ARCÓN DE CUENTOS

El regreso de don artemio liévano


Foto: Luna Marán

Josías López Gómez

Vivían contentos, estaban felices. Aunque se escuchaba de problemas en las aldeas, no era para alarmarse, entre todos buscaban una solución. Los bats’il winiketik andaban de aquí para allá sin que hubiera alguna sombra que les persiguiera.

Oxchuc era apenas municipio libre. Don Artemio Liévano: un hombre mestizo, cruel y odioso regresó a vivir allí. Todos hablaban de él, decían que desde siempre era malo, porque su padre también lo había sido. No le faltaban motivos para pegar con su fusta. Detenía injustamente a los pobres bats’il winiketik, los encarcelaba y vendía con los mafiosos enganchadores  de los finqueros alemanes. Cobraba una suma convenida por cada trabajador que reclutaba, otra cantidad por cada desertor que aprehendía y retornaba a la finca de donde escapaba huyendo del maltrato. Tenía bajo su control la venta de aguardiente. Había amasado una fortuna. Nadie podía vivir con esa terrible situación, mucho menos dormir con tranquilidad. Eso quemaba la piel y la esperanza de vivir.

Por todas partes se oían lamentos y rechinar de dientes. Los principales sembraron trece velas en el cerro sagrado de ljk’alajaw. Pidieron al todopoderoso Ajaw,  el creador de los bats’il winiketik, fuerza y valor para sobrevivir, suplicándole que don Artemio se dedicara a hacer otra cosa. Pues lo único que sabía era portarse mal: robar, violar, maltratar, era su mejor vicio, su mejor pasatiempo, su mejor diversión.

Pronto demostró el exceso de su maldad. Ordenó pagar alcabalas por cualquier cosa que se vendiera en el pueblo. Mandó al presidente municipal a que aprehendiera a cualquier bats’il winiketik que transitara y cayera por las calles en pleno estado de embriaguez, para luego liberarlo tras el pago de una multa o un día de trabajo forzado. Acaparó de nuevo la venta de aguardiente, puso bajo su control los fuertes contratos de los poderosos intermediarios de los dueños de las fincas cafetaleras. Era como un roedor, se metía por todas lados; sus barbas, sus manos rechonchas daban miedo. Tenía una mirada de búho, la del Yabat pukuj,  el mensajero de la muerte. A pesar que bebía poco el aguardiente, se veía embriagado por su desdichada ambición.

Los bats’il winiketik  de Oxchuc se sintieron humillados, sin ganas de trabajar. Varios pensaron dejar sus tierras, sus casas, que era mejor largarse a otro lugar. Los viejos no quisieron. Dijeron que era fácil huir y abandonar la tierra donde nacieron, pero solamente un cobarde lo haría.

–No entregues ni abandones jamás la tierra donde reposan los restos de tus antepasados, donde descansarán  el cuerpo de tu padre y tu madre —manifestó el Kátinab,  el principal jerarca de los bats’il winiketik.

Nadie lo contradijo, todos estaban obligados a aceptar sus palabras, era un hombre respetado, sólo hablaba cuando tenía que decir algo verdaderamente importante.

Una noche se acostó  en su camastro, durmió bajo el cielo estrellado. En su sueño tuvo un encontrón de cuerpo a cuerpo con don Artemio, le amenazó de muerte. Se levantó triste, contó las visiones de su alma a su mujer, quien quedó perpleja, boquiabierta, con la boca tan abierta como el bostezo de un niño hambriento, apretando las manos tan fuerte cómo si deseara romperse algún dedo.

–Los suelos se vuelven realidad —dijo después ella.

El K’atinab  habló  a los  hombres, les dijo que habría sufrimiento, que el poder de la palabra de don Artemio disminuiría, tristeza habría entonces. Los viejos aldeanos se ofrecieron para luchar, pero el K’atinab  no quería viejos, sino jóvenes. Escogió a los trece mejores hijos, los preparó para desalojar al usurpador. Una tarde, los jóvenes empuñaron sus refulgentes hachas y machetes, se dirigieron a la encrucijada donde acostumbraba pasar don Artemio. Se escondieron entre los matorrales, no sin antes tomarse unos sorbos de aguardiente, no tanto para suavizar el frío de la noche, sino para tener valor. Esperaron toda la noche, sin darle tiempo al sueño. Cuando el padre sol hacía su aparición vieron a una persona acercarse.

