Opinión
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La Muestra

El club

R

efugio de delincuentes. Después de una estupenda trilogía (Tony Manero, Post-mortem, No) en la que el chileno Pablo Larraín expuso los demonios de la culpa y la redención imposible de la dictadura chilena, su nueva cinta, El club, traslada su señalamiento crítico y áspero a una institución tradicionalmente cómplice del autoritarismo político: la Iglesia católica. ¿Quiénes son los hombres atrincherados en una residencia de un pueblo perdido en Chile, alejados del escrutinio público, encubiertos e impunes, pero moralmente lacerados por delitos que intentan hacer pasar como pecados? Se trata de antiguos sacerdotes pederastas, culpables de abuso sexual, que como los militares de la dictadura que traficaban con los hijos de sus víctimas, hoy se mantienen ocultos, soterrados, protegidos por las autoridades castrenses o eclesiásticas que tienden un manto de silencio sobre las ovejas descarriadas, cuya conducta podría suscitar el escándalo y agrandar el discrédito de las instituciones antes intocables.

Con una fotografía en blanco y negro, deliberadamente sucia y deslavada (Larraín utiliza filtros y cámaras viejas para acentuar el efecto de turbiedad), El club describe las rutinas de esos sacerdotes vueltos parias sociales, pero que aún conservan ciertos privilegios y practican pasatiempos de la clase acomodada, como las lucrativas carreras de galgos, y cuya vida cotidiana la organiza una mujer eficaz, antigua religiosa, hoy a su servicio. La llegada al pueblo de Sandokán, un hombre con aspecto de vagabundo que pudiera beneficiarse de la caridad cristiana, y que en realidad es una antigua víctima de abuso sexual dispuesta a no callar los agravios, desatará el caos y romperá el silencio celosamente guardado.

Pablo Larraín procede aquí del mismo modo ya característico en su cine. La denuncia nunca es panfletaria, y su eficacia reside en el manejo magistral de un suspenso que hace crecer la tensión dramática hasta un desenlace de violencia seca, implacable. Como en sus cintas anteriores, la corrupción y las mezquindades morales del poder quedan expuestas, y con ellas también las de los sectores populares que las vienen avalando. Ni silencio ni perdón, pareciera ser el mensaje último de esta cinta sulfurosa. Tampoco ese olvido interesado que con tanto empeño fomentan los conservadurismos políticos y religiosos. Pablo Larraín prosigue, en el terreno de la ficción, la faena artística, saludablemente desmitificadora, que su compatriota Patricio Guzmán emprende desde años en el cine documental (de La batalla de Chile a Nostalgia de la luz). La obstinación de la memoria crítica como un poderoso contrapeso a los irredimibles vicios de la amnesia colectiva.

Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional a las 12 y 17:30 horas.

Twitter: @Carlos.Bonfil1