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Heroísmo, amor, tragedia y ridículo

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as urbes brotan sin una razón especial en puntos apacibles o turbulentos de la corteza terrestre. A veces sus primeros asentamientos son avanzadas militares, campamentos mineros o cruces de caminos (naturales o trazados) que atraen gente deseosa de ganarse la vida o perseguidos de cualquier causa. Puede ocurrir también que un rebaño humano decida enterrar su nomadismo junto con algunos de sus muertos en un punto determinado, o que encontró en él suelos fértiles, aire transparente y agua de buen sabor. Hay también ciudades creadas por designio estratégico, por la voluntad de un autócrata deseoso de rencarnar en monumentos o por el sesudo análisis colectivo de un régimen en busca de una nueva capital. Y hay algunas arrebatadas por la fuerza o el engaño a los moradores originales del territorio y otras que van creciendo alrededor de un templo, una fábrica o un lupanar.

Lo primero que hace cada ciudad –y cada pueblo, y cada caserío– es dotarse de un mito fundacional inverosímil pero invariablemente hermoso al que cada habitante se conecta en una forma tan entrañable como los cachorros a la teta de la madre o de la loba (por ejemplo) que crió a Rómulo y Remo, aunque otras versiones afirman que no hubo tales y que la Ciudad Eterna fue fundada por Eneas, veterano de Ilión. Luego aparecen las festividades, que son un eje articulador de atuendos, danzas, alimentos, plegarias y rituales varios. Y con el paso de los siglos cada asentamiento secreta los capítulos de su propia narración con episodios heroicos, amorosos, catastróficos y ridículos.

Cuautla todavía conserva en la nomenclatura de sus calles el recuerdo de los caudillos insurgentes y de ciudadanos y niños que, escasos de munición y de tropa, lograron enfrentar y vencer, bajo el mando de Morelos, el cerco que les tendió el brigadier realista Félix María Calleja con una fuerza de 7 mil hombres, entre febrero y mayo de 1812. Tan enérgica fue la resistencia de los insurgentes cercados y de la población civil que el comandante realista inventó el pretexto de que la fuerza adversaria estaba compuesta por 12 mil hombres, cuando era apenas de dos mil, y luego expuso su fracaso en una misiva al virrey en la que se justificó de esta manera: Cuento hoy, 13 de marzo a las seis de la mañana, cuatro días que sufre el enemigo como pudiera una guarnición de las tropas más bizarras sin dar ningún indicio de abandonar la defensa. Todos los días amanecen reparadas las pequeñas brechas que es capaz de abrir mi artillería de batalla: la escasez de agua la ha suplido con pozos, la de víveres con maíz que tiene en abundancia.

Algunas vialidades cuautlenses conmemoran los pormenores de aquella gesta: Proclama de Morelos, Capitán Bollas sin Cabeza, Defensa del Agua, Batería, Angustias de Calleja, y así.

Reales o imaginarias, las historias de amor también dejan su sello en las ciudades, como bien lo sabe Verona, en cuyos vericuetos pudo desarrollarse la tragedia que Shakespeare elaboró siglos después. ¿Son Romeo y Julieta un mero producto de la imaginación del inglés? Quién sabe. En la Divina comedia (escrita a inicios del siglo XIV, es decir, casi 300 años antes que la obra del Bardo, Dante Alighieri hace referencia a las familias Montesco y Capuleto y dice que estuvieron enfrentadas por disputas comerciales y políticas. Las sitúa específicamente en Purgatorio, en donde pagan el pecado de la avaricia. A mediados del XVI Luigi da Porto publicó un refrito de la historia de Píramo y Tisbe al que tituló Giulietta e Romeo y juró que se trataba de un relato verídico de sucesos ocurridos en Verona. Un Girolamo della Corte, contemporáneo de Shakespeare, aseguraba que la relación de los dos jóvenes había tenido lugar en 1303. Cierto o no, aquel amor infortunado enriqueció a Verona con un montón de símbolos, entre los que destaca el edificio llamado La casa de Julieta –de manera por demás falsa porque su construcción comenzó en el XVIII– y en el interior hay una estatua de bronce que concede favores en el amor a los osados que acaricien sus pechos.

Cómo arrancar de las generaciones que aún viven el recuerdo de los terremotos. En Lisboa ya no quedan rastros de la tragedia que la destruyó en la mañana del 1º de noviembre de 1755, por más que ese hecho tuvo varias réplicas en la filosofía y en la ciencia –se dice que la sismología moderna surge de aquella devastación–, pero el sismo que devastó Antigua Guatemala 18 años después dejó a esa urbe ensimismada en la remembranza de la catástrofe, y así sigue hasta la fecha. Presentes siguen estando el de 1972 en Managua y el de 1985 en la ciudad de México.

Para historias de ridículo, ninguna mejor que la del beduino y mercader Abu Hasan en Kawkaban, situada en el actual Yemen, hoy una ciudad casi desierta pero que fue capital de un reino en el siglo XV. En El oscuro designio, que es el tercer tomo de la cuatrilogía El mundo del río, Philip José Farmer cuenta que Richard Burton (el explorador, no el marido de Liz Taylor) contaba que ese sujeto, tras enviudar, decidió desposar en segundas nupcias a una hermosa joven. Durante la pachanga se atascó de cabrito relleno, camello asado, arroz guisado en varias formas y sorbetes de sabores.

Cuando llegó la hora de guardarse con su nueva mujer en la cámara nupcial, dejó escapar una ventosidad, grande y terrible. Al oír aquello, los invitados se volvieron unos a otros y hablaron en voz alta, pretendiendo no haberse dado cuenta de aquel pecado social. Pero Abu Hasan se sintió enormemente humillado, y así, pretextando una necesidad urgente de la naturaleza, bajó a las caballerizas, ensilló un caballo, y salió huyendo, abandonando su fortuna, su casa, sus amigos y su esposa. Luego tomó un barco para la India, donde se hizo capitán de la guardia de un rey.

Al cabo de una década, y atenazado por la nostalgia, el beduino, disfrazado de fakir, emprendió un largo y peligroso viaje de vuelta al hogar. Pero antes de entrar a Kawkaban consideró prudente asegurarse de que él y su desgracia habían sido olvidados, así que vagó varios días por las afueras de la ciudad, escuchando las conversaciones. Una de ellas, entre una hija y su madre, se desarrolló así: –Oh madre mía, dime el día en que nací, porque una de mis compañeras necesita saberlo para leer mi futuro.

Y la madre respondió:

–Naciste, oh hija, la misma noche en que Abu Hasan soltó su viento.

Al escuchar aquello, Abu Hasan regresó sigilosamente a la India, donde vivió en su autoimpuesto exilio hasta que murió y la bondad de Dios cayó sobre él.

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