Serie #Amor Comunal. Foto: Luna

ARCÓN DE CUENTOS

La montada

Nicolás Huet Bautista

Sagrado gran señor
Sagrado gran padre
llegó el día
llegó la hora
Que baile bien el jaguar
Que brinque bien el toro
Que se alegra el corazón del cielo
Que se alegra el corazón de la tierra.

El pueblo se bañó de sangre. A unos pasos de la vieja casa de paja se escuchaba:

–Tote sats’tote, chavauke, xmal k’ak’al kuxley toteeee —dijo el primer menol1 Alonso, con respeto inclinando su cabeza hacia el viejo Antun K’ox, anciano de cabello y barba canosa. Levantó la mirada, pero su encorvado cuerpo apenas le permitía ver bien el rostro de los visitantes.

–La’tote, sats’ tote, muk’ xana’uke, xmal k’ak’al kuxlej totee —dijo el abuelo. De la misma manera saludó el segundo menol, mientras se acercaba la abuela. La saludaron con amabilidad. A lo lejos, un sonido melodioso interrumpió la conversación, todo quedó en silencio.

–Señores, es mi nieto que regresa del pastoreo —mencionó el abuelo.

–Ah, su nieto —contestó el menol Alonso, retomando la plática, mientras por la montañas, en dirección donde nace el sol, se veían algunas vacas y toros, tras el rebaño el niño Jpetul K’ox y el armonioso sonido de la flauta de carrizo, despidiendo los últimos rayos del atardecer. El niño se aproximó a la casa con el ganado; el anciano invitó a los visitantes a pasar; al poco rato entró sonriendo Jpetul K’ox, de cabello espinado, sucio, harapiento, descalzo, sus doce años le hacen un niño con mirada inteligente, la delgadez de su cuerpo se envuelve con la red que cuelga de su espalda.

–¡Buenas tardes señores, buenas tardes madre, ya vine! —dijo el muchacho con alegría.

–Bienvenido, buenas tardes hijito, ven criatura —respondieron los señores casi en coro.

El joven Jpetul K’ox fue a colgar su  pequeña red en lukuch2, guardo su flauta con la que alegraba  a sus animales y a  las montañas; con humildad besó las manos de los menoletik, de su abuelo y su abuela. Sin perder tiempo colocó tz’omoletik3 para que descansaran los visitantes; el anciano y la anciana se sentaron en medio de la vieja casa para escuchar a los menoletik; éstos como si fueran a rezar, se hincaron frente a la pareja, uno al costado del otro; sus regordetes cuerpos cubiertos por chamarras grises colgadas de sus hombros hacían ver el rito aún más solemne, unieron las palmas de sus manos y las colocaron a la altura de sus corazones. El primer menol Alonso imploró:

–Dios mi gran Señor/ dios padre/ dios madre/ perdónenos/ venimos con humildad/ a postrarnos/ a arrodillarnos bajo sus manos/ bajo sus pies/ a ofuscar sus corazones/ a ofuscar sus mentes/ no se disgusten/ no se enfaden/ la voluntad de nuestro San Sebastián así lo desea/ Él sabe/ Él conoce que entre sus pertenencias tienen un jaguar/ tienen un animal/ tienen un toro que les han regalado/ ustedes conocen/ ustedes saben/ pasó las horas/ pasó los días/ llegó la fiesta de nuestro padre San Sebastián/ queremos que uno de su ganado vaya alegrar la fiesta, a nuestro gran Señor.

La pareja de ancianos escuchaba atenta, solamente seguían con los ojos el movimiento coordinado de los menoletik, que parecían suplicar a los dioses, elevando sus palabras, sus morenos rostros y sus manos al cielo, luego poco a poco bajaban y doblaban la cintura hasta casi besar los encallecidos y agrietados pies de los ancianos, muestra de las arduas caminatas y del paso del tiempo.

De repente, el primer menol sacó de su jelob nuti’, de su pequeña red, una botella con pox y un poco de tabaco y lo ofreció a sus anfitriones. El viejo K’ox, con sus manos temblorosas recibió el regalo, lo puso en el suelo, como si lo ofrendara a la tierra y agradecido respondió:

–Señores, gracias, no se hubieran preocupado por mí, no hubieran perdido su tiempo. Mi pequeña producción, los pocos animales que tengo no son míos, son de nuestro gran Señor, nuestro protector. Pueden disponer de uno de ellos para que él también vaya a pagar sus fechorías y su  comida. No creo que se perjudique, no va a morirse por servir al patrón San Sebastián.