–¡Prepárense, ahí viene don Artemio! —dijo el Ch’uy k’aal, segundo jerarca.

En lugar de luchar contra él, todos corrieron aturdidos. El Ch’uy k’aal  huyó antes que lo mataran, regresó caminando como sonámbulo. En verdad nadie quiso arriesgar su pellejo, sabían que don Artemio era un ser inmortal.

–¿Y tus compañeros? —preguntó la mujer.

–Huyeron, se asustaron con facilidad.

–¿Qué pasará con nosotros?

–No lo sé, vamos a esperar.

Peregrinó de aldea en aldea buscando jóvenes que le ayudaran, pero nadie estaba dispuesto, nadie quería pelear con don Artemio. “No, no puedo acompañarte”, decía uno tras otro. Un día se reunieron nuevamente los jerarcas.

–No podemos seguir así, aplastemos a la serpiente, acabemos a la comadreja de camino—dijo el K’atinab.

Es imposible, los jóvenes no quieren nada, temen a la muerte —contestó el Ch’uy k’aal.

–Si es así, la vida ha terminado. Ahora empieza la sobrevivencia. Huyamos, echemos a nuestra espalda a los niños, atemos a nuestros animales y corramos como conejos asustados y no como buenos guerreros. Ocultémonos entre las sombras de los árboles, metámonos en la  profundidad de las cuevas. El hombre que tomó nuestro pueblo se adueñará de todo, viviremos esclavos.

El Ch’uy k’aal se sintió confundido, avergonzado, con deseos de llorar. El dolor de la partida sería terrible, como la mordedura de una ajaw chan,  serpiente divina.

–¿Qué es lo que tenemos qué hacer para vencerlo? —preguntó luego.

–Recurriré a una de nuestras hijas, la más bonita, la más joven. Que sea ella quien destruya el poder del mestizo.

Se pusieron a buscar entre sus hijas a la más encantadora, la más hermosa. Llamaron a Maya, una linda doncella, huérfana de padre desde temprana edad. Nadie podía objetar el adorno de su persona, tenía unos ojos relumbrosos:  negros como dos noches sombrías. No se podía hallar en cualquier parte.

–Maya, escúchanos —dijo el K’atinab.

–Sí, los escucho.

–Voy a hacerte una súplica, a pedirte un sacrificio, quizá muy grande. El tiempo se ha agotado. Arriesgaremos la vida por nuestra libertad, sólo así no seremos esclavos hasta el final  de nuestros días. Bailarás, Maya, bailarás. Porque una mujer que baila es libre. Levantarás las rodillas a lo más alto, bambolearás la cabeza con más fuerza, agitarás tus nalgas con más gusto. Sólo así vivirás largamente y tu vejez será alegre, porque tu esencia, tu ch’ulel  brillará en la oscuridad de la noche. Volverás a ser la niña que danzaba cuando apenas aprendía a caminar. ¿Quieres darnos esta prueba de cariño?

–Haré lo que me piden –contestó con mirada dulce, sin rastro de miedo, aceptando con ese espíritu natural de las mujeres mayas tseltales.

–Sólo así nuestros dioses responderán a las cosas que nos preocupan.

Los principales pidieron a los jóvenes que nadie se encaprichara con ella, sólo así no se profanaría el lenguaje de los seres venerables. Acordaron concentrarse en el camino real, donde el hombre mestizo acostumbraba pasar  todos los días. Comenzaron su ayuno para estar limpios ante el acto sagrado. Llegó el día. Maya, la mujer tortilla, trenzó su cabello con listones multicolores, se vistió con su mejor huipil y nagua azul larga, se perfumó con plantas aromáticas. Se pudo guapa, radiante como el sol matutino. Los principales se colocaron alrededor del cuello una manta blanca, se vistieron con sus huipiles de gala. Partieron por la vereda pedregosa hasta llegar a un cruce de camino. El K’atinab,  el hombre de más edad, dominante y respetado, ordenó que prepararan la ceremonia. Pusieron una mesa, tapizándola con juncia olorosa y verdosa, sobre ella colocaron dos ollas de chicha. Ataviaron a la cruz de madera con plantas de pino, cubierta de helechos y flores multicolores. Las luces de las trece velas blancas, largas y gruesas, relucían como nunca, dos incensarios de barro humeaban. Apareció en el camino un hombre de elevada estatura y pecho ancho, avanzaba como abriendo surcos en los matorrales que tenía delante.

