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En la duda, tú corre
D

e que venían tras él, sí. Más bien seguían sus pasos, pensaba yo, y sigo pensando. Jerez vivía convencido de que tarde o temprano lo iban a agarrar. Aunque apenas lo acompañé en su aventura del sur, que él llamaba involucramiento, conocí todas las etapas y algunos de sus secretos. Que a veces, debo decir, me parecían alucines, megalomanías fantasiosas con cierto fondo de verdad. Como nos enseñara en prepa el archimandrita Pablo de Ballester, el más extraterrestre de los maestros posibles: cuando sientas que vienen por ti, dalo por hecho, es muy probable que sea cierto, prepárate para escapar. (Cruel ironía que al final De Ballester no pudiera escapar de la bala que lo andaba buscando.)

–Ellos creen que sé más de lo que sé –repetía Jerez cada que nos veíamos. Siendo ellos los servicios de inteligencia, la policía, el gobierno, qué sé yo.

–No creo que te quieran hacer nada –le dije la vez que me citó en Puerto Escondido, él de súper clandestino–, les sirves según dónde vas, con quién te ves, eres más útil que peligroso.

Me miró al tope de la sorpresa, que rápido viró a decepción profunda y comenzó su personaje del ofendido que tan bien le conocía desde la escuela. Como buen ególatra, Jerez era bueno para admirarse y para tenerse lástima.

–Por donde vaya en carro, hotel que me registre, fax que mande, gasolinera, Oxxo, me están checando. Van conmigo al baño. Se comunican con las patrullas. Ya no digas los retenes del eje, la migra o la judicial: me pasan a la báscula, me interrogan. En cualquier Cristóbal Colón, los aeropuertos, las casetas, los putos cruceros de las autopistas. Acto público donde llego, marcha, asamblea, evento, andan tras de mí con sus grabadoras. Aprovechan a las televisoras que llevan nagra, sobre todo el Trece, que trabaja para ellos.

–Pérate, pérate, pinche Jerez, dame chance. Ya ves que yo nunca hago las preguntas, eres tú el que da respuestas. Pero tampoco te creas carne de paparazzi. No mames. O cuenta en qué andas para entenderte.

La gente que se mete en algo necesita un confidente, uno solo, espejo que amortigüe los secretos de interés, que pueden ser pesados o muy cotizados, y quién sabe qué sea peor. Por razones de confianza ancestral y amistad sostenida, vine a ocupar el rol de shrink seglar en la vida de Jerez. Él se desahogaba y yo, muy en mi papel, lo camoteaba, lo insultaba, me le reía en su cara. Siempre me acuerdo de Al Pacino de abogado y de diablo, que viendo caer a los mejores se relame: La vanidad, mi pecado favorito. A Jerez se le daba, un pecado al fin común entre los buenos, a diferencia de los pecados feos que les van a los malos, no a nosotros.

–Bien sabes que te creo, incluso cuando te pasas –le dije. Me había hecho alcanzarlo en las costas de Oaxaca, como si no tuviera tanto qué hacer en el Defe: la universidad, mi mujer, esas cosas.

–En Tuxtla creo que me les perdí. En la colonia de la central camionera, que es muy confusa. Antes enterré la nave en un estacionamiento del mercado. Pasé la noche en un hotelito con nombre falso y al amanecer tomé fuera de la terminal un camión de segunda a Tapanatepec, de donde te llamé. De Tapana para acá me la llevé en peseras por Salina Cruz, dándote tiempo a que llegaras.

En parte, no podía quejarme. Estos encuentros me sacaban de la rutina para ir a lugares agradables como Puerto Escondido, por ejemplo, aunque me complicaran la existencia y me violentaran el presupuesto. Hubo veces que nos encontramos en lugares espantosos como las torterías de la Terminal Oriente o los bares densos del Peñón de los Baños, cerca del aeropuerto. En una ocasión lo alcancé en una morgue del Seguro donde esperaba el cuerpo del Lagarto, un colega suyo de quien Jerez siempre supo que trabajaba para ellos y lo espiaba. Su desgracia, del Lagarto, fue ser borracho, bocón, irreflexivo, exhibicionista.

Pero la vez de Puerto Escondido, debió ser 1996, una escapada a la playa no me vino mal. Teníamos, Jerez y yo, unos pescadores amigos desde los años de prepa y en su palapa junto a las rocas fue que nos encontramos. Era un sobrentendido muy fácil entre nosotros.

–¿Te acuerdas del Archimán? –dije de pronto.

–¿El archi-qué?

–El archimandrita, que nos daba griego. Aquel paranoico profesional.

–Sí, ya. Y literatura universal –y se murió de risa–; nunca se la creí.

–Acuérdate cuando nos sentenció que si nos sentíamos perseguidos debíamos creerlo y cuidarnos. Para lo que le sirvió a la mera hora. En 1984 se lo echaron saliendo de su templo, pum, pum. No la vio venir. ¿Sabía demasiado? Lo dudo.

Le divirtió rememorar la voz abismal del Archimán. Su barba de icono ortodoxo. Y solté la moraleja que Jerez quería oír:

–Tú sí sabes demasiado. No te vayan a coger. ¡Corre, Jerez, corre!

La madrugada siguiente eso hizo. Que a Xalapa. Yo en lo personal aproveché la vuelta unos días más, de pesca en las mañanas y por las tardes surfié. Jerez siguió su fuga, y yo la mía.