Ya sentados los visitantes, el anciano ordenó a su nieto Jpetul que sirviera el pox. De esa manera aseguraron bien el compromiso. El Lucero, el toro más querido, era el indicado para alegrar la fuesta en el jteklum. Una vez terminado el pox, los menoletik se despidieron de los abuelos y del niño, se perdieron en la oscuridad de la noche con el corazón alegre porque consiguieron el animal para la montada en el fiesta próxima.

A esa misma hora, en Ch’ate’tik, no muy lejos de ahí. En la casa de los hermanos K’ulej, Sebastián, José, Andrés y Nicolás terminaban de planear otro atraco.

A las diez de la noche, cuando el frío se adueñaba de las montañas, los malvados salieron de la casa de Sebastián, uno con hacha en el hombro y redes vacías, otro con sogas, dos de ellos con escopetas a la espalda. No siguieron el camino habitual. Sólo se les podía ver cada vez que encendían y apagaban las viejas linternas bajo la  oscuridad de los árboles. Sigilosamente llegaron por detrás de la casa de don Antonio K’ox, directamente al corral del ganado, los perros no ladraron ni los toros mugieron; Sebastián y José sin perder tiempo, con destreza, lazaron al animal más grande, el Lucero; abrieron las trancas, todo iba de maravilla, habían dado resultado las anteriores visitas para consumar el robo, pero el Lucero tropezó con la puerta del corral y los perros comenzaron a ladrar.

–¡Nos oyeron! Si viene el viejo hay que darle su merecido de una vez —ordenó Sebastián en voz baja.

Los perros ladraban y corrían de un lado a otro para despertar a sus amos, uno de ellos quiso morder a Sebastián, pero éste le cortó la cabeza de un machetazo. Don Antonio se levantó con dificultad, jaló una chamarra y cubrió su cuerpo, recogió unas rajas de ocote y las prendió en el fogón, abrió con mucho cuidado la puerta, caminó rumbo a donde escuchaba los ladridos y sorprendió a los ladrones. Desesperado gritó con voz entrecortada:

–¡Señores! No se lleven mi animal, por favor, por favor...

Sebastián K’ulej odiaba al anciano porque era consejero ritual del pueblo, apuntó su fusil y disparó sin compasión. El anciano K’ox se desplomó sin quejarse.

–¡Esperen, Andrés, ayúdame con este pinche viejo! —ordenó Sebastián.

Andrés y Nicolás se acercaron, sacaron sus machetes y al dejarlos caer con todas sus fuerzas en el cuerpo del anciano, se escuchó cómo tronaron sus huesos. Los hombres estaban bañados en sudor y salpicados de sangre, parecían bestias hambrientas.

–Vamos a acabar con la anciano —propuso Sebastián.

–No, el tiempo nos está ganando, vámonos —respondió José.

En la casa, la abuela y el niño Jpetul lloraban en silencio al escuchar los disparos, algo grave había sucedido.

Al cabo de un rato, cuando la noche quedó en calma, doña Xpet y su nieto salieron al corral alumbrándose con un manojo de ocotes; el perro les lamía las manos y aullaba a su alrededor. Bajo sus pies sintieron la sangre caliente del anciano, se agacharon para mover el cuerpo, pero fue imposible, estaba hecho pedazos. Jpetul se sorprendió ante la facilidad de la muerte.


Serie Comunalidad. Foto: Luna Marán

En la oscuridad de la noche se escuchaba la voz del pequeño Jpetul mezclada con llanto, llamando a los vecinos para que acudieron a ver a su abuelo. En poco tiempo llegaron las primeras personas, encontraron  a la abuela y al joven inconsolables, velando el cuerpo de don Antonio.

Mientras, los infames, con dificultad, se internaban con el animal en lo más tupido de la montaña. El Lucero negro ya no quiso caminar por más que le pegaban brutalmente. Entre cuatro hombres lo jalaban con sogas, fue inútil, el toro en un brinco escapó y echó a correr entre el monte. Quisieron perseguirlo para atraparlo de nuevo, pero la maleza y la oscuridad se hicieron cómplices.