–¡Es don Artemio! —exclamó alguien con asombro.

–¡Hay que ver cómo viene! —comentó otro.

Se escuchó el tam tam de un tambor, pronto los músicos iniciaron el canto suave y puro de la Madre Tierra. Los principales se prepararon con sus sonajas y movieron los pies. Apareció Maya con su deslumbrante hermosura. Levantó su huipil, dejó ver por completo su pierna derecha. La belleza de su sonrisa, la transparencia de su mirada llamó la atención. Movió sus fornidas caderas, comenzó su danza peculiar, iba de un lado para otro, como si fuera una tortolita, enseñando su pierna bronceada. Se veía hermosa con sus trenzas negras sobre la espalda y sus grandes moños de listones anchos. Era una fiesta grande y alegre, con tronidos de cohetes. Don Artemio no se detuvo, pasó de largo entre la multitud sin desviar la vista. Fue cuando el principal le dio alcance y se puso a su lado.

–¿Ya vino usted, señor? —preguntó.

–¿Sabes a lo que vengo? —inquirió con sus ojos exudando crudeza y peligro, no mostraba ninguna sombra de temor.

El principal asintió  con la cabeza y le besó la mano, señal de respeto.

–Ha llegado el momento de adueñarme de este territorio. Serán mis mozos para siempre —dijo con su voz áspera, que carecía por completo de amabilidad.

–Está bien, mi señor. Por favor, quédese un rato con nosotros.

–No, no debo estar en sus fiestas.

–Señor, sólo será por un rato, después iremos con usted hasta su casa.


Foto: Luna Marán

Empujó al principal para que no estorbara sus pasos y continuó andando a buen paso, muy decidido hacia su destino. La alegría de las voces de la multitud llegó a sus oídos, se detuvo, volteó la mirada para presenciar la fiesta. Los ojos se desplazaron hasta Maya que danzaba ávidamente con su pierna bronceada y descubierta, sus pechos se movían al ritmo de sus pasos, sus labios carnosos mostraban una pequeña sonrisa. Fijo en ella, olvidó por completo lo que había ido a hacer. No quitó sus ojos de las piernas pulposas y perfectas de la doncella bailarina, aspirando su suave fragancia. Pronto su expresión cobró brilló y serenidad al sentir la cordial acogida.

–Veo la fiesta y sus rostros alegres, creo que estaban esperando mi llegada. Me sentaré entre ustedes y me quedaré aquí esta mañana. No hay nada mejor que una fiesta así —exclamó.

Se sentó con los ojos puestos en las piernas de Maya. El principal tomó una jícara y la llenó con chicha, la bebida de los bats’il winiketik .

–Aquí está mi señor, beba con nosotros —dijo el principal.

Don Artemio la aceptó con tranquilidad y bebió silenciosamente. Se acercó Maya, murmuró al oído del principal.

–No beba mucho, deje que el mestizo se emborrache, aprovecharemos esta única ocasión para detenerlo.

–Sólo probaré un poco —contestó el principal.

Don Artemio siguió bebiendo y conversando ávidamente como si formara parte del grupo, mientras los principales simulaban beber mucho. No tardó en emborracharse, perdió la noción del espacio y del tiempo. Quedó inconsciente, incapaz de hablar y caminar.

–¡Qué haremos con él? Se rindió en nuestras manos -preguntó el K’atinab.

Esconderemos su pistola y su fusta. Veremos qué hace cuando recobre los sentidos —respondió el Ch’uy k’aal.

–Está bien —dijeron todos.

