Opinión
Ver día anteriorSábado 21 de noviembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Guerra sin frentes
C

uando el presidente Françoise Hollande declaró el 14 de noviembre, unas cuantas horas después de los atroces atentados en París –hasta la fecha sobrepasan 130 muertos–, que se trataba de un acto de guerra en contra de Francia, acreditó involuntariamente el otro lado de la moneda que el mismo Hollande se había guardado desde un año y medio antes. ¿O cómo llamar a los bombardeos indiscriminados que la aviación militar francesa emprendió desde 2014 contra las poblaciones de civiles que han sostenido –y que al parecer siguen sosteniendo– al régimen de Assad en Siria? Juntas, las fuerzas aéreas de Francia y Estados Unidos han infligido más de 70 mil bajas a estas poblaciones, que ni siquiera cuentan con el mínimo de defensas aéreas. Para Hollande, la masacre sistemática de civiles sirios (y libios y congoleses hace algunos años) no parecía representar (hasta hace una semana) más que un ejercicio de esforzada pedagogía para introducir los valores de la democracia en aquellas sociedades. ¿Por suerte de qué artilugio semántico se trata del apoyo a la lucha por la libertad cuando se devasta a la población siria y de un estado de guerra cuando la violencia llega a las calles de París? En principio, esta falta de equidad semántica oculta dos condiciones peculiares que, al parecer, conforman hoy la parte más sólida (e indivisible) de las formas de violencia sistémica que caracterizan a las potencias actuales.

La primera es la pregunta si Hollande creía realmente que encabezaba un gobierno de nadie (el concepto es de Hanna Arendt y fue rescatado recientemente en un trabajo de María José Velasco) que no debía hacerse responsable de sus actos en Siria frente a la población francesa. El resultado habría sido probablemente que (hasta el viernes pasado) un número considerable de franceses se habría opuesto a los bombardeos civiles en Siria.

Y la segunda condición es esa ecuación donde el terrorismo de organizaciones como Isis parece encontrar su exacta contraparte (y oportunidad) en la mentalidad gubernativa –la gubernamentalidad– cada vez más racista de ciertas élites europeas.

Por lo visto, cuando Occidente actúa se trata de una guerra, con la legitimidad que el concepto vuelve disponible. Y cuando el islam ataca se vuelve siempre una conspiración terrorista concebida por fanáticos e inhumanos. Por lo pronto, siempre hay que al menos dudar de las guerras que se llevan a cabo en nombre de la humanidad, porque suponen que el otro forma parte de la esfera de las bestias.

En efecto, el Isis es una organización de corte cuasi fascista que ha encontrado los mecanismos para sumar la desesperación de amplios sectores de pobladores en Irak y Siria al proyecto de construcción de un Estado que renegocie los términos de la globalización en la región, un Estado regido por la lógica no muy teológica del mercado y la extracción de recursos naturales. Y, sin embargo, no expresa más que la deriva de un largo proceso, que se prolonga durante más de dos décadas, en que los estados occidentales –a los que se ha sumado recientemente Rusia– se han dedicado a destruir sistemáticamente las condiciones mínimas –entre las cuales se cuenta la existencia de un Estado nacional– que hagan posible garantizar la formación de frentes que salgan al paso a la acción y la ampliación del fundamentalismo político.

En principio, las terribles escenas de París no parecen ser más que la versión perfeccionada y ominosa de lo que se inició el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Una escena que no se cansa de repetirse a lo largo de estos años en Madrid, Londres, Indonesia, Malí... Y la pregunta sería qué es lo que ha hecho del choque terrorista (entre el Estado y las organizaciones siempre fantasmas) el factor dominante no sólo de las definiciones de la política internacional, sino de la propia política interior en las sociedades occidentales.

Al respecto, hay dos fenómenos que vale la pena resaltar.

El primero se encuentra en el itinerario que siguió la propia política europea a lo largo de este 2015. La primera parte del año fue definida por movimientos sociales como los de Grecia, España, Francia y Alemania, dedicados a imaginar cómo trastocar el orden social fraguado por los circuitos financieros. Y si la capitulación de Tsipras en Grecia y la mediatización de Podemos en España oscurecieron el problema, no así el cúmulo de iniciativas que los rodearon, iniciativas que están a punto de derribar al gobierno de Tsipras. Existen hoy en Europa sectores sociales que se encuentran ya en el umbral de ofrecer alternativas generales a esa construcción social regida por el discurso de la tecnocracia y los mercados.

En la segunda parte del año, el centro político se desplazó al tema de los refugiados. Toda la edificante tensión creada por la multiplicación de alternativas al sistema sucumbió frente a los lamentos humanitaristas de salvar a los refugiados. La relación entre las dos partes es más que evidente. Europa se ha americanizado por la forma en que suprime lo que constituye el centro de su sociedad: el vértigo de lo político, suplantándolo con la amenaza siempre fresca de los recién llegados.

En noviembre se abrió paso la culminación del segundo capítulo: la unificación brutal y súbita frente a la amenaza del terrorismo. Unificación que va acompañada de las leyes de excepción más restrictivas desde la Segunda Guerra Mundial. Leyes dirigidas a inmovilizar a la propia población europea.

Hay, sin embargo, una ironía en todo esto: nadie puede dar un céntimo de credibilidad a un Estado que tiene –como el francés– aspiraciones expansionistas, si se presenta como víctima de su propia ineptitud.