Los asesinos comenzaron a insultarse, se culpaban uno a otros por haber perdido a su presa;  desilusionados se convencieron de que no era su noche de suerte y regresaron a sus hogares enfadados.

En el solar de don Antonio las autoridades levantaban el cuerpo destrozado.

Llegó al amanecer, todos lloraban y lamentaban la triste suerte del viejo. Uno de los presentes vio a un toro negro con las patas enlodadas acercarse al corral; arrastraba sogas, resollaba con furia, varios hombres y mujeres salieron a verlo; el animal se detuvo, empezó a mugir, movía la cabeza amenazante, asustado, sus enormes ojos parecían hablar, no se dejó quitar la soga y casi embiste a un hombre, los vecinos murmuraban, “¿Qué significa esto? ¿Cómo se salvó el animal? ¿No será el nagual del difunto?”. Sólo Jpetul pudo calmar al toro, el niño le habló con ternura y comenzó a tocar la flauta, de esa manera logró que la bestia entrara al corral.

Ese día el niño Jpetul no llevó a pastar el ganado al monte, tampoco tocó la flauta, fue al panteón a sepultar a su abuelo, su tristeza se convirtió en llanto, su sorpresa en desconsuelo.

El tiempo pareció detenerse en la casa de Jpetul y de doña Xpet, lloraban juntos por las tardes. En tanto, el Lucero se volvió agresivo y solitario, atacaba a sus compañeros e incluso a veces hasta a su pequeño amo, parecía embrujado; pero había que cumplir el último deseo del abuelo; que el animal fuera a alegrar la fiesta del jteklum.

Pasaron algunos días, una madrugada otra vez los perros despertaron a doña Xpet y Jpetul, ambos temblaban de miedo en su camastro, pensaron en los ladrones que volvían; pero se tranquilizaron al escuchar una voz que con respeto llamaba a doña Xpet; al salir la anciana encontró en el patio a cuatro jóvenes mayoletik vestidos de gala, uno de ellos dijo:

–¡Madre! Venimos a molestar. Nos mandaron los señores regidores y menoletik, si su mente y su corazón se compadece, de proporcionarnos un rato su animal para alegrar la fiesta de nuestro gran Señor, hoy es la montada. Sabremos respetar y cumplir la palabra del difunto don Antonio.

–Sí señores mayoletik, la desgracia nos acompañó con mi difunto esposo; su palabra es respetada y será cumplida, llénvenselo, solamente hagan favor de cuidarlo —expresó la abuela.

Doña Xpet y Jpetul acompañaron a los mayoletik, abrieron el corral; el Lucero al verlos acercarse rasgaba la tierra con sus patas delanteras, mostraba las astas, resollaba violento. El joven Jpetul se acercó al animal y le habló con ternura en un lenguaje que sólo ellos comprendían, así pudieron llevarse al Lucero.

En unas horas en el jteklum se reunió la gente para presenciar la fiesta, los asistentes vieron a la entrada del pueblo que venían los mayoletik con el toro negro, unos adelante, otros atrás del astado jalándolo con sus lazos, corrían los mayoletik de un lado a otro, casi se caían, sus fajas rojas, sus bats’i” vexik volaban por diferentes lados, sus amplios sombreros colgaban en sus espaldas; muchos jóvenes con gritos de júbilo y alegría fueron a alcanzarlos.

Doña Xpet y Jpetul se medio arreglaron para presenciar el último compromiso de don Antonio. Aunque con el corazón destrozado, caminaron rumbo al pueblo, al llegar fueron directamente al lugar de la monta frente al cabildo, se sentaron entre la gente; ya en esos momentos alrededor del enorme corral en forma de cuadrado, construido con maderas recién cortadas, los hombres sonreían, gritaban, balbuceaban en bats’i k’op4; alterados por el pox agitaban sus manos y chamarras colgados en las maderas y los postes, el ambiente era de fiesta. Había señoras paradas y otras sentadas para presenciar la montada, lucían sus chukjoles5 a la cabeza, los trajes impecablemente limpios. Platicaban entre sí, se les veía contentas.