Don Artemio estaba embotado de chicha, tendido de espaldas, caían hilos de saliva por las comisuras de su boca. El día llegaba a su fin cuando volvió en sí. Vio por todos lados, como buscando algo. Se levantó con el cuerpo estropeado, con temblores en los músculos de la cara. Tentó su cuerpo para asegurarse de tener sus objetos comunes: la pistola y el chicote, verdaderos símbolos de su autoridad y de su mal genio. Tan pronto vio que no tenía nada se demudó mostrando una expresión de dolor y espanto, acababa de cometer un grave error. Lo único que recordaba era las bellas piernas de la joven antes de emborracharse. Se sentó en una piedra, esforzándose por recuperar la calma. Después preguntó por sus cosas.

–Mi señor no hemos visto nada.

–¡Quiero que me las regresen! —dijo todavía furioso.

–Mi señor, no sabemos nada de sus cosas. Créame, mi señor, no sabemos dónde las dejó.

–¡Me han tendido una trampa! –increpó al K’atinab, se volvió airadamente hacia él, alisando su chaqueta con un ademán nervioso.

–¡Hoy se acabaron tus días! —dijo el K’atinab.

Por primera vez en su vida no sabía qué hacer, perdió el control. Retrocedió para alejarse del grupo, pero la gente se abalanzó sobre él y lo sujetaron desde atrás. Trató de apartarse de los empujones, pero alguien lo tomó de la camisa para atraerlo. Lo balancearon como una hamaca y lo dejaron caer sobre el suelo. Pidió humildemente  que lo dejaran ir, que jamás cometería más barbaridades. Se acercó Maya, quien le trincó la punta de su propia pistola frente a los ojos para que la viera a través del cañón, como su padre muerto lo había visto a él.

–No me mates, mujer —pidió clemencia, la misma que debió pedir el padre de ella—, no me mates.

Estaba muy asustado, pero todavía tuvo fuerzas para darle una patada en el pecho a Maya, quien cayó de espaldas. No tuvo fuerzas para darle otra, el miedo volvió a ahogarlo y dejarlo inmóvil en el suelo. Maya se levantó con pistola en mano, la puso detrás de la oreja de don Artemio, el lugar donde él le dio el tiro de gracia a su padre.

–¡No me mates, por favor!

–¡Ruega cabrón! Quiero que mueras rogando como lo hizo mi padre —dijo Maya.

–¡No me mates, mujer!

Quedó quieto como un cadáver. Lloró, sus lágrimas salpicaron la tierra y pidió humildemente que lo perdonaran. Maya levantó la cara al cielo para apretar el gatillo. Entonces vio al K’atinab  que la observaba sin moverse, atento y majestuoso como representante eterno de los bats’il winiketik.

–No está bien pelear con una pistola cuando el otro no la tiene –dijo el K’atinab  a Maya, quien no pudo disparar.

El espíritu de don Artemio aceptó  la derrota, se paró y dio unos pasos nerviosos sin dejar de mirar alrededor. Nomás estuvo alejado, corrió y se retiró. Así acabó el mito del mestizo que era un hombre grande y poderoso, un ser inmortal. Desde aquel día, rara vez se le volvió a ver en las calles del pueblo, nunca más pisó las aldeas

Josías López Gómez, narrador y escritor tseltal, aunque el asegura: “He tenido la oportunidad de publicar mis obras, pero no soy escritor”. No obstante, es autor de espléndidos relatos, como “El ladrón de palabras”, publicado en Ojarasca dos décadas atrás.  Sus libros son Sakubel k’inal jachwinik/La aurora lacandona, Spisil k’atbuj/Todo cambió, Ak’op ch’ulelal/Palabra del alma, Sbolilal k’inal/Lacra del tiempo y la novela Te’eletik ants-Mujer de la montaña. Participó en la antología Palabra conjurada, a cargo de José Antonio Reyes Matamoros (Ediciones El Animal, 1999). También es coautor del Diccionario multilingüe (español, tseltal, tsotsil, ch’ol y tojolabal), coordinado por Pablo González Casanova E. (Siglo XXI, México, 2006).