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La FIL para perplejos
L

a Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara se ha convertido en un fenómeno casi meteorológico. Segunda de su tipo en el mundo, primera en América, noticia internacional. Este año podría recibió unos 800 mil habitantes visitantes. Dos mil editoriales en 35 mil metros cuadrados de una Expo grande como aeropuerto. Llena a tope los hoteles de la ciudad, mueve la economía de consumo. Auge de taxis y propinas. Genera Buenas Noticias, que no abundan con eso de que venden más las Malas. En principio, da escaparate a cientos de miles de libros, desde mera mercancía hasta los mínimos necesarios de información y creación escrita, sin faltar rarezas o accidentes venturosos. Aunque haya ofertas, no es ningún paraíso para ellas. La FIL también es escaparate y síntoma de otras cosas.

Atrae a la burocracia cultural en pleno, federal, estatal, universitaria. Acapara la entrega de premios nacionales e internacionales en número creciente. Los de literatura en varias vertientes: locales y a lo grande, indígena, periodística, para jóvenes. El premio mayor está diseñado para no fallar a escala mediática, aun cuando la riegue como ocurrió con el affaire Bryce Echenique, plagiario in fraganti. Se prestigia en la suma de nombres. La FIL cada día se parece más a los festivales de cine, con todo y alfombra roja. Quién que es no desfila encima. Y hoy que el oportunismo es regla de oro sirve de pasarela para precandidatos, políticos en busca de carisma y figuras del espectáculo.

Como los festivales cinematográficos, la FIL es una convención de profesionales, un encuentro de negocios para compraventa de materiales, ideas, recursos. Acuden editores, agentes, libreros (los que quedan), reseñistas, traductores, bibliotecarios. Como en el futbol se fichan autores, los jugadores estelares en esta feria como de Thackeray. Los de ventas mamut, o al menos de prestigio (concepto por lo demás chicloso en un lugar así), tienen lugar asegurado. Para todos alcanza: caben cientos de autores y comentaristas menores, marginales, especializados o principiantes que, lejos del big money, invisibles para las cámaras y la prensa mainstream, cuando nadie mira pisan la alfombra roja que se extiende por los incontables pasillos atiborrados de público y mercancía.

Como en el primer mundo, nuestros novelistas son los que emanan más fragancia de poder, la gente los escucha como gurús, los admira como héroes, estrellas, celebridades o por caritas. Para aderezar, este año andan por ahí Salman Rushdie e Irvine Welsh; el año pasado, Claudio Magris. Y así. Caben los Nobel y los no tanto. Y siempre comparecen los nacionales que se las traen. Ante el tamaño del mercado y la longitud de las colas para firma de autógrafos de los famosos, queda claro que algo cambió en la economía de la literatura mexicana. Ya no son dos o tres los autores que viven de sus libros gracias a reediciones, traducciones, premios, becas previas o posteriores. Ya no es un oficio para muertos de hambre, y proliferan escuelas y centros de capacitación para jóvenes que aspiran a ser escritores. La ambición sustituye a la vocación.

Por supuesto que los poetas son bien recibidos en la FIL. Los historiadores. Los moneros, ilustradores, impresores, científicos y filósofos que hacen divulgación. Pasan no sólo productos de la mercadotecnia. También acuden los verdaderos apóstoles de la palabra y la edición, casi siempre chiquitos, aparte de la modas y las capillas (que ya nadie llama así pero lo siguen siendo; unas llegaron a parroquia y hasta catedral).

Como Jis dijera alguna vez del sexo, la cultura ha de ser padrísima. Millares de chicos y chicas de las escuelas tapatías inundan los pasillos y abarrotan los eventos que les dejaron de tarea. Acaso alguno, o alguna, adquiera un libro acaso bueno, uno nunca sabe. Vienen a la mente preguntas sibilinas. ¿Cuánta de esta gente lee realmente? Se supone que México es un país analfabeto o de analfabetos funcionales educados por la televisión idiota y con la educación pública bajo fuego tecnocrático. ¿Quién lee libros? Hoy que la escritura viaja en vehículos virtuales que ahorran papel y salvan árboles en Tasmania, ¿se lee más?

Vergonzante o mirada de lado, como si no estuviera, se enseñorea otra cultura, con los autores y autoras que de veras venden sus manuales de autoayuda o sabiduría ready made o novelas best seller de diseño trasnacional, los gurús del estilo o de la paz interior, los consejeros sentimentales, los bufones de reality show. Jalan más público propio que nadie aquí. Tal vez llenan la FIL más que la cultura seria, pero ya no se distinguen entre sí. Todo cabe, de preferencia si vende, pero con que pague basta.

Y sin embargo, existe un público de lectores convencidos y probados que estiran tarjeta y monedero para adquirir lo indispensable y hasta cometer algún pecado en el callejón de la oportunidad. Gambusinos de lo bueno capaces de nadar el tumulto de la FIL sin ahogarse. Brindemos por ellos.