Opinión
Ver día anteriorMiércoles 11 de noviembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mariguana y derechos
A

nte la producción, tráfico, comercialización y consumo de las llamadas drogas prohibidas, el político mexicano ha preferido achicar sus alternativas de acción. La ruta consagrada desde los centros de poder mundial (Estados Unidos) ha sido marcada, desde hace ya mucho tiempo, por las pulsiones prohibicionistas de concentrados grupos de opinión y poder. La prohibición, que incluye todas las etapas del proceso, se le denomina con la grosera etiqueta de combate a las drogas, una cruenta batalla que involucra a infinidad de operadores y autoridades de variado tipo. Todos los participantes en este proceso, bien custodiado por la experiencia, se van contaminando a medida que avanzan en sus tareas: tanto por lo que toca al tráfico, penado por normas y leyes, como en la vigilancia y control que tratan de llevar a cabo las autoridades. La conclusión, por más vueltas que se le dé a tan espinoso asunto, es por demás clara: nadie gana, es una guerra perdida para la sociedad en su conjunto, aun cuando haya algunos aprovechados del negocio. Lo más doloroso de toda esta trama son las miles de víctimas que ocasiona el trasiego, desde la siembra hasta el lavado de capitales. A tales etapas habría que añadir aquellas víctimas que, por sus efectos nocivos en su salud (adicción), quedan atrapadas en traumático proceso.

¿Cuáles son las alternativas para el funcionario, para el político, para el tomador de decisiones ante tan dañino fenómeno formado alrededor del combate a las drogas? Son pocas en realidad. Una, la más favorecida actualmente, es seguir por la senda marcada desde hace ya un siglo. En esta ruta se debe contabilizar el universo de recursos, fracasos y gasto de energías de toda clase. La prohibición pretende seguir porque amasa la parte gruesa de acuerdos, complicidades y temores, argumentan desde las meras cúpulas decisorias. Son tantas las instituciones involucradas en el combate y son tantos los delincuentes que persisten en sus tropelías, que no es posible desmontar el andamiaje. La evaluación, hoy día, tanto a la funcionalidad como al prestigio del funcionariado público es constante, ensartada en aristas impredecibles. Presentes y futuros nombres van quedando atados a la continuidad del combate. Este grupo, todavía mayoritario, no visualiza salida distinta. Hay que, sin embargo, perseverar en el camino emprendido porque no hay opción, cual si fuera destino manifiesto.

Pero la realidad va mostrando, cada vez con más claridad, que el combate sin modulaciones, cambios o atajos no enciende luz alguna al final del túnel. El cuerpo social ya absorbió males reales, pasiones y falsos decoros para identificarse, en la ruda práctica cotidiana, con toda la parafernalia que el combate acarrea. Los recursos humanos, materiales y financieros necesarios son, qué duda, crecientes hasta rayar en lo indebido. La ética y la moral padecen novedosos, fieros embates, contaminando la reserva humana de toda la sociedad. La demanda de drogas, por su parte, no sólo aumenta, sino que se ramifica y toma por asalto las costumbres, esas que modifican valores, alteran conciencias, juicios y actitudes de la colectividad afectada. Perseverar en este agujereado camino se antoja una necedad que desembocará en triste derrota de todos los contendientes. Contados y oscuros serán los triunfadores que, por lo demás, serán atropellados por el inmenso río de los perdedores.

Hay urgencia de penetrar un trecho adicional en la tipología de los actores de este drama. Los hay torpes y muchos tontos que sólo repiten consignas insulsas: ¡no cejaremos!, proclaman empapados de entusiasmo fingido. Otros, acicateados por sus fantasmas y alborotados miedos, se arremolinan para lanzar las ya gastadas sentencias autoritarias: la ley no se negocia, ¡se aplica!, dicen con fingida voz trémula. La mariguana no puede, ni debe, legalizarse, finalizan: qué le dirás a tus hijos cuando los encuentres fumando la yerba, previene el encargado federal de la prevención de las adicciones y se queda tan orondo con su insulsa y tramposa imagen. No falta quien diga que no es la solución que, de legalizarla, sería sustituida por otras drogas, por otros de los numerosos medios, servicios y productos a mano del crimen organizado. No importa que se les demuestre el golpe monumental, en ingresos al menos, que los malhechores sufren cuando se les manosea el lucrativo negocio de la mariguana, por ahora un monopolio a su disposición.

Queda, sin embargo, algo que decir sobre aquellos que ningunean la pelea (incluida la sentencia de la Suprema Corte) para encontrar alguna alternativa y proclaman ante su repetida audiencia que la discusión y análisis de las implicaciones de tal sentencia son usadas de distractor, una pirueta mediática del poder para soslayar lo esencial: el desempleo, la pobreza, la corrupción. Y, ciertamente que estos últimos son temas trascendentes, pero, también, la lucha por definir rutas alternas a las actuales prácticas prohibicionistas es urgente, prioritaria. Miles de vidas que se verán truncadas por la intransigente prohibición se apuntan de inmediato para su eventual rescate. Quedaría, de seguir la conseja, un tanto disminuida la base que sustentó la decisión de la Corte: la primacía de los derechos humanos. Y esto, el derecho al desarrollo de la persona, la validez de su propia decisión de consumir, es un asunto de la mayor importancia que la izquierda debe enarbolar y no cucharearla o subordinar a otras punzantes realidades.