pleno reinado del absurdo.

José María Roa Bárcena, “Lanchitas”

La obra de José María Roa Bárcena (Xalapa, 1827-Ciudad de México, 1908) se nos presenta como una pieza única en la historia de la literatura nacional. Se le ha considerado, insistente y unánimemente, por los estudiosos en la materia, como el iniciador del cuento moderno en México. Esto bastaría para otorgarle el lugar prominente que le corresponde en nuestras letras. ¿Qué otro escritor de su generación goza en la actualidad de tan grande epíteto?

“Roa Bárcena” es también el nombre de un callejón (bautizado en la época colonial con el enigmático nombre de “Callejón del Aire”) ubicado en el centro de Xalapa, en honor de aquél. Aunque, probablemente, no le haga mucho honor. O a lo mejor sí: una callejuela empedrada y sórdida, parcamente iluminada por las noches, que se quiebra hacia cuatro de los puntos principales y de los más antiguos de la ciudad. Bardas y paredes con grafitti, “negocios” con las cortinas echadas abajo de manera permanente, olor –también permanente– a orines, añadiendo al singular cuadro una hermosa y solitaria casa de rasgos porfirianos –que, por lo que se ve, funciona como “notaría pública”– en una de las esquinas.

Roa Bárcena es el autor de uno de los cuentos más extrañamente concebidos de la literatura mexicana: “Lanchitas”. Esta extraordinaria narración, que aparece en las mejores antologías de cuento fantástico moderno en lengua española, nos introduce en el tema siempre insaciable de la muerte, tan caro a nuestra cultura, pero con especial particularidad en aquello que da cabida al territorio desconocido mas harto atrayente de lo sobrenatural.

En “Lanchitas” se da un fenómeno que rompe con lo ordinario, cuando un joven sacerdote se ve orillado a brindar la última absolución a un moribundo. Afectará de tal modo esta circunstancia nada fortuita al padre Lanzas, que así se le llama, pues su apellido es Lanzas, que su ulterior transformación en “Lanchitas” nos afectará de igual forma por el carácter de ultratumba que tiene el decisivo encuentro de éste –aunque él no lo sepa– con el personaje del moribundo, que no es otra cosa que un muerto “vuelto a la vida”. Un difunto, por otra parte, fallecido “muchos años atrás”. 

Este elemento fantástico, el del encuentro de un hombre vivo con otro en apariencia vivo, pero que en realidad está muerto, es una constante en la tradición oral a lo largo del siglo XIX y aún en las postrimerías del siglo XX. Es lo que la gente, tanto del campo como de la ciudad, conocía al referirse a ellos como relatos o historias de “aparecidos”. Muertos –en calidad de vivos– que se presentan ante los vivos por una razón en particular. “Lanchitas”, sin embargo, es un cuento aterrador no por la simple develación de ese muerto casi en estado putrefacto que ansía desesperadamente confesar su vida llena de vicios, sino por el efecto estremecedor que provoca dicha “aparición”, en un ambiente completamente lóbrego y en presencia de una vieja miserable (otra suerte de “aparecido”), en la mente y el espíritu del protagonista. Es decir, en la profunda transgresión interna, que se manifestará exteriormente, en la actitud y comportamiento posteriores –que sólo conocemos de “oídas”– del padre Lanzas. 


Tumba de la Llorona, panteón de Jerez, Zacatecas

A tal grado que, en lugar de horrorizarnos termine por conmovernos, como al personaje que narra la historia: “¿Quién no ha oído alguno de tantos cuentos, más o menos salados, en que Lanchitas funge de protagonista y que la tradición oral va trasmitiendo a la nueva generación? Algunos me hicieron reír más de veinte años ha, cuando acaso aún vivía el personaje […], se me ha presentado en la especie de linterna mágica de la imaginación, Lanchitas, tal como me lo describieron sus coetáneos, limpio, manso y sencillo de corazón, envuelto en sus hábitos clericales, avanzando por esas calles de Dios con la cabeza siempre descubierta y los ojos en el suelo.”

Por lo demás, el estilo brillante y resuelto a la vez, en forma y contenido, en que Roa Bárcena describe magistralmente la “anécdota”, nos remite sin duda a las narraciones de terror de los grandes maestros europeos del siglo XIX, en las que un personaje cuenta la historia que asimismo a él le fue contada. Una experiencia doblemente gozosa para el lector-oyente –recibe lo que el narrador recibió a su vez de otro narrador–, en donde lo narrado adquiere un inequívoco y sugerente tono de verosimilitud: “No recuerdo el día, el mes, ni el año del suceso, ni si mi interlocutor lo señaló; sólo entiendo que se refería a la época de 1820 a 30; y en lo que no me cabe duda es en que se trataba del principio de una noche oscura, fría y lluviosa, como suelen serlo las de invierno”.

Qué fortuna leer “Lanchitas”, el “primer cuento moderno” escrito en México, como un extraño relato acaecido hace casi dos siglos, en el que un “aparecido” trastoca no sólo el mundo ordinario y lógico, sino la mente cultivada, lúcida y racional de un hombre “superior en conocimientos a la mayor parte de los clérigos de su tiempo”, el cual sencillamente cumplía, por otro lado, con su noble y humilde ministerio. Si sucedió verdaderamente, como todo lo que nos cuentan hasta calarnos los huesos debido a esa remotísima sensación de miedo en una noche oscura, fría y lluviosa (la tradición oral es las más de las veces cíclica), es lo que menos debe importar.