Los viejos alcaldes regidores con sus enormes chuj6 y bastones del mando en la mano, de donde colgaban listones multicolores, ordenaban preparar al toro Lucero, amarrado dentro del toril. Los mayoletik inmediatamente obedecieron; sujetaron al animal que mugía y mugía; se tiraba al suelo, una y otra vez, para levantarlo unos le rociaban pox en la nariz y en los ojos, otros le mordían la cola, algunos más quemaban cohetes para asustarlo; los parcheroetik7 debían cruzarle el pecho con la faja roja y las sogas al pescuezo para que el jinete se sujetara. Cada movimiento del animal provocaba la risa entre los asistentes; afuera, los sacristanes hacían sonar su descanso sus tambores y flautas, todo era ambiente de fiesta. Después de tres rondas de pox los parcheroetik y mayoletik habían terminado sus obligaciones, el toro negro parecía cansado, estaba quieto, listo, sólo faltaba el valiente montador.

Un señor de edad mediana, de buena estatura conversaba con los alcaldes, los regidores, los j-abtel jpatanetik; murmuraba la gente, “es el Sebastián K’ulej de Ch’ate’tik”.

Después de recibir instrucciones de los viejos consejeros, Sebastián K’ujel se quitó su sombrero y su chamarra negra, los dio a uno de los mayoletik, dobló su faja roja y la amarró a la cintura, le dieron una medida de pox y la tomó con ganas, con gallardía caminó al interior del corral. “¡El señor no se persignó!” Él, muy seguro de sí mismo, agradecía a la gente que coreaba su nombre; de un salto montó el toro negro que forcejeaba con violencia, Sebastián alzó su puño izquierdo en señal de victoria; los asistentes, nerviosos, empezaron a decir: “¡Pobre hombre, morirá! ¿Ya viste? ¡No rezó! ¡Ay Dios mío, dónde están sus familiares!”

Por fin soltaron a la bestia con el jinete en el lomo, los movimientos tan bruscos hacían de Sebastián K’ulej un muñeco de trapo, se movía de un lado a otro al ritmo del movimiento del animal, justo en uno de los potentes brincos, chicoteó el k’ulej contra las enormes astas del Lucero, a la altura del corazón; Sebastián comenzó a bañarse de sangre, poco a poco fue perdiendo fuerza y cayó, pero el pie derecho quedó atrapado en la faja roja y las sogas del animal, las manos y la cabeza golpeaban en la tierra seca. El Lucero siguió con más ganas, salpicaba de sangre a la gente, todos gritaban, veían cómo fue destruida la vida de aquel hombre, nadie intentó calmar a la bestia. Y el miedo aumentó cuando el toro con el jinete colgando dio un salto, saliendo del corral, rematando aún más al pobre hombre con el fuerte golpe contra las maderas. Niños, niñas, mujeres, hombres y ancianos gritaban, corrían agitados por todas partes para esconderse. El Lucero ya en las calles del pueblo siguió brincando, pateando el cuerpo inerte. Los mayoletik perseguían al embravecido animal con lazos en la mano, pero nada podían hacer. Un viejo alcalde se asomó entre la multitud acompañando de niño Jpetul K’ox, éste sacó su flauta, comenzó a tocar mientras caminaba en dirección de su Lucero. El toro se fue calmando poco a poco; ya cerca, con ternura le comenzó a hablar, el animal se detuvo, volteó a ver a su pequeño amo, Jpetul se encontraba frente a frente con la bestia que sólo movía la cabeza y las grandes orejas; los señores mayoletik se acercaron, temerosos lograron desatar el pie derecho del cadáver, lo acostaron a un lado de la calle; familiares y curiosos rodearon al difunto, caso en coro comenzaron los lamentos. Mientras Jpetul se alejó jalando a su Lucero, al toro le colgaba la lengua y espuma blanca le salía por el hocico. El corazón de Jpetul estaba seguro: el hombre que falleció fue el asesino de su abuelo

Nicolás Huet Bautista, escritor y antropólogo social tsotsil, nació en Huixtán, Chiapas. Ha publicado El aguardiente: efectos y consecuencias y Ti slajebal lajele/La última muerte (Ediciones del Animal, San Cristóbal de las Casas, 2001, reeditada por Escritores en Lenguas Indígenas A. C., México, 2007). Participó en la seminal antología de nuevos escritores de Chiapas Palabra conjurada, cinco voces, cinco cantos (1999).


1. Cargo mediano de la estructura de cargos religiosos.
2. Horqueta de madera donde se sujetan las cosas.
3. Banco de madera.
4. Lengua verdadera.
5. Tocado de una mujer con faja roja.
6. Chamarro tradicional de lana.
7. Encargados de preparar al toro para la montada