Opinión
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Los misteriosos manuscritos
M

e encantan las vicisitudes de los manuscritos, los encontrados falsamente en Zaragoza por el grande escritor polaco Jan Potocki o la célebre novela intitulada Adolfo que, según su autor, Benjamin Constant, fue abandonada en un albergue, quizá una biografía soterrada del escritor. ¿Acaso Edgar Allan Poe no escribió asimismo un libro intitulado Manuscrito encontrado en una botella? ¿Y no se arrojaban, encerrados dentro del mismo enigmático instrumento, los escritos de los náufragos que pedían auxilio en esas remotas épocas en que el mar era aún el único modo de navegación entre los continentes?

Suelen encontrarse de repente manuscritos extraviados: reaparecen como los indicios reveladores de un crimen en las novelas de misterio. Es el caso de dos inéditos de Charlotte Brontë, encontrados hace apenas unas semanas; vienen a agregarse a la obra de quien escribió la muy famosa Jane Eyre, la hermana de Emily y Anne Brontë, también poetas y escritoras (sobre todo Emily, autora de la extraordinaria Cumbres borrascosas que para Georges Bataille simbolizaba La literatura y el mal, título de unos de sus textos más importantes).

Se encontraron dentro de un libro que perteneció a su madre, Mary Brontë, muerta cuando los hermanos eran aún muy jóvenes: un relato corto y un poema escondidos entre las páginas de la biografía del poeta Henry Kirke White, escrita por Robert Southey, contemporáneo de William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, los llamados poetas de los lagos –The Lake Poets–, que la familia Brontë admiraba, de quienes Thomas de Quincey (Diario de un opiómano) se ocupó en un libro memorable.

Fechado en 1833, leo en un diario, el fragmento es un relato breve, satírico, de 74 líneas. El poema consta de 77 y se inscribe dentro de esos textos que ella y su malogrado hermano Branwell escribieron sobre una región fantástica llamada por los jóvenes Angria, en tanto que otra fantasía se inscribía en Gondall, el reino imaginario creado cuando niñas por Ann y Emily.

En alguna ocasión, hace ya muchos años, escribí un texto sobre Jane Eyre. Acabo de encontrarlo, perdido entre viejos papeles mecanografiados repletos de borrones y borraduras, un verdadero manuscrito rencontrado en un armario, que no en una botella: papeles que se me figuran antediluvianos, me sorprenden, me imagino –o me recuerdo– sumergida en una época arcaica, la de la escritura a máquina, escritura realizada en Olivettis, Olympias o Remingtons, aparatos-reliquias de un pasado que pareciera muy remoto y remonta apenas a unas cuantas décadas, ese tiempo increíble y sin embargo real en que no había computadoras, ni teléfonos celulares, ni iPads, ni redes sociales, ni Google, ni Word y sí cintas bicolores difíciles de colocar, papel corrector que siempre dejaba huellas, mecanuscritos recopiados al infinito, hojas arrugadas regadas por el suelo, hojas tachadas en donde la letra xxx se repetía con una frecuencia imponderable.

Sí, me da nostalgia: rescribo algunos párrafos de ese escrito de mi pasado paleolítico, los reintervengo, los comento:

En Jane Eyre… la presencia del otro mundo –el no civilizado– no inglés, agrego ahora, se exhibe en la presencia insólita de una mujer monstruosa (para la protagonista y seguramente también para Charlotte). Encerrada en las buhardillas del castillo de Rochester, es la esposa del amante imposible de Jane, una mujer proveniente de una isla del Caribe, una criolla soez y maligna que en los intersticios del texto provoca las catástrofes, los derrumbes y hasta las cegueras. Charlotte la convierte en personaje esencial de la novela, un deus ex machina; pertenece a otro mundo, temido y quizá anhelado, esa América tropical y pestilente, lasciva y pecaminosa que habrá de redimirse en otra novela maravillosa escrita en la primera mitad del siglo XX, Ancho mar de los sargazos, de Jean Rhys, nacida como la esposa de Rochester en una de esas islas, antiguas posesiones coloniales de los ingleses.

Twitter: @margo_glantz