Opinión
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El placer de los cafés de París
A

propósito de los trágicos acontecimientos del pasado viernes 13 en París, el filósofo francés Alain Finkelkraut dijo: Lo que retengo es que los terroristas mataron a personas que estaban simplemente sentadas en las terrazas de cafés. Eso es muy significativo. Nuestra civilización europea y, en particular, nuestro modo de vida en París han creado esta cosa excepcional: las terrazas de café. Son lugares de encuentro, de carácter mixto. No pretendemos imponer al mundo nuestro modo de vida, pero no podemos aceptar que nuestras costumbres sean atacadas e incluso asesinadas. Existen ahora cafés frecuentados sólo por hombres. ¿Se trata de asomos, si no de avances, de islamización en París?

Debe haber sido en 1978 cuando el poeta Óscar González, entonces embajador en Argelia, me invitó a la fiesta de independencia de México en ese país. Las comunicaciones telefónicas entre Argel y París eran difíciles y lentas, cuando no imposibles. Alrededor de 800 mil llamados diarios iban de una capital a otra. Eran transmitidas aún por cables y, desde luego, Internet era aún ciencia ficción. No pude comunicarme con Óscar antes de tomar el avión.

Mi exaltación ante la idea de pisar una tierra africana y visitar un país socialista no decayó durante el viaje. Compartía con Óscar las ideas anticolonialistas. Imaginaba quién sabe qué utopía en una nación liberada y en marcha hacia el mañana radiante cantado por La Internacional, el himno comunista. A pesar de mi entusiasmo, me llamó la atención el doble menú, uno destinado a los musulmanes, respetuoso de sus prohibiciones culinarias. Pude observar también que los azafatos, en un vuelo de Air France, fuesen todos hombres, ninguna mujer. Mi desconcierto fue creciendo cuando los pasajeros, en su mayoría del género masculino, se postraban en los corredores a orar. El desorden era total, pero parecía algo normal, acostumbrado…

El calor era intenso en el aeropuerto de Argel. De nuevo, el gentío era de hombres, vestidos a la occidental o con túnicas; muy pocas mujeres, ataviadas con túnicas, cubiertos la cabeza y parte del rostro. Tomé un taxi con dirección a la embajada de México. Desde luego, no abría sus puertas ese día feriado para México.

Sin la dirección particular de Óscar, dije al chofer que me depositara en un café. Imposible. Una mujer, y menos sola, no podía entrar a un café. El tipo me hizo saber que era responsable de mí: los choferes trabajaban para el Ministerio del Interior. Me condujo a un hotel internacional, el único donde podría alojarme en lo que localizaban al embajador mexicano.

Nuevas contrariedades: para obtener un jabón o una línea telefónica era necesario un permiso de la administración. Bajé a cenar al vasto comedor vacío con una hermosa vista sobre el puerto, donde escogí la mesa central. Cuando se me ocurrió pedir un whisky, me cambiaron a un rincón.

A la mañana siguiente, sin que se pudiese localizar al embajador, decidí volver a París. Imposible. Cómo. Por qué. Está usted bajo nuestra responsabilidad. Quise salir a dar una vuelta. Me estaba prohibido. Como las llamadas de larga distancia. Caí en un acceso de paranoia. No había dicho a nadie que iba a Argel. Podrían desaparecerme sin dejar rastro. Al fin, hacia mediodía, su Excelencia apareció. Como siempre, en los sistemas autoritarios, los empleados no hacían sino obedecer.

Óscar me mostró lo mejor de Argelia, un país hechizador que él amó y me hizo amar. Me enseñó también a comprender las diferencias, a conocer al otro. ¿Al respeto al derecho ajeno responderá el respeto? Juárez esclarece con sus palabras el camino a la paz.

Volví a París. Reinaba un verano indio: las muchachas se paseaban en shorts. Nada más exaltante para la imaginación que dejarse hundir en el ensueño viendo pasar el carnaval de los parisienses desde los cafés, lugares de libertad y encuentros donde el tiempo se detiene sorprendido de nuestro asombro de vivir la dicha.

París es y será una fiesta.